Capítulo 29

En la oscuridad de la habitación 317 del Hospital Sahaare Zedek de Jerusalén, Ackermann reposaba exhausto. Unas horas antes le habían anestesiado parcialmente para limpiar su herida del hombro, coser por dentro diversos tejidos destrozados por el impacto de la bala y volver a suturar la piel. Por suerte el proyectil no se había astillado en el hueso ni había roto ningún tendón. Se recuperaría completamente. Llevaba puesto uno de aquellos camisones hospitalarios de color azul claro. Se echó la mano izquierda sobre la cabeza sin reparar en la vía intravenosa que le habían abierto; el resultado de aquel movimiento fue contundente: la jeringa salió volando y el fino tubo de plástico que le suministraba suero y antiinflamatorios quedó colgando encima de la sábana.

«Vaya destrozo, ¿ahora qué hago?», se dijo.

Observó un interruptor con el dibujo infantil de una señorita en una especie de mando a distancia que tenía en la mesita de noche.

«Será para llamar a la enfermera; espero que no se dispare un timbre y despierte a todos». Dudó un momento pero finalmente pulsó el botón y la señorita infantil del dibujo se iluminó en rojo.

«Ningún timbre ni alarma, menos mal», pensó Ackermann, al que no le gustaba llamar la atención. Mientras esperaba la llegada de la enfermera reflexionaba: «Entrenamientos extremos en la academia militar en West Point, veinte saltos en paracaídas, puenting los fines de semana, más de quinientas horas de vuelo sin motor, carreras de motos de semiprofesionales, tres años dirigiendo unidades del ejército en zonas de conflicto... y es la primera vez en mi vida que estoy ingresado en un hospital. No me he perdido nada». Para Ackermann lo peor de ese sitio era que no dominaba la situación. Se le pasó por la cabeza levantarse e irse, sin más, pero estaba ingresado como consecuencia de una misión militar, no podía hacerlo.

Mientras tanto, en el corredor adyacente, la enfermera Kathy Rolle movió hacia atrás y con decisión la silla con ruedas que tantas guardias nocturnas la había acompañado. Se apartó del pequeño mostrador blanco.

Pero aquel turno había empezado con novedades. Todo el personal femenino de la planta estaba algo revolucionado con la habitación 317, y no precisamente por su cuadro clínico ni por tratarse de un paciente código XJ, es decir, de clasificación secreta y custodiado por el ejército.

«Tiene los ojos azules más bellos que he visto en mi vida, es guapísimo, parece un actor», recordó el comentario de su compañera Madalane. Esa era la razón de la expectación en torno a la 317. Para el personal del hospital Sahaare Zedek de Jerusalén, los heridos por violencia no eran noticia, más bien rutina. De tanto atenderlos y a veces verlos morir, la conciencia del presente latía en cada instante de su existencia. Kathy, Madalane y todos los trabajadores del centro convivían con la fragilidad de la vida.

El celebrado paciente se había pasado todo su turno durmiendo, pero por fin la luz roja del panel de habitaciones se encendió como una chispa de alegría dentro de la monótona guardia. Llegaba el momento de acreditar esos comentarios entusiastas. Se puso de pie y se asomó al espejo de la sala de enfermeras; no le entusiasmó lo que vio. Cuatro horas de guardia y casi había perdido el maquillaje con el que entró. Poco podía hacerse, y menos con esa vestimenta, pero era el de la 317 quien llamaba. Se avivó.

El paciente tenía el cabello rubio muy corto en torno a las patillas y la tez tostada. Se le apreciaba alguna arruga junto a los ojos, más del sol y el cansancio que por la edad. La nariz fina y poco pronunciada, como si no quisiera molestar, en unas tierras en las que se llevaba lo contrario. Los labios dibujados con maestría, invitando a ser besados. La barbilla marcada con un suave hoyo, y los ojos... «¡Vaya ojos! —se dijo Kathy—, parecen aquel mar del Caribe de los pósteres de las agencias de turismo».

—Hola, soy Kathy.

—Hola, disculpa que te haya molestado; resulta que sin querer he arrancado la vía que tenía puesta en el antebrazo —dijo suavemente Ackermann con su seductora voz.

—No te preocupes, te la pondré otra vez. ¿Cómo te encuentras?

—Bien, gracias, ya queriendo salir de aquí.

—Pues lo vamos a sentir —bromeó.

—Perdón, ¿cómo dices? —preguntó él con tono amable.

—No, nada, que espero que te sientas mejor. —Kathy, que era soltera y no tenía novio, casi acarició la mano y el brazo de Ackermann para abrirle la vía. Ante el nuevo pinchazo él ni se inmutó—. Bien, ya he terminado; procura no moverlo. Si te aburres puedes ver la televisión; espera, que te enseño cómo va —añadió ganando unos segundos junto a él. Apareció en la pantalla el canal de noticias Channel 10 News—. ¿Te interesa este?

—Sí, perfecto, y muchas gracias.

El comentarista del canal anunció:

El ejército ha realizado una incursión aérea sobre la zona sureste del país. Un F-18 ha disparado un misil sobre una vivienda en Jericó; parece que se trata de la residencia de la familia del suicida que atentó ayer en el mercado de Jerusalén. Fuentes palestinas cifran en al menos quince personas los fallecidos como consecuencia del impacto del misil. El Gobierno israelí confirma la muerte de dos terroristas, al parecer hermanos del suicida. Fuentes palestinas desmienten esta información y afirman que los supuestos terroristas son en realidad miembros de las milicias y además no se encuentran entre los fallecidos. Los muertos son en su mayoría niños y mujeres; también vecinos de la vivienda impactada por el misil resultaron heridos.

