Capítulo 19

Avanzó en la oscuridad sin rumbo. No se dio cuenta de que se había apartado de la carretera. En aquella huida a ninguna parte, sintió la levedad del ser y toda la incongruencia humana. Hasta un momento en que ya no pudo más y se detuvo; se agachó en cuclillas, colocó la cara entre las rodillas y se la tapó con las manos. Tanto había llorado que se le acabaron las lágrimas. Su respiración todavía estaba agitada por las emociones, pero ya era incapaz de pensar en nada, estaba exhausta.

Pasó un tiempo en aquel silencio vacío cuando de pronto le pareció percibir un reflejo; se apartó las manos de la cara, irguió la cabeza y miró hacia delante y a los lados, pero no pudo ver nada, la luna menguante apenas iluminaba más allá de un metro. En ese momento fue consciente de que estaba en medio de la oscuridad, en un camino perdido, sola. Jamás en su vida había salido por la noche sin compañía, y mucho menos fuera de la ciudad. Pero no le importaba estar allí, lo necesitaba. Tenía que serenarse. En algún sitio había leído que una forma de hacerlo era sentir la propia respiración. Así que se dejó llevar y escuchó su ser a través del aire que entraba y salía de su cuerpo. Con la mente perdida pasó un tiempo indefinido, tras el cual la agitación se fue sosegando. Comenzó a pensar de nuevo; tenía que volver a su casa, quizá su madre hubiera advertido su ausencia y estuviera preocupada. Volvería a vivir, aunque no sabía bien qué vida. Se acostaría y al día siguiente haría un tremendo esfuerzo por levantarse. Se pondría el pañuelo a modo de hiyab, pensó, para que solo sus ojos quedaran a la vista; así nadie podría ver el sufrimiento en su cara.

Hasta que el silencio se rompió.

—No te muevas. —Aquella voz grave quebró repentinamente sus pensamientos.

Quedó bloqueada por el pánico, consciente de que estaba totalmente indefensa en medio de la nada. Se mantuvo muy quieta. El silencio absoluto lo volvió a invadir todo, pero esta vez cargado de miedo puro. Quiso creer que aquello no estaba ocurriendo, que esa voz había sido producto de su imaginación, que allí no había nadie. Se hallaba en medio de un descampado, nadie pasaba por allí y menos de noche.

Tras unos segundos, quizá minutos, Rania giró levemente la cabeza hacia arriba, pero, antes de que llegara a la posición horizontal, aquella siniestra voz interrumpió de nuevo su movimiento, esta vez enérgicamente:

—No te muevas o te vuelo la cabeza, cerdo.

El tono y el insulto la aterraron aún más si cabe, pero además había algo que la desconcertaba: le hablaba en inglés aunque con muy mal acento. Allí en Jericó los lugareños no sabían inglés. ¿Quién sería? ¿un turista? Pero por la noche, allí, en medio del campo desierto y con aquel insulto escupido con rabia... No entendía nada de lo que estaba pasando.

Lo peor de todo era que el tono de la voz era bajo, sonaba muy cerca. No podía distinguir nítidamente de dónde venía, le parecía que de un lugar impreciso apenas unos metros a su espalda.

Obediente, devolvió la cabeza a su posición inicial mirando hacia el suelo. La sensación era espantosa. Había sido devuelta brutalmente a la realidad, fue consciente de que estaba a merced de esa persona desconocida, que parecía controlar cada uno de sus movimientos y se dirigía a ella de manera agresiva.

Farlow llevaba allí algo más de una hora, se había acabado la botella de tequila y seguía ciego de odio, esperando una presa. Cuando atisbó aquella figura acercarse, pensó que por fin podría cobrarse su primera víctima. «Ojo por ojo», decían las escrituras; él no podía esperar al castigo de los culpables que indudablemente ejecutaría el ejército, porque aquello era un asunto personal: su hermana y su sobrina habían sido asesinadas. A través del visor no podía apreciar los detalles, así que debía tener cuidado: aquel palestino podía ir armado.

