Capítulo 34
Max llegó al Eleven Madison Park a las cinco cuarenta y cinco; quince minutos de margen serían suficientes para familiarizarse con el lugar y sentirse más seguro. Nada más entrar se le acercó la señorita del guardarropa para recoger su abrigo negro de lana y cachemira con aire naval de la última colección de Burberry. Luego se dirigió al atril situado a la derecha de la entrada en el que una belleza de largo cabello castaño y piernas esculturales le sonrió. En otras circunstancias sus maneras de seductor le habrían llevado a hacer algún comentario ingenioso en busca de una sonrisa, pero hoy la cita era demasiado seria como para distraerse, ya volvería en otra ocasión.
—¿En qué le puedo ayudar?
—¿La reserva del señor Parker?
—Por supuesto. —Kristina, que así era como se llamaba el monumento viviente, levantó la cabeza para observar con detalle quién era esta vez el comensal de Bill Parker, uno de los mejores clientes del restaurante por las generosas propinas que dejaba.
—El señor Parker todavía no ha llegado, pero si desea puede acompañarme a su mesa. Por favor —ofreció señalándole el camino.
Al ver pasar a aquella esbelta hermosura, tanto mujeres como hombres interrumpían descaradamente sus conversaciones para levantar la vista sin disimulo. Aquello era Nueva York y lo bello se miraba con desfachatez y franqueza. Todos parecían concederse una pequeña licencia, efímera, hasta que la bella se alejaba unos metros y volvían a retomar sus conversaciones. Llegaron a la parte posterior del local, donde estaba ubicada la última fila de mesas; allí giraron hacia la izquierda, hasta la esquina más cercana a Madison Avenue. La señorita le invitó a que se sentara en una de las sillas al tiempo que le advertía delicadamente:
—Al señor Parker le gusta sentarse allí. —Señaló la posición en la que los capos de la mafia gustaban de sentarse, años atrás, en los restaurantes de Little Italy, siempre con las espaldas resguardadas por la pared y con todo el local ante su vista.
Max entendió rápidamente el mensaje y se acomodó en la silla de enfrente. No le hacía mucha gracia porque quedaba de espaldas al resto del local y perdía de vista la entrada. No podría ver venir a su anfitrión. Reaccionó rápidamente.
—Señorita, es algo pronto. Preferiría tomarme un cóctel en el bar.
—Sí, claro, como guste. —Y le acompañó de nuevo a la barra situada en el lado opuesto, cerca de la entrada.
Se sentó en uno de los últimos taburetes, con visión despejada hasta la puerta principal. Esta vez fue él quien se recreó contemplando el acompasado movimiento de las caderas de aquella hermosa mujer, que se alejaba. Era intenso el sentimiento que le embargaba al observarla, pero tendría que buscar más adelante la oportunidad para intentar seducirla, en aquella ocasión no tocaba jugar. Así que pidió un zumo de arándanos con un chorrito de tequila y se entretuvo contemplando aquel excelso lugar. El Eleven Madison Park estaba ubicado en el vestíbulo del edificio, dotado de unas alturas más apropiadas para la fastuosa cena de un faraón que la de simples humanos, por mucho Hermès, Dior o Prada que llevaran sobre sus cuerpos.
Cinco minutos después se abrió la puerta de cristal y allí estaba Bill Parker. Le pareció algo más bajo de lo que aparentaba en los muchos vídeos que había visto de él. Irradiaba energía. La bella recepcionista le dio dos besos. No llevaba abrigo, solo un traje hecho a medida por el mejor sastre de la ciudad por no menos de cinco mil dólares. Max se levantó del asiento automáticamente —era la segunda vez en el día que lo hacía por su causa— y se ajustó el nudo de la corbata de Hermès azul con diminutas estrellas amarillas que estrenaba.
Acompañado por la joven, Parker se dirigió hacia él.
—Hola, Max, me alegro de verte, vamos a nuestra mesa.
—Sí, claro. —No le dio tiempo a añadir nada más.
De nuevo las conversaciones se apagaron a su paso y las miradas se alzaron, pero esta vez se dirigían a Parker y no eran de lujuria, sino de pura fascinación. Bill era demasiado conocido, demasiado rico, demasiado brillante, demasiado todo, incluso para esa vanidosa ciudad.
—¿Te apetece una copa de champán? —le propuso.
—Sí, por supuesto —contestó.
—Kristina, el especial, por favor —dijo a la hostess que les había acompañado a la mesa—. Bien, Max, eres uno de nuestros mejores traders. Tenía ganas de conocerte —añadió dirigiéndose al joven y entrando en materia sin mayor dilación.
—No, al contrario. Es un honor para mí, señor Parker.
—Mejor llámame Bill.
—Sí, señor —contestó Max como si se dirigiera al capitán de su regimiento.
Parker le observó durante unos segundos excesivamente largos, sin parpadear, en silencio. A Max el escrutinio se le hizo eterno. El boss imponía. Sus ojos grandes, con notorias pupilas negras, penetrantes, su inusitada falta de parpadeo; su canoso cabello todavía denso, perfilado de prominentes entradas intensamente doradas por el sol; las patillas bien cortadas, como mandaban los cánones en Goldstein. Max sintió una aguda tensión por este examen, que solo se relajó con la llegada del camarero.
—Señor Parker: Moët & Chandon Cuvée de 1976 —dijo mostrando una botella de aspecto exquisito.
—OK. ¿Está muy frío?
—Sí, señor Parker.
Max bajó la mirada y revisó disimuladamente las páginas de la carta.
—Mil ochocientos noventa y cinco —dijo Parker.
—¿Perdón? —musitó débilmente Max, comprendiendo que Parker había adivinado su intención.
