Capítulo 15

Pasados unos minutos, Farlow se puso en marcha. Avanzó unos cincuenta metros en perpendicular a la carretera para apartarse de ella sin que sus compañeros lo percibieran. Luego se desvió hacia la izquierda en dirección a Jericó y prosiguió andando en paralelo a la calzada, pero suficientemente alejado de ella como para evitar ser visto. Cuando llegó a la altura del puesto fronterizo palestino se agachó detrás de un arbusto para observar.

Los milicianos allí ubicados estaban en tensión. Todos sabían que el suicida era Abdul Sid Alam, el Erudito, y eso podía significar algún tipo de represalia: un bombardeo selectivo o quizá una incursión para destruir su casa; si se produjera esta segunda opción, los tanques con toda probabilidad entrarían por donde ellos estaban. No podrían hacer nada para detenerlos, tendrían que dar la alarma y huir hacia la ciudad. Se mantenían muy atentos vigilando con sus prismáticos el horizonte y el checkpoint israelí por si descubrían algún movimiento que delatase una ofensiva. Tan concentrados estaban en ello que no se dieron cuenta de que por su flanco izquierdo, a unos cincuenta metros campo a través, un soldado armado hasta los dientes caminaba con sigilo y se adentraba en su territorio.

Farlow estaba fuera de sí, no sabía bien ni dónde iba ni a hacer qué, pero seguía caminando. Podía observar las luces de la ciudad porque el sol se iba poniendo. Calculaba que estaría ya a menos de dos kilómetros.

No podía dejar de cavilar pero sin ninguna lucidez, le invadían pensamientos confusos. De vez en cuando daba un trago a la botella de tequila. Los sorbos de alcohol mezclados con los tranquilizantes que se había tomado empezaban a causarle efecto. Unos treinta minutos después se detuvo; se encontraba a trescientos metros de las primeras casas. Decidió acercarse a la carretera; treinta metros antes de llegar a ella se topó con unas de las pocas rocas de mediana altura del terreno y se situó detrás de ellas. Depositó su fusil Tavor en el suelo y se tumbó junto a él, en oblicuo a la carretera en dirección a Jericó, apuntando a nada ni a nadie, solo a la rabia que no le dejaba razonar. Colocó la botella de tequila junto al arma y se tomó otro trago. Le invadieron los recuerdos de su infancia en el barrio alemán de Jerusalén, donde vivió junto a su hermana y sus padres. «Qué paradoja, los alemanes casi nos exterminan —pensó— y el barrio más divertido de la ciudad es el llamado “alemán”». Los pensamientos que invadían su cabeza desordenadamente le estaban envolviendo en un caos mental.

Él siempre tuvo un sentimiento de protección hacia su hermana. Aunque esta fuera mayor, estaban muy unidos, ella era la única persona que le entendía y siempre le defendía cuando se metían con él. Llevó mal su noviazgo pero finalmente aceptó a su cuñado y llegó a tener una buena amistad con él. Y aunque estaba casada y tenía a sus preciosas gemelas, todavía se sentía responsable de ella. Por eso la noticia de su muerte se le hacía insoportable, imposible de sobrellevar. Siguió bebiendo mientras lágrimas amargas corrían por sus mejillas. El odio le corroía la mente, cada vez le costaba más entender. Apoyaba su mandíbula sobre la culata del arma y acercaba su ojo izquierdo al visor, cuadraba la imagen buscando un objetivo en él, acariciaba con el dedo índice el gatillo, como si fuera a apretarlo, y volvía a separarse del arma. Repetía esta acción constantemente, esperando en algún momento encontrar ese objetivo, siempre apuntando hacia la carretera.

El capitán David Ackermann había sido destinado a la zona sur unos días antes. Su nuevo destino como jefe del acuartelamiento Sur-Oeste le traía recuerdos de cuando dos años atrás dirigía la unidad de carros de combate en esa misma zona. Disfrutó aquella época, muchas maniobras y solo alguna intervención real, como el día que cercaron la entrada de Jericó. Por suerte no hubo ninguna víctima. Ahora, ya como capitán de la zona, su función era más sedentaria pero estaba contento. Cuando recibió la llamada de su superior se encontraba siguiendo las noticias como la mayoría de ciudadanos. Habían pasado ya unas horas desde el estallido de la bomba, pero las informaciones no dejaban de llegar.

—Ackermann, una tal Esther Farlow es una de las víctimas.

