Capítulo 7
En el otro extremo de la vía, el capitán David Ackermann, al mando de la compañía de carros de combate, miraba estupefacto a aquel palestino que acababa de saltar en medio de la calle. Tenía orden de rodear Jericó y disparar a cualquiera que les hiciera frente, pero ¿un joven casi desnudo con las manos abiertas al cielo era una amenaza?
El sudor le empapaba el cuerpo, apenas podía moverse en aquel mínimo habitáculo a treinta y cinco grados de temperatura, la sensación era como si estuviera en una sauna. Tenía medio cuerpo y la cabeza fuera, para vigilar desde la torreta los movimientos que se producían en el exterior.
—Maldita sea, ¿qué hace ese tipo ahí en medio? —preguntó en una casi imperceptible voz mientras observaba a aquel muchacho en medio de la calle frente a ellos, medio desnudo y con los brazos en alto. A continuación ordenó por la radio a los miembros de su unidad—: Seguid atentamente sus movimientos pero no disparéis.
Abdul inició un lento caminar calle arriba hacia su posición; cada paso que daba, más cerca se hallaba de una muerte no temida. Sus hermanos, incrédulos, no podían dar crédito a la escena que tenían frente a sus ojos; era Abdul, «el erudito», al que siempre provocaban para que manifestase su arrojo, y ahí estaba, desarmado y avanzando decididamente hacia aquellos tanques. Ahmed no podía permanecer allí sin actuar. Miró a Nimr, que, aunque era más joven, a la hora de razonar ejercía de hermano mayor por su carácter más sensato. En momentos de tensión siempre se repetía esa mirada del hermano mayor al menor, buscando aprobación. Sin embargo, en esta ocasión era casi un grito exigiendo que le dejara lanzarse al rescate. Nimr, que conocía bien los arrebatos de su hermano, sabía a la perfección lo que estaba planeando, así que no lo dudó: negó perentoriamente con la cabeza mirándole a los ojos. Si algún miliciano armado saltaba para rescatar a Abdul, no tendría ninguna posibilidad, todo se acabaría, las ametralladoras los acribillarían a ambos... Ahmed, maldiciendo por la tácita desaprobación, apartó la vista de su hermano y escupió al suelo.
Abdul tenía entonces diecisiete años y ahí estaba, caminando sereno, con el aplomo de un gran elefante seguro en su territorio, seguido por su manada. Era cierto en parte: aquel era su territorio, había corrido cientos de veces por aquella calle, pero su manada era su sombra; sin embargo, también se mostraba seguro, caminando hacia una posible muerte.
En muy poco tiempo se transmitió el mensaje de casa en casa: Abdul, el hijo de los Sid Alam, se dirigía hacia los tanques. Todos se sorprendieron, lo consideraban un chico introvertido, poco dado a la violencia, muy diferente a sus hermanos, los milicianos, y al resto de jóvenes de la localidad. Cómo no, cuando a Rania y Yasmin les llegó la noticia, estaban juntas, en casa de otra amiga que vivía algo alejada del lugar donde los milicianos habían montado sus defensas. Yasmin, pese a sus temores, no pudo evitar enorgullecerse de su hermano favorito; ella siempre lo defendía cuando los otros se metían con él por su nulo interés en las armas y las cosas de la guerra. Rania solo sintió angustia. Ni lo dudó un instante: salió a la calle para acercarse al lugar en el que se producían los hechos. Se comportaba como un héroe y quizá podría salvar la vida de madre e hija, pero «¿y nosotros qué?», se preguntaba. «Si muere, mi vida se morirá con él». Sabía que era muy noble lo que hacía, tal vez hasta ella habría hecho lo mismo en su lugar, pero un egoísmo de puro amor la inundaba. Le sobrevino un intenso dolor en el pecho e invadió su mente un temor infinito.
Mientras, al otro extremo de la calle, las gotas de sudor brotaban abundantemente por la frente del capitán Ackermann. Su camisa caqui parecía gris oscura; en aquella torreta calurosa, sus neuronas combatían debatiéndose en un dilema que no podía solucionar.
Ackermann era estadounidense, hijo de padres descendientes de alemanes judíos huidos del nazismo; por su aspecto cualquiera diría que era alemán. Había llevado una vida agitada. Estudió en la academia militar norteamericana de West Point, luego dejó el ejército y se graduó en Harvard con un MBA que le llevó a trabajar en Wall Street para un gran banco de inversión llamado Goldstein Investment Bank.