—Ponte de pie y levanta las manos muy despacio.

Rania temblaba de pánico. «¿Qué puedo hacer?», pensó fugazmente. Pero no tenía opción a resistirse; por un momento valoró salir corriendo, pero si la estaban apuntando a tan poca distancia le dispararían, así que obedeció y las levantó despacio.

Farlow se encontraba casi narcotizado, bajo los efectos del tequila mezclado con las pastillas tranquilizantes, pero la adrenalina que segregaba su cuerpo le permitió pensar con cierto orden.

Una simple caricia al gatillo y le agujerearía el cráneo, tan fácil como eso. Pero cuando ya se disponía a ejecutar a su víctima recapacitó: «¿Y si se trata de otro suicida? Podría llevar una bomba adosada que se activaría al caer. En ese caso yo también volaría por los aires. No, otro Farlow no va a morir hoy, tengo que comprobar que no lleva nada encima antes de matarlo».

—Quítate la ropa —ordenó a su presa.

Rania se quedó anonadada y ni se movió.

—He dicho que te quites la ropa o te vuelo los sesos.

Por un momento el pudor superó a su miedo; simplemente no podía desnudarse delante de un hombre en medio de un descampado. «¿Y si no lo hago y me dispara? Todo se acabará, quizá sea mejor así, quizá sea el destino», pensó, y permaneció inmóvil.

La voz del mal volvió a surgir a sus espaldas:

—Es la última vez que lo digo: quítatelo todo y tíralo delante de ti, muy despacio, maldito cerdo. —Esta vez sonaba en un tono mucho más elevado, al límite de su paciencia.

Supo que se hallaba al borde de la muerte. El día había sido trágico, Abdul y tantos inocentes muertos. ¿Valía la pena seguir? No obedecer sería como un suicidio. Pero ella no podía hacer eso, todavía tenía a su madre, a su amiga Yasmin, no podía huir de su vida. Pensó que no había alternativa, tenía que sobreponerse a esa infinita vergüenza.

Empezó por desabrocharse el pantalón verde de lino, que rápidamente cayó a sus tobillos. Llevaba unas bragas como calzones antiguos, algo largos y nada ajustados, que le llegaban por la mitad del muslo. Se quedó quieta.

—He dicho toda la ropa —escupió a la oscuridad Farlow, que se encontraba en máxima tensión. «Si porta explosivos los llevará debajo de la camisa, sujetos al cuerpo», pensó.

Rania se quitó lentamente la túnica por encima de los hombros y empezó a desabrocharse su camisa favorita, la rosa con pequeñas amebas azules que con tanta ilusión había elegido para aquel día que iba a ser tan especial. Prosiguió avergonzada con la mirada fija en el suelo, hasta que llegó al último botón; pasaron unos breves segundos en los que una lágrima de angustia rodó por su mejilla y finalmente la dejó caer con suavidad hacia un lado.

A Farlow le pareció identificar a través de su visor algo parecido a un vendaje a la altura del pecho. «Maldita sea, otro suicida cargado con un cinturón de explosivos», fue lo primero que pensó. Un escalofrío le recorrió el cuerpo: si le hubiera disparado ambos habrían volado por los aires. Su prevención le había salvado. Inició un sigiloso retroceso, debía retirarse otros veinte o treinta metros adicionales. Se sentía satisfecho al encontrarlo antes de que llegara a territorio israelí, iba a evitar otra masacre. Solo tenía que apartarse esos metros y volarle la cabeza. Llegó a la posición que consideró segura, de nuevo se recostó sobre el suelo, afianzó el dedo en el gatillo y, cuando iba a apretarlo, Rania se desprendió de la última prenda que le quedaba todavía puesta: el pañuelo que le cubría su larga y preciosa cabellera.

Farlow levantó instintivamente la cara de la mirilla del arma. Volvió en segundos a mirar por el visor.

«Pero si es una mujer, una maldita zorra», pensó. Dirigió su mirada a la altura del pecho de ella, esta vez identificando el supuesto vendaje. Una sonrisa abyecta iluminó su rostro.

