Capítulo 40
Un rato después seguían conversando. Max y Debra parecían muy divertidos e interesados el uno en el otro, hacían buena pareja. Max tenía ese atractivo algo aniñado, con su cabello rubio estilo Robert Redford, y ella era una belleza natural no adornada por potingues ni escotes sexis. Así, vista en persona, distaba mucho de la imagen de reportera rubia agresiva que daba en la televisión. Se les veía muy cómodos juntos.
Por su parte, Heather y Checo coqueteaban sin disimulo; desde luego, Heather no era la típica niña fácil de impresionar. De hecho, Checo sentía que ella llevaba las riendas de la conversación.
Los cuatro decidieron acercarse de nuevo a la barra para pedir otra consumición cuando de pronto Max, dirigiéndose a alguien entre la multitud de los asistentes, gritó:
—¡Eh! Estamos aquí.
—Que yo sepa, no nos falta nadie —dijo Checo para que todos sonrieran.
—Es un amigo que os quiero presentar. Este es Arito —dijo Max.
A Arito le aumentaron las pulsaciones; estaba excitado, hacía tiempo que esperaba ese momento. Para alguien como él que jamás salía por las noches era todo un acontecimiento ir a una fiesta con aquellos tipos, en aquel lugar en el que jamás le habrían dejado entrar si no fuera porque le habían puesto en la lista de Max. Conocer a Checo, cuyas andanzas por Nueva York lo habían convertido en toda una leyenda viva, era muy estimulante.
Las chicas le dieron la mano educadamente.
—Hola, soy Heather.
—Y yo Debra.
Arito devolvió el saludo.
—Yo soy Arito. —Su inglés era algo justo, omitía muchas veces artículos y preposiciones. Lo suyo era amor por las matemáticas, desde niño. Una forma de vida. Se hacía querer a primera vista. Tenía cara de buena persona, con sus finas y pequeñas facciones. Estaba muy delgado y pálido; no podía ser de otra manera: siempre andaba encerrado frente a pantallas de ordenador jugando con las estadísticas, que introducía en modelos matemáticos que él mismo creaba para prever el comportamiento futuro de acciones, valores de renta fija o cualquier tipo de activo financiero. Además de sus conocimientos técnicos poseía una disciplina muy férrea, lo que lo convertía en una referencia en el ámbito de análisis financiero.
—¿Cómo has dicho? —Checo, que se había volcado sobre la barra para pedir las bebidas, no se había percatado de las presentaciones; andaba ocupado, no con las bebidas, sino con una chica metida en una minifalda de leopardo al final de la barra que le estaba provocando algunos espasmos.
—Arito, el japonés del que te hablé, el fenómeno de las matemáticas —casi le chilló Max al oído.
—No me jodas ahora con las matemáticas, tío —se inquietó Checo.
—Acércate, Arito, te presento a Checo —exclamó Max para hacerse oír, al tiempo que le tiraba del brazo para aproximarlo a Checo.
Arito, en cuanto vio que le iban a presentar a Checo, introdujo su mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó su portatarjetas. Lo tenía todo previsto. Torpemente, tiró de la primera, pero se le atascó. Y se puso más nervioso. Finalmente pudo separarla y, cogiéndola con cuidado por los extremos superiores con los dedos índice y pulgar de ambas manos, de tal manera que el oponente pudiera leer su nombre, se la acercó a Checo muy lentamente, haciendo una leve y respetuosa reverencia al modo japonés.
Checo se giró con energía con dos copas en la mano. El impacto de su codo en la nariz de Arito fue violento, tanto que se la partió.
Arito se quedó inclinado en la posición de reverencia, pero, debido a la conmoción, su tiempo de inclinación se alargó como si estuviera frente al emperador de Japón. Su camisa se empezó a teñir de rojo. Tal era la vergüenza que estaba pasando que no sentía el dolor. Ante todo no quería molestar.
Max se dio cuenta y le espetó a Checo:
—Pero qué bestia eres, vaya hostia le has dado, casi te lo cargas.
—Joder, es él, que ha agachado la cabeza.
—Coño, te estaba saludando, los japoneses siempre hacen una reverencia por respeto.
—Pues por respeto a este, creo que le he partido la nariz; que se vaya enterando de cómo las gastamos aquí. —Y ambos soltaron sin disimulo una estentórea carcajada.
—No jodas, que lo necesito para mi nuevo curro.
—Lo siento, Ito —dijo Checo con esa suave y seductora voz que solía utilizar en sus conquistas.
—No, no preocuparse, yo también encantado de conocerlo —contestó el japonés casi pidiendo disculpas, con lágrimas en los ojos del dolor y tapándose la nariz con la tarjeta para intentar frenar la hemorragia.
—No se llama Ito, se llama Arito —le dijo Max a Checo al oído.