—Mi coronel, ¿ha dicho usted Farlow? —Inmediatamente David se temió lo peor—. ¿No será familiar del soldado Farlow?

—Sí, capitán, por eso le llamo, pero eso no es todo: se encontraba en el mercado con sus dos gemelas de tres años y una de ellas ha muerto también.

—¡Mierda, maldita sea! —exclamó muy afectado por la noticia, llevándose una mano a la cabeza—. ¿Lo sabe ya su familia? —preguntó a continuación, deseando oír una respuesta negativa.

—Sí, claro. Se les ha informado hace un rato. Será mejor que traigan de inmediato a ese muchacho a Jerusalén para que se reúna con los suyos. —Y el coronel colgó el teléfono.

«Si su familia lo sabe, lo más probable es que ya le hayan llamado al móvil para decírselo», pensó Ackermann. Se quedó muy preocupado, conocía bien a Joseph y sabía que era un chico difícil. «¿Cómo se sentiría uno si le llamaran por teléfono para decirle que un familiar había estallado por los aires en un atentado? Pobre chico», meditó.

Inmediatamente pidió una patrulla para que le acompañaran. Iría a buscarle en persona para trasladarlo a Jerusalén. El cuartel de la zona Sur se encontraba a solo cinco kilómetros del paso fronterizo con Jericó. En diez minutos estaría allí, pero aun así prefirió llamar desde el móvil al cabo Heiss, jefe de la guardia.

—Cabo, soy el capitán Ackermann, ¿está con usted el soldado Farlow?

—Sí, está en el barracón en su turno de descanso.

—OK. Vaya dentro y no se separe de él.

Ackermann se tranquilizó; mientras se subía al jeep empezó a pensar en cómo dirigirse a Farlow. Si lo sabía estaría devastado, solo podría acompañarlo. Si todavía no se había enterado tendría que comunicárselo. Sería mejor hacerlo sin rodeos. El sonido de su móvil interrumpió sus pensamientos; miró la pantalla: era el cabo Heiss. Esbozó una mueca temiéndose algo malo.

—¿Sí? —contestó.

—Señor, soy yo de nuevo, me temo que el soldado Farlow... —el cabo tragó saliva y con la voz estremecida continuó— no está aquí.

—Cabo, contésteme, ¿sabe si ha recibido alguna llamada esta tarde?

—Sí, hace una hora le llamó su padre, parece que su hermana está enferma. Nada serio.

—¡Mierda, cabo! Su hermana está muerta, es una de las víctimas del atentado; búsquelo por los alrededores, pero no se adentren en territorio palestino. Yo estaré allí en unos minutos.

El cabo no daba crédito, la hermana del soldado Farlow muerta en el atentado... No lo podía creer. «Pero si ni siquiera se inmutó cuando le pregunté tras la llamada de su padre», razonó. Antes de iniciar la batida prefirió volver a entrar en el barracón en busca de alguna pista que le llevara hasta su paradero. A simple vista no había nada que le llamara la atención, todo parecía estar en su sitio. Se acercó a la taquilla de Farlow; estaba abierta. Movió la puerta: había algo de ropa de civil, alguna revista, una barra de desodorante y gel de espuma desinfectante para las manos. Se agachó para ver si encontraba algo más en el suelo de la taquilla y, al apartar la pila de revistas que había, algo le llamó la atención: una de ellas estaba mojada. Acercó la nariz y confirmó su sospecha: alcohol, parecía algo fuerte, como tequila o algo parecido. No estaba permitido tomar alcohol estando de servicio, y muchísimo menos guardar una botella, pero viniendo del soldado Farlow tampoco le sorprendió.

En ese instante llegó el jeep con el capitán Ackermann y tres hombres. El oficial saltó ágilmente antes de que se detuviese del todo. El cabo le saludó y le dijo:

—Capitán, venga conmigo. —Le invitó a que pasara dentro de la caseta—. Mire esto, son revistas todavía mojadas por alcohol, estaban en su taquilla.

El capitán Ackermann se acercó a la nariz la revista de arriba de la pila —olía a tequila— y lanzó una mirada de desaprobación al cabo: este era responsable de revisar las taquillas para asegurarse de que nadie guardara nada prohibido. Su actuación era motivo de arresto, pero tenía un problema mucho mayor, así que no le dijo nada.

—Reúna a sus hombres, deje solo a uno en las cabinas del checkpoint, y organice una batida por la zona, pero no pase más allá de nuestro espacio de control —insistió Ackermann.