¿Qué hacía allí una mujer en mitad de la noche? Le daba lo mismo, sería igualmente la primera víctima.

—Quítate el sujetador y levanta bien las manos, puta.

Rania le obedeció de nuevo y sus pechos quedaron al aire libre. Ella, completamente ultrajada y temblando, fijó la vista perdida en el suelo. Pasaron unos minutos eternos en los que la voz calló; luego escuchó pisadas, cada vez más cerca, hasta que de la nada apareció Farlow.

—Pero mira qué tenemos aquí, una bella jovencita —dijo con voz de borracho—. Qué bonito cuerpo tienes, déjame que lo compruebe. —Y le sobó el pecho derecho con la palma de la mano.

Rania, llena de asco, instintivamente se la apartó de un golpe.

—¡Maldita puta, no me toques! —gritó Farlow, y le propinó una fuerte bofetada en la cara que la derribó al suelo. Rania advirtió enseguida el olor a alcohol, aquel tipo estaba totalmente ebrio, y se quedó paralizada; estaba allí, en el suelo, casi desnuda, delante de un soldado borracho y armado.

—Estaba dispuesto a matar a varios jodidos palestinos y tú vas a ser la primera, pero antes me divertiré un poco —le susurró al oído utilizando un tono de voz tan bajo que apenas pudo entender—. Date la vuelta, vamos, no tengo tiempo que perder, ya me has oído —le gritó esta vez enardecido, con los ojos fuera de sus órbitas y completamente fuera de sí.

Rania se giró en el suelo boca abajo y él le ató las muñecas con un cordel que llevaba en el bolsillo. Pudo haber utilizado las esposas que le colgaban del cinturón, pero ni se lo planteó: el tequila ya no le dejaba pensar con claridad.

—Ahora ponte a cuatro patas, así, mirando a tu jodido Jericó —le espetó a la vez que la levantaba por las caderas para ponerla en la posición adecuada.

Rania no ofrecía resistencia, era como si ya no estuviera allí.

Farlow se situó detrás de ella, dejando el fusil al lado, y se desabrochó torpemente los botones del pantalón. Sacó el cuchillo que llevaba en el cinturón y le rompió las bragas haciéndole un corte en la cadera izquierda; entonces le separó las piernas apartándolas hacia fuera.

La agarró por las caderas con las dos manos, levantó la mano izquierda y le golpeó con fuerza en la parte inferior de la espalda. La cara de Rania se estampó contra el suelo y se hizo una brecha en la ceja izquierda. Entonces, cuando ella estaba totalmente a su merced, Farlow la penetró desde atrás con violencia.

Fue una violación brutal. Rania sentía su cara aplastada contra las pequeñas piedras del terreno y un dolor profundo, como si la desgarraran por dentro, pero no se podía mover y ni siquiera podía chillar; había perdido el habla, estaba en estado de shock. Solo un leve gemido salió de su pecho.

Él movía su cuerpo adelante y atrás golpeándole las nalgas con violencia y torpeza. Se aceleró por momentos jadeando, hasta que eyaculó dentro de ella. Entonces sacó su miembro y la empujó con desprecio hacia la derecha, como quien aparta a un perro de su camino. Rania cayó recostada de lado; sus manos se soltaron, la atadura se había aflojado, y acurrucada en posición fetal, se las llevó a la cara. Y ni siquiera podía llorar, seguía sin aliento.

Farlow se hallaba de rodillas detrás de ella, tan borracho que perdió el equilibrio. Rania, tumbada allí indefensa, estaba sangrando; la penetración le había roto el himen, además de haberle producido un desgarro interior, pero lo peor era el asco que sentía. Pensó que ahora le dispararía como a un animal. Se preparó para morir. Le vino una imagen de su madre, muy joven, con la mano extendida con todo el amor del mundo. Cerró los ojos y asumió el final de su vida; era mejor así, no podría vivir con aquella vergüenza. Este mundo no merecía ya la pena.

El enigma de Rania Roberts
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