Capítulo 1

Jericó, enero de 2010

El día que todo ocurrió, tras desayunar dos galletas rellenas de dátiles y una taza de té con hojas de hierbabuena, siempre con azúcar, Rania se encaminó hacia la casa de su amiga del alma, Yasmin, y su hermano, Abdul Sid Alam, los tres inseparables desde niños. Los Sid Alam eran una de las familias más antiguas de Jericó; a ellos les gustaba decir que de siempre, milenarios, porque los años en Jericó se podían contar por millares, hasta diez veces.

Rania no había nacido allí; cuando su padre aún era joven abandonó la ciudad para enrolarse en la Organización para la Liberación de Palestina; aquellos afanes le llevaron a Beirut y finalmente acabó refugiado en El Cairo, donde contrajo matrimonio con una cooperante americana llamada Samantha, y nació Rania, que fue su única hija. Pronto, cuando ella apenas tenía dos años, volvieron a Jericó.

Su madre se convirtió al islamismo y se hizo una ferviente observadora de los preceptos del Corán, pero no dejó de inculcar a su hija valores de la cultura americana: el individualismo, como medio a la no dependencia de los demás; el sentido de la igualdad, al margen de etnias y religiones; la competitividad, entendida como orientación al logro, y el desapego a la tradición. Si gestionar el caudal de ideas, sensaciones y sentimientos no es nada sencillo para una mente común, razonar, entender y vivir conciliando dos culturas tan opuestas era un reto, casi un arte. A veces, Rania sentía que pensamientos y sentimientos opuestos la asfixiaban, como en medio de una virulenta tempestad de arena. De ahí su costumbre de preguntarlo todo, su ansia de aprender, para aplacar estos torbellinos, para entender a unos y otros, pero al final en su mente se acababa imponiendo la lucidez y, con ella, su generosa alegría.

Samantha siempre le habló en inglés. A su padre, descendiente de los Abdallah, arraigada familia de Jericó, no le hacía mucha gracia porque no le gustaba la cultura occidental, pero en el fondo sabía que conocer ese idioma algún día podría resultarle útil a su hija, así que, aunque a regañadientes, nunca se lo prohibió. Solo les puso una condición: que jamás lo hablaran delante de otras personas.

Rania, Yasmin y Abdul se formaron bajo la misma educación, impartida en las escuelas públicas promovidas por la Autoridad Nacional Palestina del municipio de Jericó. Principios honestos basados en las enseñanzas del Corán, lengua árabe, incipientes conocimientos de hebreo e inglés, matemáticas y ciencias naturales. Las ventanas de su escuela no tenían cristales y algunas paredes amenazaban ruina; decían que años atrás, durante una incursión, un carro de combate disparó un proyectil de 120 milímetros que impactó y destruyó parte del edificio. Podía ser cierto o no, pero eso no importaba. Se reconstruyeron ventanas y paredes, hasta donde llegó el dinero. En Jericó, que miles de años atrás había sido el pueblo más próspero del mundo, una casa medio en ruinas bien podía ser un colegio.

Los tres, unidos desde la infancia, crecieron con la misma ilusión que los niños de París o San Francisco, pero habitaban en aquella ciudad eterna, que se halla enclavada casi trescientos metros por debajo del nivel del mar, como para imponer su peso en la historia. La vida allí tenía un matiz distinto, acaso por el perfume a sal que llegaba desde aquel mar tan extraño, muerto, que se encontraba a pocos kilómetros, o quizá porque era más frágil. Se vieron envueltos en guerras y creencias, o en creencias que provocaban guerras. Tierra Santa para los cristianos, Sagrada para los musulmanes y Prometida para los judíos. De futuro incierto para sus hijos.

Rania albergaba inquietudes sobre esas creencias: ¿por qué judíos, cristianos y musulmanes se habían matado durante tantos siglos en nombre de su Dios? ¿Por qué, si todos los dioses predicaban bondad y prometían el paraíso? ¿Qué paraíso? Ella pensaba que el paraíso estaba allí, con su familia y sus amigos, en aquella tierra pobre pero divina, no entendía el odio, pero había tanto a su alrededor...

Ocultaba una larga cabellera negra bajo su hiyab, heredó de su padre una tez almendrada, los ojos grandes y negros y unos labios perfectamente definidos y carnosos; de su madre recibió unos pómulos prominentes, una nariz pequeña un tanto respingona y unas largas piernas que la alejaban de la tierra un metro setenta y cuatro centímetros, muchos para una mujer en aquella tierra. Esos rasgos exóticos, combinados en armonía, la dotaban de un atractivo sublime; llamaba mucho la atención no solo a los hombres, también a las mujeres de Jericó, que no dudaban en resaltar su belleza incomparable. La mujer joven más bella de Jericó, puro magnetismo.

Su madre compartió con ella el amor al arte, la música, y además le enseñó lo importante que era cuidar su aspecto y en especial su piel para evitar que sufriera los excesos de aquel sol abrumador.

Rania no salía de casa sin aplicarse una fina raya en los ojos hecha con mesdemet, un polvo que en el antiguo Egipto se obtenía de un mineral llamado galena y se empleaba para aliviar los ojos de los rayos del sol, como protector de enfermedades oculares y como repelente de los mosquitos. A Rania esa raya en los ojos simplemente le encantaba, porque sentía que le hacía parecerse a su madre. También aprendió de ella a dormir con una jofaina a un lado de la cama, para la limpieza matutina y nocturna, seguida de la aplicación de ungüentos hechos de minerales del mar Muerto. Por último incluía en sus cuidados una gotita de aceite de oliva en sus labios para combatir la resequedad del clima. Esos eran sus secretos de belleza, que solo compartía con su querida amiga Yasmin.

Vivía rodeada de pobreza, pero se sentía muy afortunada. Amaba tanto esa tierra... Amaba tanto su vida...

El enigma de Rania Roberts
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