—Ito, Arito, qué más da... ¿No ves que se está desangrando? —soltó Checo al tiempo que se quitaba la chaqueta de Hugo Boss de hilo color piedra y dejaba ver el mensaje de su camiseta: «Today is Thursday», grabado como con letra de máquina de escribir antigua—. Anda, Ito, aguanta esto. —Y le dio la chaqueta. A continuación se echó la mano derecha a la nuca por encima del hombro, agarró fuerte el cuello de la camiseta y, estirando casi de un latigazo hacia arriba, se la quitó. Su espectacular torso causó sorpresa entre los hombres cercanos y disparó la libido de las mujeres presentes.
Debra y Heather no daban crédito a lo que estaban viendo: el desolado Arito, con la nariz partida y encima apurado por no molestar, y el bestia de Checo, con el cuerpo de nadador profesional al descubierto, mientras se formaba un corro de mujeres y hombres que no se cortaban ni un pelo disparando fotos desde sus móviles. Cazar al soltero del año sin camiseta no era cualquier cosa.
—Venga, Ito, vete al baño, límpiate la sangre y ponte esta camiseta —le dijo Checo al matemático en su tono más cariñoso mientras se ponía de nuevo la chaqueta de Hugo Boss directamente sobre la piel.
Arito estaba ruborizado; por una parte le seguía sangrando la nariz abundantemente, pero aún le daba más apuro que Checo se hubiera quitado la camiseta ahí, delante de todo el mundo, y se la hubiera dado a él. Sentía que todos les estaban mirando. Quería que la tierra le tragara, pero como esa opción no era posible, caminó a toda prisa rumbo al baño.
La chica de la minifalda de leopardo del final de la barra ya se había ubicado junto a Checo y no tardó ni cinco segundos en dirigirse a él.
—¡Hey! ¿Qué pasa? ¿hoy toca exhibicionismo? —inquirió con una sonrisa.
—Exhibición la que te voy a dar a ti en privado —contestó él como un rayo acercándose a su oído para que no le oyera Heather. Enseguida se giró hacia esta última—: Sin la camiseta, solo con la chaqueta, y con este aire acondicionado tan fuerte, me está entrando frío. ¿Por qué no nos abrazamos? Un poco...
Heather no pudo menos que reír, al igual que Debra y Max, que lo habían oído.
—¿Abrazarte un poco? ¿Y quién me garantiza que no me partes la nariz a mí también?
—Tú tienes pinta de saberte defender. —No era consciente de hasta qué punto.
Todos rieron de nuevo estrepitosamente. En los clubes de Nueva York había que reír de forma estentórea, aunque no se supiera de qué.
Arito, mientras tanto, atravesó el local, causando pánico a su paso, hasta que llegó al baño y se vio en el espejo. Quedó horrorizado. La tarjeta de negocio ya estaba totalmente empapada en rojo y su camisa tenía un tremendo lamparón de sangre que llegaba a la cintura. Los cuartos con toilettes estaban ocupados, hasta que por fin se abrió una puerta y salieron dos tíos tocándose las narices sin disimulo, uno de ellos con restos de cocaína en una ceja. El segundo, al cruzarse con Arito y verle la sangre en la nariz, dijo en tono irónico:
—Joder, este cabrón se ha metido un autobús y aún quiere más. Vaya monstruo. —Y se dirigió a Arito—: Pasa, pasa, fenómeno, todo tuyo, y no te metas más pedruscos; toma, usa esto. —Y le dio un canuto hecho con un billete de veinte dólares.
Arito no entendió nada pero bajó algo más la cabeza, lanzando cuatro gotas de sangre al suelo y una al zapato del fulano; que por suerte no se dio cuenta.
Max, Checo, Heather y Debra ya parecían íntimos amigos; la tía de la minifalda de leopardo había desistido al verlos tan comunicativos. Hablaban de nada y reían mucho. Los cuatro pensaban que quizá ya tenían acompañante para la noche. Pero de pronto todos se callaron.
El regreso de Arito fue memorable. Se había metido en sus dos pequeñas fosas nasales trozos de papel higiénico y llevaba puesta la camiseta de Checo, que le llegaba casi hasta las rodillas. Con su flamante texto: «Today is Thursday».
—Qué espanto —susurró Heather.
—Joder, Ito, qué espectáculo; pareces Davy Jones, la criatura esa con cabeza de pulpo de Piratas del Caribe —espetó sin pensarlo Checo.
Y todos soltaron una carcajada.
—Pobre tío, con las ganas que tenía de salir con nosotros... llevaba toda la semana esperando el momento, vaya estreno... Será mejor que le lleve yo al hospital, vete a saber si no dónde acaba —dijo finalmente Max en tono más sereno.
—Tú eres un santo, macho, ¡el día de tu fiesta! —le dijo al oído Checo.
—Escucha, Arito, creo que es mejor que te vayas a urgencias a que te miren esa nariz —le dijo Max.
—Sí, verdad, eso ser mejor. —Y se dirigió a Checo—: Gracias por la camiseta, yo devolverla limpia pronto.
—Sí, anda, campeón, pero vete, que ya está chorreando sangre y me vas a acabar echando una gota al whisky. Y hoy no era mi intención beberme la sangre de nadie —apostilló, dirigiendo la mirada a Heather.