—Mil ochocientos noventa y cinco dólares la botella. Es el mejor champán de la ciudad. Acostumbro a pedir el de 2002, que cuesta solo trescientos noventa, pero hoy es un día especial. —Y mirando al camarero, añadió—: Sírvanos el menú que elija el chef.
—Como usted diga, señor Parker —contestó educadamente el camarero que les servía ceremoniosamente con gran naturalidad.
—Iré directo al asunto, Max —inició su discurso una vez se quedaron solos—. Mira, durante los últimos años, como sabes, nos hartamos de ganar pasta intermediando con productos derivados de las hipotecas basura y tú en particular hiciste un gran trabajo; fuiste uno de los más activos en el mercado. Mientras el negocio estuvo controlado por nosotros todo fue bien, pero luego entró todo el mundo, aquello se convirtió en un gran globo con cientos de bocas insuflándole aire, hasta que estalló con todo lo que había dentro. Salieron fuegos artificiales y se extendieron por todas partes. Qué te voy a contar que no sepas ya... Pero eso ya es historia, hay que renovarse. —Su mirada penetrante y esa costumbre de no parpadear hacían que mientras Parker hablaba su comensal se sintiera en alerta permanente—. Hay que renovarse, el dinero está ahí, solo hay que salir a buscarlo, ¿me entiendes?
—Sí, señor... ¡Perdón! Bill —respondió algo inseguro Max.
—Vamos a potenciar algunos negocios. ¿Sabes algo de compras a la baja?
—Sí, claro —contestó Max.
En ese momento llegó la primera ronda de platos del menú de degustación. Una crema de puerros guisada con jugo de langosta y adornada con caviar ruso negro de Beluga. En el Eleven Madison Park el cliente elegía según su gusto qué deseaba cenar —carnes, pescados u otros platos— y su reconocido chef decidía por sí mismo cómo cocinarlos. Los gustos de Parker eran de sobra conocidos en el lugar: salmón, caviar, langosta y otras «minucias» similares, sin olvidar verduras orgánicas siempre guisadas como cremas suaves. El menú de degustación más completo costaba doscientos dólares, pero los gustos sibaritas de Parker hacían que sus menús no bajaran de los trescientos por comensal.
—Escucha, Max, vamos a crear una sociedad de inversiones, un hedge fund: STAR I. Desde ella entraremos masivamente en el negocio de posiciones cortas —reanudó su discurso Bill una vez se hubo marchado el camarero. No estaba seguro de que Max conociera al detalle ese modo de operar y comenzó a repasarlo con él—: No se trata de comprar acciones, solo de pedirlas prestadas a sus propietarios por un periodo de tiempo cerrado, tres o seis meses, a cambio de una pequeña comisión. En cuanto STAR I disponga de ellas, las vende confiando en que pierdan valor. Cuando esa bajada en su precio de cotización se produce, utiliza los fondos de la venta para recomprar la misma cantidad de acciones que tiene que devolver, pero, claro está, a un precio más barato y se queda con la diferencia. Una vez las tiene de nuevo las devuelve a su propietario y obtiene el margen entre el precio de venta y el de compra: ese es el beneficio de STAR I.
A Max, que entendía perfectamente la forma de operar, le sorprendía una cuestión. Parker explicaba esta operativa apostando a la baja como si no hubiera ningún riesgo, como si fuera tan fácil saber qué acciones iban a bajar en su cotización. Por eso preguntó:
—Pero ¿y si las acciones suben?
—Por eso hay que seleccionar muy bien los sectores sobre los que invertiremos; mejor aquellos con problemas, por ejemplo la banca, o corporaciones en países y regiones con crisis más pronunciadas donde es más previsible que las acciones bajen. Y en última instancia, si las acciones que hemos alquilado y vendido no bajan, sino que, al contrario, suben, a la fecha del vencimiento del alquiler las tendremos que recomprar más caras contra pérdidas de STAR I. Pero seguro que con el buen equipo que tendremos nos equivocaremos muy poco. —Bill hablaba muy rápido, con la intensidad que le caracterizaba—. En cualquier caso, de eso se trata: de asumir riesgos y acertar más veces que equivocarte. —Entonces se ajustó el nudo de la corbata y sentenció—: Amigo, sin riesgo no hay caviar. No te preocupes ahora por eso, Max —retomó su discurso—. En STAR I tendrás un comité de inversiones que se reunirá cada mañana y analizará las evoluciones de los mercados, los riesgos por sectores y por países. Es el comité el que propondrá en qué acciones hay que invertir y tú, como miembro de ese comité y máximo responsable de STAR I, solo tendrás que seguir sus recomendaciones y en poco tiempo te convertirás en un experto. Ya verás: es una gran oportunidad para ti. —En ese momento Parker consultó la hora en su Rolex Oyster Perpetual y se dirigió de nuevo a Max—: Disculpa, tengo una cena a las siete en el restaurante Milos con uno de nuestros colegas de la competencia. Ya sabes: «Si quieres ganarle al diablo, procura tener amigos en el infierno». —Y a continuación se puso en pie.
Max hizo lo mismo, y ya iban tres veces en el día que se levantaba bruscamente por causa de Bill Parker.
Entonces Bill le miró otra vez sin parpadear durante muchos más segundos de lo común y le tendió la mano.
—Disfruta del menú, el jefe de mi gabinete se pondrá en contacto contigo para los detalles. Piénsatelo, Max, es una gran oportunidad.
Max se quedó aturdido pero emocionado. Parker había pasado como un huracán, dando fe del frenético ritmo de vida por el que era conocido. Cambió de asiento para ocupar el que había dejado vacío y desde allí, contemplando aquel precioso lugar, por fin se relajó y sintió una gran satisfacción.