Capítulo 98

Una vez se había identificado al asesino y resuelto el móvil del crimen, la mayoría de agentes se concentraba en localizarlo; ese era el gran premio y dejaban el seguimiento de ciertas pistas anteriores de lado. Charly Curtis no obraba así, poseía ese instinto y paciencia que caracterizan a los buenos investigadores. Quizá fue eso lo que le llevó a llamar al laboratorio para interesarse por el segundo archivo encriptado del ordenador de El Ácido. Los chicos del laboratorio ya lo habían desbloqueado y ante su requerimiento no tardaron en hacérselo llegar.

Cuando lo escuchó quedó desconcertado.

—Heather, ¿estás todavía aquí?

—Sí —contestó ella desde su mesa.

—Sube un momento, hay algo que quiero que escuches.

Minutos después, Heather, vigorosa pese a que las agujas del reloj marcaban ya las once de la noche, apareció frente a él.

—¿Qué tienes?

—Es sobre el sádico ese. Escucha esto. —Charly seleccionó «play» con el cursor.

Era una conversación entre dos mujeres. La voz de una de ellas se escuchaba muy débil, como lejana; aquello no tendría nada de particular si no fuera porque...

—Pero ¿en qué hablan? —preguntó algo confusa.

—Creo que es árabe —contestó Charly llevándose la mano a la barbilla, y añadió—: Es el segundo archivo encriptado que encontramos en el ordenador del tipo ese. Lo he enviado a los chicos del laboratorio para que lo traduzcan y revisen sus propiedades, pero parece que son idénticas a la grabación de la conversación del móvil de Debra.

—Qué extraño, una conversación en árabe en un archivo recibido en el email de esa bestia. Bueno, hasta que no sepamos quiénes y de qué están hablando... En cualquier caso, bien hecho. —Dudó un momento—. Se me ocurre algo.

De inmediato sacó su móvil y marcó un número de llamadas anteriores. Al otro lado del teléfono sonó una voz cansada.

—Sí, dime.

—Disculpa, David, ¿estabas durmiendo?

—Da igual, ¿qué hay?

—Me dijiste que aprendiste algo de árabe en tu etapa en Israel, ¿no?

—Sí, un poco, ¿por qué?

—Escucha esto. —Heather hizo una señal a Charly para que reprodujera el archivo y acercó su móvil al altavoz de la pantalla del ordenador. Este siguió sus instrucciones.

En cuanto empezó a escuchar la grabación, Ackermann se incorporó en la cama; no tenía ninguna duda de que una de las voces pertenecía a Rania hablando en árabe. Lo hacía con una mujer cuya voz le llevaba a pensar que tenía ya cierta edad. Después entraba en la conversación otra más fresca, también de mujer. Rania le contaba sobre la ciudad y cómo se encontraba, la llamaba por su nombre: Yasmin. Entendió perfectamente cómo se decían que se echaban mucho de menos, parecía una íntima amiga. Finalmente volvía de nuevo la primera voz, a la que al despedirse llamó «mamá».

Al momento se preguntó: pero ¿de dónde había sacado Heather esa grabación de Rania hablando con su familia? ¿Habrían averiguado algo sobre su pasado? Enseguida escuchó la voz de Heather:

—David, ¿has entendido algo?

Ackermann por un momento dudó, pero no quiso desvelar nada. Temía que el FBI estuviera investigando sobre el pasado de Rania y sentía que debía protegerla, así que contestó:

—No, no se oye muy bien. Pero ¿de dónde habéis encontrado esa grabación?

—Me la ha mostrado Charly, pertenece al segundo archivo encriptado que recibió por email ese Guzmán; lo encontramos en la bandeja de entrada de su correo electrónico y parece que tiene las mismas propiedades que el archivo que contenía la conversación de Debra con Rania. Ya lo hemos enviado al laboratorio para que nos lo traduzcan; siento haberte molestado, pensé que quizá lo entenderías.

—OK, pues ya ves que no. Bueno, ya me diréis algo. —Y Ackermann colgó sin más.

Heather se sorprendió por lo bruscamente que él finalizó la llamada, pero no le dio mayor importancia; seguro que estaba cansado tras todo lo ocurrido durante los últimos días.

Ackermann se quedó mirando a un punto fijo en la pared de enfrente. Sus pensamientos se intensificaron, sentía las neuronas intentando reconstruir aceleradamente: Si Guzmán había recibido un primer email con un archivo de sonido con la conversación entre Debra y Rania y el segundo email incluía otra grabación —esta vez con una conversación entre Rania, su madre y una amiga—, eso quería decir que... en realidad era el móvil de Rania y no el de Debra el que había sido intervenido por los cómplices del asesino para facilitarle información sobre ella. Pero ¿por qué y quién querría espiar a Rania? No tenía ni idea, pero lo que era un hecho era que por la primera conversación el sicario sabía que Rania iría en el Ferrari con su amiga y Max. Si estaba en lo cierto, el verdadero objetivo del asesino quizá no era Debra, sino Rania. Por eso el asesino no mató al instante a Debra en la casa: estaba esperando a su verdadera víctima.

En cuestión de segundos desconectó el catéter que le atravesaba una vena del antebrazo y se puso en pie. Sintió un ligero mareo, por lo que esperó un momento con el brazo apoyado en la pared y en cuanto notó que remitía, sacó de un estrecho armario sus jeans y se los puso a la pata coja. Salió a toda prisa de su habitación del Mount Sinai con la camiseta a medio poner. La enfermera, que estaba a punto de acabar su turno, le gritó:

—¡Eh, alto! ¿Adónde va?