Eso les daba muy poco margen donde buscar: la zona de control era de apenas cincuenta metros a la redonda, en su mayoría controlable a simple vista.

Ackermann se quedó pensativo. ¿Qué haría un tipo que de pronto conoce la muerte violenta de un ser querido por teléfono? Lo normal es que se hundiera, se desesperara. Se echara a llorar. Pero Farlow no era un tipo normal. Lo conocía bien, sabía de los problemas que había tenido en el pasado, el tratamiento y todo eso. ¿Huir? No le parecía que fuera la respuesta acertada. Venganza, eso sí. «¿Cómo no lo he pensado antes?», se dijo, e inmediatamente se dirigió al armero. Vio el candado pero se imaginó que... En efecto, estaba forzado: faltaban granadas, munición y un casco con visor nocturno.

Pasaron quince minutos buscando por la zona y no encontraron pista alguna. El cabo se mostraba cada vez más preocupado.

—Señor, no hay nada.

—No puede ser —dijo Ackermann—, vuelvan a revisar otra vez cada metro cuadrado.

Isaías, uno de los soldados de la guardia, se acercó a las casetas de servicio. Se suponía que tenía órdenes de buscar a Farlow, pero tenía tantas ganas de orinar que no le importó saltárselas unos minutos. Salió deprisa sin lavarse las manos y al oír la voz del cabo que les llamaba para reagruparlos, se agachó para que no le vieran salir de los lavabos.

—Falta Isaías, ¿lo habéis visto?

Isaías, agazapado en cuclillas, pensó: «Maldita sea, me han pescado». Fijó su mirada en el suelo buscando una excusa para salir lo mejor posible de aquella situación y un repentino golpe de suerte le hizo resoplar con alivio.

—Cabo —gritó con todas sus fuerzas—, he encontrado huellas.

El cabo se acercó para cerciorarse.

—Buen trabajo, Isaías —le dijo.

E Isaías sacó pecho satisfecho.

Ackermann y sus tres hombres siguieron las huellas: se adentraban unos cincuenta metros y después giraban a la izquierda, en dirección a Jericó. «Sin duda, Farlow se ha ido hacia la ciudad, algo separado de la carretera para evitar ser visto por los milicianos palestinos», dedujo Ackermann.

Llegados a ese punto ordenó parar la marcha. No podían adentrarse en territorio palestino sin la autorización de sus superiores. Así que volvieron al checkpoint.

—Coronel, me temo que tenemos un problema.

—¿De qué se trata? —contestó con aspereza su superior.

—El soldado Joseph Farlow ha desaparecido.

—¿Cómo que ha desparecido? Explíquese, capitán.

—Recibió una llamada de su padre. Seguro que le comunicó lo de su hermana y su sobrina. Lo siento, coronel, se adelantó a nosotros.

—Jodidos móviles... —exclamó el coronel—. Pero será que quiere estar solo, se habrá apartado unos metros de la caseta.

—Me temo que no, coronel. Hemos encontrado sus huellas y se adentran en territorio palestino, hacia Jericó.

—Maldita sea, capitán, ¿está seguro de lo que me dice...?

—Sí, señor, y por desgracia hay algo más. —El coronel al otro lado del teléfono apretaba el auricular con fuerza conteniendo su rabia—. Ha forzado la cerradura del armero y se ha llevado dos granadas y una pistola, además de su fusil Tavor y un casco equipado con visión nocturna.

—No me joda, capitán. ¿Me está diciendo que uno de nuestros soldados, enterado de la muerte de su hermana, se ha ido hacia Jericó armado hasta los dientes?

—Sí, señor. Además Farlow es un muchacho muy especial.

—¿Qué quiere decir con eso de que es muy especial?

—Pues que es muy introvertido y —dudó si decírselo o no, pero a su superior le debía total transparencia— parece que se ha llevado una botella de tequila que guardaba en su taquilla.

—Pero ¿cómo puede tener un soldado de guardia una botella de tequila? Maldita sea, capitán, hablaremos de esto más adelante —gritó el coronel desairado.

—Sí, señor, asumo toda la responsabilidad —contestó Ackermann, siempre dispuesto a dar la cara por sus hombres.

—No hagan nada, sobre todo no se adentren en territorio palestino; eso nos podría traer más problemas. Hablaré con mis superiores en el Ministerio de Defensa. Esperen hasta nueva orden.

El enigma de Rania Roberts
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