Su abuelo y sus padres se aseguraron de que sus hijos y nietos nunca perdieran el orgullo de sentirse alemanes judíos. Ese linaje le proporcionó en su juventud un sólido sentimiento de pertenencia a una raza. Así que, tras una corta pero exitosa carrera en Wall Street, sintió la atracción, o quizá la obligación, de contribuir de alguna manera a la suerte de su estirpe: un buen día renunció a su carrera en el mundo financiero y se fue a vivir a Tel Aviv. En su banco, aunque abundaban los judíos, nadie lo entendió: el objetivo era hacer dinero, no había lugar para reflexiones profundas ni sentimentalismos. Pero él, aunque destacaba como uno de los mejores, no era como la mayoría de ellos, movidos por el dinero y la avaricia, sino un tipo con principios y comprometido con sus creencias.
Su formación en la academia militar le permitió alistarse en el ejército israelí y ascender en poco tiempo. Había estado ya en misiones de combate pero nunca ante una situación como esa. Raramente ves al enemigo; sin embargo, en esta ocasión allí tenía a ese chico desarmado, con los brazos en alto; si ordenaba disparar, sería una atrocidad, un asesinato ante su conciencia. Y si le permitía avanzar, no dejaba de preguntarse qué intenciones tenía: ¿por qué se dirigía con paso firme hacia una muerte más que probable? Obviamente no llevaba armas, pero ¿qué tramaba?
A través de su visor podía ver sus facciones nítidamente y una mirada pausada en aquellos ojos negros y profundos; todo esto le desconcertaba; pero, además... ¿por qué ese rostro relajado, como si estuviese contemplando un bello paisaje? Algo indefinido le hacía intuir que sus intenciones no eran dañinas.
Finalmente se dirigió de nuevo a sus hombres.
—Habla Ackermann; disparad ante cualquier movimiento sospechoso.
—Recibido, capitán —contestó un impaciente soldado desde el carro de combate más cercano a Abdul.
Este prosiguió su sosegada marcha hasta que llegó a la altura de la casa de los Al Suntan, a solo treinta metros de distancia de aquellas máquinas de guerra. Allí se detuvo. Seguía manteniendo los brazos y manos en alto.
Los habitantes de Jericó contemplaban la escena escondidos en las viviendas de más atrás. La situación recordaba a aquella imagen que dio la vuelta al mundo del estudiante chino en la plaza de Tiananmen. En aquella ocasión el tanque no abrió fuego ni le arrolló. Pero esto era Tierra Santa, donde lo peor siempre podía ocurrir.
Él rogaba que no dispararan, su corazón latía a gritos; temía por la vida de la madre y la hija amenazadas, no por la suya. Si algo le pasaba, moriría como un mártir, como los mártires de los versos coránicos que tanto estudiaba; eso significaba la purificación, el paraíso, lo más grande.
Bajo su aspecto sosegado se escondía un estado de gran tensión. Había llegado junto a la casa de Khalid y se hallaba ante su puerta. Meditó sobre la conveniencia de entrar y sacarlas, pero era demasiado arriesgado, los soldados de los tanques podían pensar que iba a buscar algún arma y, ante la duda, lo matarían; o quién sabe, peor aún: volarían la vivienda y todos morirían.
Dudó unos instantes y finalmente gritó con todas sus fuerzas:
—¡Por Alá y los profetas, Halima, mujer de Khalid, salid con vuestra hija Samar con las manos en alto; soy Abdul, el hijo de Alí Sid Alam, no tengáis miedo!
En un primer momento Halima, aterrada en su vivienda, no reaccionó.
Un silencio afilado como la hoja de un cuchillo invadió la escena durante unos segundos. Hasta que el insoportable crujido de la torreta del segundo tanque en formación rompió ese falso sosiego. En lo más alto de ella, un soldado con el dedo en el gatillo de su ametralladora apuntaba a la cabeza de Abdul. Como el resto de hombres, no había entendido los gritos en árabe de Abdul, pero pensó que se trataba de una trampa. En cualquier momento algún miliciano saldría de la casa y les dispararía con un lanzamisiles.
—Capitán —habló por el transmisor de la radio que llevaba integrado en el casco—, el palestino está gritando algo en árabe mirando a la casa de su derecha. Seguro que se trata de milicianos, pido autorización para disparar.
El capitán Ackermann, que, como todos, había visto lo ocurrido, no sabía realmente qué hacer. ¿Por qué ese joven se plantaba casi enfrente de ellos indefenso? ¿Sería una treta para atacarles? Podía ordenar disparar, pero ¿contra una persona indefensa? Eso iba en contra de sus principios. Por otra parte, al no hacerlo quizá estaba poniendo en peligro la integridad de sus hombres. Tras una ardua reflexión, dijo finalmente:
—Alto. No disparen hasta que no haya una situación de amenaza real.