Ackermann no hizo caso, siguió corriendo en dirección a la escalera. Bajó de dos en dos los escalones de los cuatro pisos y pasó como un rayo por delante de la recepción del hospital. Paró el primer taxi que se cruzó y le gritó desde el otro lado de la mampara de cristal divisoria: «¡Vamos al 268 de la Calle 11! Si llegas rápido te pago cincuenta pavos». El taxista, de religión sikh, aceleró bruscamente sin siquiera contestarle: cincuenta dólares era mucho dinero para una carrera.

David seguía reflexionando a tanta velocidad como a la que aquel exótico taxista tomaba Lexington Avenue rumbo al sur. «Quizá tras fallar en el primer intento decidió ir a buscarla a su apartamento, pero se encontró a Debra y disfrutó sádicamente con ella hasta que la dejó colgada esperando que llegara Rania».

Si sus deducciones eran correctas, Rania se hallaba en serio peligro mientras ese sádico estuviera suelto. Quedaban muchas preguntas por responder: ¿por qué aquella bestia quería matarla? Si en el primer intento lo arregló todo para que pareciese un accidente, ¿por qué luego no le importó asaltar salvajemente a Debra y esperar a sangre fría a Rania para asesinarlas? ¿Qué tipos daban soporte a Guzmán con capacidad para intervenir llamadas de un móvil?

Aunque el entusiasmado taxista, lanzado a su destino como en un eslalon gigante, esquivando vehículos en zigzag, atravesó veloz semáforos en ámbar y hasta alguno en rojo, a Ackermann el trayecto le pareció que duraba una eternidad. Cuando finalmente llegaron a casa de Rania, sacó atropelladamente de su cartera de piel negra los cincuenta pavos prometidos y se los entregó al conductor; fue entonces, al introducir la mano de nuevo en el bolsillo de sus jeans para guardar de vuelta la cartera, cuando comprobó tocándose con las manos en los otros bolsillos que no llevaba el móvil; con las prisas se lo había dejado en el hospital. Salió del taxi. Al hacerlo sintió un pinchazo seguido de un dolor agudo en el costado; dos de los diez puntos que le habían cosido horas antes en el hospital se le habían saltado con el movimiento y ya estaba manchando la camiseta de rojo por la sangre que derramaba.

Por desgracia, aquel lugar le era muy familiar: hacía tan solo un día había estado allí con la misma urgencia. Subió los escalones de piedra y entró en el rellano del vestíbulo. Se acercó a la puerta de la vivienda de Debra y Rania. Al hacer el gesto para coger su arma se dio cuenta de que iba desarmado —se la habían retenido al ingresar en el hospital—, pero aquello no frenó su determinación. Ante su sorpresa la puerta estaba abierta. Entró sigilosamente y revisó primero la cocina, que estaba vacía; después el salón, tampoco había nadie; entonces se acercó a una de las habitaciones, abrió la puerta y todo estaba en calma. Observó las fotos sobre la cómoda plateada en las que aparecían Debra y Max; obviamente aquella no era la habitación de Rania. Salió hacia el pasillo y por fin se acercó a la otra puerta, también cerrada. Se colocó tras ella; gotas de sudor le recorrían la piel y las pulsaciones se le habían disparado, estaba en un momento de máxima tensión. Giró el pomo de la puerta con fuerza, venciendo muy fácilmente su resistencia, y entró rápido, pero, ante su sorpresa, estaba vacía y la cama deshecha. Solo podía percibir el aroma a cierto perfume de mujer.

Abandonó el apartamento. Al llegar al rellano, escuchó cómo se abría una puerta detrás de él; se alarmó un tanto hasta que pudo ver a la amable señora, que le dijo:

—Perdone, caballero, ¿busca a la chica que vive ahí?

—Sí, soy detective privado y trabajo en el caso.

—Encantada de conocerle —saludó educadamente—. Yo soy Hellen, su vecina. Se marchó hace una media hora, iba acompañada por un hombre, algo más bajo que ella, tenía... —la mujer dudó instante— la cara marcada por esa enfermedad que decolora la piel.

—¿Se fijó hacia dónde fueron? —preguntó Ackermann dominado por la angustia.

—Vi por la ventana que se subían a una camioneta roja. Me extrañó porque aquel hombre tenía muy mal aspecto y además andaban muy juntos, como si la fuera empujando; me asusté un poco, de hecho dudaba si avisar a la Policía.

«Si la ha raptado ese sádico, solo se me ocurre un sitio donde la ha podido llevar», pensó.

—¿Me permite que use su teléfono?

—Hágalo, por favor.

Ackermann fue a marcar el móvil de Heather pero... no se lo sabía de memoria. Entonces optó por el 911.

—Escuche esto, operadora, es muy importante. Mi nombre es David Ackermann, soy investigador privado; tienen que localizar a la agente del FBI Heather Brooks, está adscrita a la oficina de Manhattan en Nueva York; dígale que le he llamado y que me dirijo al sótano del Meatpacking District... —Precipitadamente colgó el teléfono y salió apresurado de la vivienda de la señora Hellen.

Ranjiv, el taxista que había llevado a Ackermann hasta allí, estimulado por los cincuenta dólares de su última carrera, había decidido comprarse un sándwich en el deli de la esquina de la Calle 11 con Bleecker Street. Traía la boca llena cuando vio salir al detective del portal en el que le había dejado hacía unos minutos.

—¿Dónde vamos ahora, jefe? —le abordó.

—A la 540 Oeste con la Calle 18. ¡A toda prisa!

El enigma de Rania Roberts
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