Las imágenes mostraban un agujero entre otras casas igualmente afectadas y cientos de vecinos de Jericó clamando al cielo con gritos desesperados.

Ackermann retornó a la dura realidad; se agrió el gesto de su cara, no podía creer lo que oía. Espontáneamente hizo un movimiento de desaprobación con las manos al tiempo que emitía un leve sonido, que no le pasó desapercibido a Kathy.

—¿Ocurre algo? ¿Te encuentras bien?

—Enfermera, ¿puedo hacer una llamada?

—Claro, tiene ahí su móvil. —Ella enseguida se dio cuenta de que algo le había alterado mentalmente y ya no estaba ahí.

Kathy recogió el envoltorio de plástico del botellín de antibiótico y salió con pesar de la habitación.

—Coronel, soy el capitán Ackermann, le hablo desde el hospital.

—Ackermann, me alegro de oírle. ¿Cómo se encuentra?

—Bien, señor. Perdone que le moleste pero acabo de escuchar las noticias. Teníamos un pacto, ¿no era así? Nos comprometimos con la chica a no atacar a la familia del suicida, ¿no?

—Lo sé, Ackermann, esa era la idea, pero algo ocurrió.

—¿Qué quiere decir?

—Parece que hubo una confusión. Mire, el Mossad nos informó de la dirección de la vivienda del suicida. También confirmó que ya estaba vacía. Se acordó realizar el ataque, ya sabe, estamos cerca de las elecciones y el Gobierno tenía que mostrarse firme. Por algún motivo se confundió la dirección de la casa del suicida con la de la casa a la que había ido a refugiarse su familia.

—Pero no puede ser... —dijo Ackermann indignado—, hemos matado a todas esas personas inocentes.

—Nosotros no sabíamos que era la dirección de un vecino —insistió—. Es cosa del servicio secreto. Se ha abierto una investigación. De todas formas, Ackermann, usted es miembro del ejército; entiendo su disconformidad, pero acaban de morir muchos compatriotas en la ciudad de Jerusalén en un atentado salvaje y hay decenas de heridos; no justifico el resultado, pero siempre que se utilizan aviones para una operación semejante se corren riesgos —emitió sus palabras atropelladamente y luego hizo una pausa—. Además, el compromiso con una palestina insignificante no es relevante.

—Para mí sí, coronel; le dimos nuestra palabra de que no le pasaría nada a la familia.

—No es culpa suya, Ackermann, no ha podido hacer nada para evitarlo. Además, esa tal Rania ya no existe. No lo piense más y cuídese. Ha hecho usted un buen trabajo. —Y cortó la línea.

Ackermann bajó el brazo y tiró el móvil a los pies de la cama. Se quedó pensativo. Ante todo era un hombre honesto. Había dejado una brillante carrera en el mundo financiero porque quiso conocer sus orígenes judíos, sus raíces. Por ello un día, ante la sorpresa de sus colegas, dejó aquella vida exuberante en Nueva York para enrolarse en el ejército israelí. Sin embargo, todo esto le decepcionaba. Por encima de las creencias, las razas y los poderes estaban sus principios. Fue muy consciente de que no podía vivir en contra de los suyos. En su familia, tanto sus abuelos como sus padres le habían inculcado una educación basada en los valores, la honestidad, la lealtad y la honradez.

«Tener principios es muy fácil; lo difícil es comportarse siempre con coherencia, ser consecuente con ellos», recordaba que siempre le decían sus abuelos. «Eso es lo que hace un buen judío-alemán». Su familia de origen judío había migrado por distintos países de Europa hasta asentarse a principios del siglo dieciocho en Berlín. Durante varias generaciones prosperaron con negocios de comercio de oro. Su abuelo luchó en la Primera Guerra Mundial defendiendo a Alemania. Al finalizar la contienda conoció y se casó con una chica alemana, también de raíces judías. Vivieron en Berlín el surgimiento del movimiento nazi y cuando las cosas se empezaron a poner mal, antes de que fuera demasiado tarde, decidieron con gran tristeza abandonar su país y emigrar a América. Pero siempre estuvieron orgullosos de su nacionalidad alemana. «Los nazis son una página horrorosa de nuestra historia, pero hubo muchas antes y habrá muchas después», nunca se cansó de repetirle su abuelo.

Ackermann se incorporó en la cama y reflexionó. Quizá se había equivocado, esa vida que había escogido le había decepcionado. Él fue a Israel en busca de sus raíces más profundas, su identidad nacional, pero por encima de todo eso estaban sus principios, solo sabía vivir fiel a ellos. Todo había sido excesivo en ese terrible día en el que la distancia entre lo mejor y lo peor se evaporó. No tardó ni un minuto más: decidió abandonar todo eso, dejaría el ejército. No sabía qué haría, a qué se dedicaría, pero sabía que era la decisión adecuada. Ser consecuente, de eso iba la vida, o al menos así le habían enseñado a él a vivirla, no conocía otro modo de hacerlo.

El enigma de Rania Roberts
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