—OK —contestó resignado el soldado, que difícilmente podía aguantar la tensión.
Trescientos metros más atrás, Rania se moría por dentro, seguía la tensa escena sin poder hablar. Yasmin la abrazaba con toda su fuerza. No entendía nada, odiaba la violencia, ella solo sabía que amaba a aquel chico que estaba allí, delante de esos tanques flirteando con la muerte. Era desesperante.
De pronto el ruido de la puerta de la última casa reclamó la atención de todos.
Alguien se escondía allí, la amenaza crecía. El capitán Ackermann ya no podía aguantar más, se disponía a ordenar disparar cuando... le pareció escuchar... ¿Qué era eso? El llanto de una niña. Dejó pasar una fracción de segundo y vio aparecer a la desesperada madre con su hija en brazos, que se dirigían al encuentro del joven palestino.
El capitán suspiró y se dirigió a sus hombres con presteza:
—No disparen, es solo una madre con su hija. —Y pensó: «Dios mío, qué cerca he estado de ordenar acribillar a una indefensa mujer y a su pequeña».
El resto de los soldados de la unidad también respiraron aliviados; la mayoría estaba haciendo su servicio militar y ninguno tenía grandes ansias de combate, habían pasado tanto miedo como todos los allí presentes.
Ackermann reflexionó: «Pero ¿qué fuerza interior podía llevar a aquel muchacho palestino a dirigirse hacia ellos desarmado, casi desnudo, para ayudar a aquella madre?». Pensó que se trataba de un verdadero héroe.
Abdul cogió en brazos a la pequeña Samar y la mano de su madre y juntos caminaron de vuelta hasta la zona en la que se encontraban los milicianos. Los primeros en abalanzarse sobre ellos fueron sus hermanos Ahmed y Nimr, que les ayudaron a saltar la pequeña barricada que habían construido. A continuación se echó encima de ellos Khalid, que, llorando, abrazaba a su esposa y a su hija al mismo tiempo.
Las mujeres, emitiendo el zaghareet, grito típico árabe que hacen modulando el aire con la lengua, celebraban su llegada. Algún miliciano disparó imprudentemente su arma al cielo en señal de triunfo.
Rania se abrió paso entre la muchedumbre y se acercó a Abdul muy decidida; él estaba todavía vestido tan solo con su ropa interior, pero eso no la amilanó. Nada más llegar a su lado, le abofeteó en la mejilla y le gritó:
—Abdul Sid Alam, te odio. —Al tiempo que le abrazaba con todas sus fuerzas.
Sus pieles se rozaron por primera vez. Abdul se ruborizó. El tiempo se detuvo bruscamente. En medio del bullicio todo fue silencio para ambos. La piel sudada de Abdul la envolvía con ternura. Su corazón parecía que iba a estallar en su frágil cuerpo. Todos los presentes se quedaron atónitos, por lo que habían visto y por lo que habían oído. Rania, que no era consciente de estar rodeada por medio pueblo, solo pedía una cosa: que él sintiera lo mismo que estaba experimentando ella.
Yasmin, que seguía sus pasos, la apartó de Abdul, ante la asombrada mirada de los vecinos.
—Están todos observándote: no te puedes comportar así en público —le susurró al oído.
Rania no contestó nada; era consciente de que su comportamiento no había sido el correcto, pero no le importaba mucho. Solo le importaba él.
Aquella calurosa noche de verano, dos años atrás, cuando los carros de combate se retiraron, la familia Sid Alam celebró la valentía de su tercer hijo, Abdul. Nunca más nadie en Jericó dudó de su valor; al contrario, se convirtió en el héroe de la ciudad.
Al anochecer, ya en su habitación, revivió lo ocurrido. Se sentía exhausto por la tensión pasada, pero satisfecho. Por su mente vio pasar de nuevo cada momento vivido. Él mismo se asombró de su serenidad. No le alteraba pensar en los tanques situados frente a él ni recordar los cañones de las ametralladoras apuntándole tan cerca; tan solo una cosa le inquietaba y aturdía: el abrazo de Rania. Desde ese día ya nunca pudo dejar de pensar en ella.
Unas casas más allá, Rania, en su cama, tumbada en su delgado y viejo colchón, no podía dormir. Todavía podía oler el cuerpo de él y sentía una gran emoción, sentía mucha vida, sentía como nunca antes lo había hecho. Y se preguntó: «¿Será por culpa de su piel?».