Capítulo 11
Treinta y tres minutos antes, Abdul Sid Alam cerró los ojos, gritó «¡Alá es grande!», y accionó el detonador. No lo pudo evitar; su último pensamiento fue para ella, su amada Rania.
Se inmoló en el autobús de la línea 17 de Jerusalén. Llevaba un cinturón de explosivos de cinco kilos de peso adosado al cuerpo. La explosión tuvo lugar a la una de la tarde, exactamente cuando el vehículo se paró junto a la puerta del mercado de Mahane-Yehuda de Jerusalén.
Por tratarse de una hora punta el lugar estaba abarrotado de gente que hacía sus últimas compras de provisiones porque era viernes y pocas horas después comenzaba el Sabbat, cuando los judíos se recluyen hasta «la salida de las estrellas del sábado».
Era por tanto el día y la hora de la semana en la que el mercado se encontraba más concurrido. Gente feliz; unos por acercarse la fiesta semanal para la meditación y oración a Dios, comprando ingredientes para cocinar en sus casas en familia los platos típicos y el pan hecho por las mujeres, la halá; los tenderos árabes porque aprovechaban el día para aumentar las ventas de la semana y los turistas por el deleite de aquel espectáculo de colores en el que competían frutas, pasteles, verduras, semillas u olivas en una soberbia eclosión de aromas y sensaciones.
Joshua, María, Jacobo, Frank, Mohammed, Judith, John, Imad... todos alentaban ilusiones, planes, vivencias, algunos noticias e incluso sorpresas para ese día, pero todo se les fue en aquel instante; o quizá todo se lo llevaron consigo.
El resultado fue una espantosa masacre: doce personas murieron en el momento de la detonación y hubo más de cien heridos. Frutas y restos humanos se mezclaron en un escenario dantesco.
Tras la explosión, el terrible silencio, roto solo por llantos y gemidos. Los primeros supervivientes auxiliando como podían a los heridos. Y el olor a carne humana quemada. Personas destrozadas en el suelo sin poder moverse, levantando en silencio una mano, todavía en estado de shock; otros que aún se mantenían en pie sangraban por los oídos, andaban desorientados sin saber adónde dirigirse; las primeras sirenas de ambulancias y policías sonaban todavía a lo lejos. En las otras alas del mercado de Mahane-Yehuda la gente corría despavorida, no podían ver lo que había pasado pero todos habían escuchado el estruendo de la explosión. Sabían que se trataba de una bomba, aquello era Jerusalén. Muchos tenderetes distantes cientos de metros se habían caído por el efecto de la onda expansiva. Había cristales rotos por todas partes.
Una madre en el suelo abrazaba a una de sus pequeñas gemelas bañadas en sangre, sin ser todavía consciente de que la otra se encontraba a un metro de distancia muerta. Algo más allá, un joven árabe que trabajaba como recadero se retorcía de dolor en el suelo; nunca volvería a serlo, le faltaban las dos piernas. Junto a la tienda de pasteles donde se congregaban siempre más clientes haciendo cola yacían tres cuerpos, todos muertos; uno de ellos llevaba una moderna cámara de fotos todavía colgando en bandolera, se trataba de un turista.
Y el autobús no era más que un esqueleto de hierro fundido con fragmentos de cuerpos y extremidades desprendidas por todos lados; algunos de sus ocupantes permanecían sentados, carbonizados pero firmes en sus asientos, como desafiando a una muerte en la que ya estaban inmersos.