Capítulo 79

Los jefes de Guzmán el Ácido le indicaron el protocolo que debía seguir en su estancia en Nueva York: siempre que le encargaran un trabajo, tras realizarlo debía abandonar su refugio e instalarse en un diminuto estudio situado en el Lower East Side propiedad del cártel. Debía pasar allí algunos días y después acercarse a su sótano con cuidado. Eso de tener que cambiar de vivienda a él no le gustaba en absoluto; en sus tierras, antes y después de sus crímenes siempre volvía a dormir tranquilamente a su casa. Llevaba ya dos días encerrado en ese apartamento pero no estaba cómodo, prefería el sótano. Pasaba el tiempo bebiendo caballitos de tequila y escuchando a los Tigres del Norte, un grupo de música mexicana norteña de enorme éxito y por el cual sentía devoción. Sabía que por prudencia todavía tenía que permanecer allí unos días más. Al ver en las noticias la repercusión de la muerte de Max y el revuelo que se había producido se sentía importante, siempre le ocurría cuando sus crímenes trascendían.

Disfrutaba tanto cometiéndolos como recordándolos, por lo que no tardaron mucho en venirle a la cabeza los sucesos de Tijuana, como le gustaba llamar a aquel episodio del pasado. Le habían encargado que se deshiciera de un pequeño traficante que había osado hacer alguna operación por su cuenta, al margen del cártel al que pertenecía. Con una cuadrilla de cuatro compañeros, entraron armados en un elegante restaurante, que por tratarse de un domingo al mediodía estaba repleto de familias con sus hijos. Al verlos, la gente empezó a gritar y a esconderse debajo de las mesas, alguno incluso sacó a los pequeños de los cochecitos y se parapetó tras ellos, como si estos fueran a servir para frenar las balas de sus armas. Los clientes de aquel lugar pensaban que se iba a producir una sangrienta balacera que mataría indiscriminadamente a muchos de ellos, por lo que, para poner algo de orden, tomó la palabra:

—Señores y señoras, quédense tranquilos. —Recordaba perfectamente cómo se dirigió a los presentes. Algunos de aquellos amedrentados comensales se atrevieron a mirar desde sus endebles escondites; al verle con su cara marcada por las manchas derivadas del vitíligo y su arma al cinto se aterrorizaron aún más—. Venimos a buscar al señor Miralles. Armando Miralles, será mejor que salga si no quiere que sangre inocente se derrame por todas partes; no sería bonito que se mezclara con la rica comida que estaban ustedes degustando —añadió entre las carcajadas de sus colegas.

El tal Miralles salió de inmediato de su escondite. Guzmán le agradeció con amables palabras su delicadeza. Se lo llevaron a un rancho situado al este de la ciudad, a unos cinco kilómetros. El ritual fue el acostumbrado para esos casos: primero le pusieron la chaqueta vaquera rociada con gasolina y la prendieron con un mechero. Tras arder unos segundos se la quitaron para arrancarle la piel y luego poco a poco lo fueron introduciendo en un gran tonel lleno de ácido para que se fuera desintegrando. En aquella ocasión alargaron más la ceremonia, reanimando varias veces al desgraciado Miralles para que fuera consciente de su propia fundición. Cuando acabó el proceso, solo quedaban de él su torso y la cabeza. Su cara estaba morada e hinchada por los golpes que le había ido propinando; sin embargo, no lo suficientemente desfigurada como para que un miembro del cártel para el que trabajaban se alarmara al verlo: aquel no era el Miralles traidor, sino un hermano suyo mayor retirado del negocio porque estaba aquejado de un cáncer incurable, que evidentemente, sabiéndose desahuciado, se había hecho pasar por su hermano para protegerlo.

Cuando Guzmán escuchó esas palabras, se enfureció como nunca. Se volvió loco. Se presentó con su banda en la casa de la familia Miralles y, sin mediar palabra, acribilló a balazos a todos los que le salieron al paso, la mayoría mujeres, niños y jóvenes parientes. Los días siguientes no cejó en su empeño hasta que dio con el auténtico Miralles. Su muerte fue indescriptible. Se las arregló para que la agonía de aquel cerdo traidor se alargara durante tres días. Pero consiguió que, pese al error inicial, su prestigio quedara intacto y el terror que provocaba en muchos oír su nombre se acrecentó.

Le encantaba recordar aquellos buenos tiempos, aunque, como buen mexicano, lo que más añoraba era la comida: los taquitos, los chilaquiles, los tamales y los huevos divorciados para desayunar... Ese destierro temporal ya le tenía muy harto, ya sentía ganas de volver a la actividad habitual. Sin embargo, todavía tenía ocasión de dejar su seña de identidad en aquella ciudad.

Eso sí, la próxima vez haría las cosas a su manera. Sería más divertido.

El enigma de Rania Roberts
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