Capítulo 70

Ackermann y Heather llegaron al mismo tiempo. En la oscuridad de la noche la zona presentaba un aspecto desolador. Habían cortado el tráfico en la FDR, desde la Calle 30 hasta la 40. Un espacio de doscientos metros estaba lleno de cristales, trozos de carrocería y pedazos de gomas de llantas reventadas. Ambulancias y coches de policía con sus sirenas encendidas se hacían sitio entre las múltiples piezas deformadas por los impactos que, todavía humeantes, se esparcían por todos lados.

Al respirar el aire impregnado de ese fuerte olor mezcla de gasolina, aceite y goma quemada daba la sensación de que este se pegara en el interior de las fosas nasales. Heather, vestida de noche para la gran fiesta del año, parecía en aquel teatro del horror un personaje coloreado en una fotografía en blanco y negro. No dejó de llamar la atención de policías, bomberos, sanitarios, curiosos y, especialmente, del propio Ackermann, acostumbrado a verla cada día prácticamente sin maquillaje y embutida en jeans o pantalones oscuros.

Se acercaron a un grupo de policías encargados de impedir el acceso a la zona del accidente, situados delante de una cinta de plástico azul y blanca con las siglas NYPD extendida como cordón de seguridad. Heather les mostró su placa. De inmediato levantaron la cinta por encima de su cabeza y les abrieron paso; Ackermann, dada su estatura, se prestó a ayudarles. Los agentes, completamente ajenos al drama, ejercieron de hombres, deleitándose al ver pasar las formas de Heather bajo aquel ceñido vestido de falda corta.

—¿Quién está al mando? —preguntó ella al primer agente de policía que se encontró.

—Él —respondió señalando a un teniente de la Policía de Nueva York.

Heather se presentó:

—Hola, soy la agente especial Heather Brooks; estábamos investigando a una de las víctimas. —Señaló a su acompañante—. David Ackermann, trabaja con el FBI. ¿Nos puede informar de cómo ocurrió el accidente?

—Sí, cómo no —contestó tras observar la placa que le mostraba—. El Ferrari se dirigía en dirección norte; según el testimonio de otro conductor al que acababa de adelantar a gran velocidad, de pronto, y no sabemos todavía por qué razón, su conductor perdió bruscamente el control. El coche se golpeó con violencia contra el guardarraíl situado a su izquierda, después cruzó los tres carriles a su derecha y se proyectó contra el muro bajo de cemento que aísla la FDR. Así siguió unos cincuenta metros, durante los que fue rebotando de un lado a otro de la autovía. Hasta ese momento el accidente habría sido muy espectacular pero seguramente no habría tenido mayores consecuencias; sin embargo, tras uno de los impactos laterales el coche salió volando, lo que confirma que su velocidad era muy alta. Aterrizó en la misma FDR, pero en el sentido contrario y dando vueltas de campana. Se estampó contra un Ford y un Toyota que venían de frente y finalmente se detuvo volcado en medio del asfalto. —Hizo una breve pausa antes de terminar—. Entonces se lo llevó por delante un camión de alto tonelaje. Su conductor había advertido el accidente desde muy lejos y venía frenando, pero no pudo evitar arrollarlo.

Ackermann y Heather quedaron sorprendidos de la detallada explicación del agente. Dada su experiencia imaginaron que la versión definitiva de los peritos policiales no diferiría mucho del relato que acababan de escuchar.

—¿Podemos ver el Ferrari?

—Bueno, queda muy poco de él —dijo señalando a unos veinte metros, donde se encontraban los restos. Cuando vio que Heather se dirigía hacia ellos añadió respetuosamente—: Agente, le aviso de que lo que va a ver es espeluznante: su conductor sigue dentro destrozado, los bomberos no han logrado sacar todavía lo que queda de él.

—Gracias, teniente —contestó Heather.

Ambos siguieron adelante. Al llegar al lugar donde se hallaba el automóvil se pararon en seco al contemplar la escena. El aviso del teniente estaba más que justificado. Lo que vieron al acercarse era espantoso. El cráneo de Max estaba totalmente aplastado; su cabeza, tras recibir el brutal impacto del frontal del tráiler, apenas tendría un grosor equivalente al lomo de dos libros. Sus facciones totalmente desfiguradas. Una barra de metal, que parecía ser parte del marco de la puerta de su vehículo, le había seccionado por la mitad. Los bomberos intentaban fundir el metal para poder sacar aquel cuerpo partido en dos. Un policía les confirmó la identidad del cadáver: habían encontrado su cartera con el carné de conducir en el bolsillo interior de su chaqueta y comprobado los papeles del coche. En la autopsia procederían a hacer las pruebas de ADN para obtener una identificación definitiva.

Heather reconoció también lo que quedaba de su chaqueta y su camisa a rayas de Yves Saint Laurent, estrenada ese día: sin duda se trataba de Max. En esta ocasión no pudo disimular su profunda conmoción y se apoyó sobre el hombro de Ackermann. La visión era terrible. Hacía unos minutos había estado con él, lo había visto reír ejerciendo de perfecto anfitrión. Manejarse entre bebidas, sonrisas y bailes. Luego vino el enfado mayúsculo con Debra, y ahí estaba ahora. Su vida había terminado de esa brutal forma, en aquel frío y desolador lugar que, tras la virulencia del accidente, parecía más una zona de guerra que un cinturón de circunvalación de una gran ciudad. En ese momento un fugaz flas de una cámara digital les deslumbró. De inmediato Ackermann apartó a Heather unos metros e interrumpió sus afligidos pensamientos.

—Heather, son los de la prensa. Esto va a estar colgado en las webs de noticias en unos minutos y será portada mañana en todos los periódicos; creo que es mejor que vayas a ver a tu amiga y se lo expliques tú misma, antes de que se entere por otros.

Ella no respondió. Estaba enmudecida. En anteriores ocasiones había visto cuerpos desangrados por heridas de arma blanca o disparos, pero la imagen de Max destrozado de esa manera la había dejado sin habla, sentía náuseas.

—Heather, ¿estás bien? —le preguntó en voz más alta Ackermann.

Ella jamás permitía que en su trabajo un sentimiento se pudiera entender como una muestra de debilidad, así que hizo un esfuerzo por reponerse y dijo:

—Sí, claro, ya estoy bien. De acuerdo, iré a su casa.

—Mejor te acompaño —insistió Ackermann.

El enigma de Rania Roberts
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