—Qué desastre, estar avergonzado —lamentó Arito.
—Avergonzado no, lo que estás es hecho un asco; venga, vamos —añadió Max, que a continuación se dirigió a Debra—: Lo siento, pero le voy a acompañar al hospital.
—Voy contigo —dijo Debra impulsivamente.
Max se sorprendió y se congratuló al oír aquel ofrecimiento.
—No, para nada, no te preocupes —contestó.
—Insisto, quizá necesites ayuda.
—OK, pues vamos.
Debra se dirigió a Heather.
—Voy a acompañarles.
—¿A cuál de los dos? —susurró con cierta ironía Heather.
—No seas tonta —murmuró Debra.
—Bueno, cuídate; y si necesitas algo, llámame. —Heather le dio un beso en la mejilla. Su amiga Debra siempre estaba dispuesta a ayudar a los demás, era una buena persona, y seguro que la situación le había conmovido, pero ¿acompañar al hospital a dos desconocidos? No hacían falta más deducciones: para Heather era evidente que a Debra le atraía ese tal Max.
En cuanto se quedaron solos, Heather y Checo se miraron y, sin mediar palabra, acercaron sus labios y se besaron con pasión. Poco tiempo después salieron del local.
Nandhi Shijn miraba por el retrovisor disfrutando de lo que veía. El taxímetro en marcha y los pasajeros dando espectáculo, no podía pedir más. Lo único que lamentaba era que el turbante que llevaba en la cabeza, acorde a su religión, le impedía ver algunos rincones del asiento trasero. Checo deslizó su mano sobre las piernas de Heather hasta llegar a su cintura; pese a los jeans comprobó lo dura que estaba, también su culo, y se congratuló. Heather hizo lo mismo con cada músculo de la espalda de él. Todo transcurría dentro de un orden; ellos animándose, Shijn más. Y el taxímetro ya marcaba los diez dólares. Hasta que las manos de Checo se dirigieron a los pechos de Heather, que, consciente de lo que llevaba debajo de su chaqueta, se apartó de él de inmediato y se dirigió al taxista:
—A la 83 con Ámsterdam. —Le dio al agradecido conductor su dirección sin consultar con su compañero.
Los desayunos del Hotel Mandarin, pese a costar como una comida de un buen restaurante, no eran los mejores de la ciudad, pero sí memorables por sus vistas. Debra solía desayunar lo mismo cada mañana: cualquier fruta fresca que encontrara en su nevera, yogur natural bajo en calorías con un poco de granola, zumo de pomelo y café con leche. Pero esa mañana todo era excepcional, así que pidió una omelette de dos huevos de granja con champiñones y queso suizo, acompañada de dos tiras de beicon, zumo de naranja y un café con leche.
Max no se quedó a la zaga; huevos Benedict, los típicos escalfados, acompañados de beicon canadiense y salsa holandesa, servidos entre muffins ingleses, aromatizados con trufa y las típicas patatas apropiadas para el desayuno. Sentados frente a un gran ventanal, disfrutaban de la vista, aunque sus rostros acusaban los estragos de una noche en vela. Los primeros reflejos del sol sobre los edificios de cristal empezaban a molestar. Max sacó sus gafas de sol y se las ofreció. Debra dispuso de ellas. Normalmente, a esas horas de un sábado Max estaba durmiendo en casa de alguna nueva conquista. Sin embargo, esa noche, precisamente la de su celebración por el ascenso profesional, la había pasado en vela en urgencias del Mount Sinai. El cirujano maxilofacial que atendió a Arito confirmó la fractura en el tabique nasal y recomendó realizar en los siguientes días una rápida y sencilla septoplastia. Dicha intervención permitiría que el tabique de Arito recobrara la forma y situación normales. Y sin necesidad de realizar incisiones externas en la piel. Tras los primeros auxilios y con el diagnóstico en el bolsillo, le acompañaron a su casa. ¡Menudo estreno para su nuevo director de inversiones!
Pero para Max lo más insólito de toda la jornada era que llevaba hablando con Debra horas. Le había contado su vida. De pronto interrumpió su historia y se fijó en sus ojos azules. Su mirada le transmitía sentimientos, algo extraño para él.
Debra, que había hablado muy poco durante toda la noche, intervino dulcemente:
—Es muy tarde, bueno, muy temprano. ¿Nos vamos?
—Sí, claro —contestó él.
Bajaron al lobby del hotel y pidieron un taxi. Ella abrió la puerta y se giró hacia él.
—Bueno, ha sido un placer conocerte. —Y le dio un beso en la mejilla. Max quedó mudo e inmóvil. Apenas llegó a cerrarle la puerta del taxi y vio cómo se alejaba. Empezó a caminar hacia su casa, que estaba solo a tres manzanas. «Joder... si me viera el calvo de John, toda mi reputación por los suelos...», se dijo recordando su conversación del día anterior con el dueño del Gregory.