Capítulo 77

Debra había pasado el día sumida en pensamientos y emociones contradictorias. Sentía intacto su amor por Max y su pérdida la vivía como un vacío insalvable. Un pozo al que se asomaba constantemente para comprobar que su interior estaba inmerso en una oscuridad profunda. Por otra parte estaba afligida por la traición en la fiesta y la posterior discusión; recordaba a Max desesperado diciéndole que él no era culpable de lo sucedido, que esa chica le había besado de súbito sin poder impedirlo. Pero para ella el mero hecho de que se refugiara en un lavabo de señoras con aquellas dos descaradas y su amigo Checo ya era una falta de respeto hacia su persona. «¿Qué hombre enamorado lo haría?», se preguntaba. La periodista, quizá por su juventud, era algo ingenua. Es cierto que un hombre enamorado difícilmente habría entrado en ese lugar con dos jóvenes embriagadas de sexo y lujuria, pero también lo era que en Manhattan, en medio de una gran fiesta, con abundante alcohol y bulla, no era tan extraño que hubiese ocurrido. Lo que sí resultaba una imprudencia era haberlo hecho en el lavabo de mujeres, estando su novia en la fiesta.

Eran momentos de amargura para Debra porque, por más que quisiera, no podía evitar ver esa última escena. Su corazón habría sufrido mucho más si hubiera muerto sin conocer su comportamiento liviano, habría recordado a Max como un ser maravilloso que siempre la adoró; ahora era distinto y lo sería para siempre. Se encontraba en un desierto de desolación, sentada en la pequeña butaca del salón, con sus pensamientos y un té de hierbabuena que Rania le había preparado para que lo saboreara mientras ella se duchaba. Habían decidido preparar una cena casera y tomarla juntas. Lo último que le apetecía a Debra era salir a la calle. Entonces sonó el timbre.

Al oír sus pasos, Heather, desde el otro lado de la puerta, exclamó como siempre: «Soy yo». Debra abrió y se sorprendió, tanto por ver que venía acompañada por un hombre como por su impecable aspecto. Heather, al percatarse, mostró una sonrisa y negó con la cabeza. Ese era el gesto que pactaron años atrás en la universidad para avisarse de cuando una estaba interesada en algún chico y «no se podía tocar». Debra la entendió perfectamente y le sonrió; la verdad era que no estaba ella en esos momentos como para interesarse por alguien.

—Te presento a David Ackermann, estamos trabajando juntos en un caso.

—Sí, me lo mencionaste. —Debra se acordó de inmediato de la descripción física que había hecho de él—. Pasad y sentaos —dijo señalándoles el sofá del salón. Ella ocupó la pequeña butaca blanca donde se había recogido muchas de las últimas horas, sin duda las más tristes de su joven vida. Acostumbrada por su profesión de periodista a observar con atención todo lo que la rodeaba, en segundos configuró mentalmente un retrato de Ackermann. La tez tostada, su imponente figura atlética y el liso cabello rubio le conferían aspecto como de surfista californiano. Sin embargo, el cuidado corte de pelo, raso por encima de las orejas y sienes, le daba un aire actual, ajeno a los reglamentarios rizos de los jóvenes locos por las olas y las tablas del oeste del país. Ahora se llevaba ese corte que él esgrimía desde los tiempos de la academia militar. Sin duda su amiga Heather debía de sentirse atraída por aquel tipo, era realmente muy atractivo—. ¿Queréis tomar algo? —preguntó a sus inesperados invitados.

—¿Estás sola? —inquirió a su vez Heather sin disimular cierta tensión.

—No, ella está arreglándose en el baño —contestó refiriéndose a Rania.

No había mucho tiempo que perder, así que Heather inició su explicación. Por su profesión estaba entrenada y acostumbrada a mantener conversaciones difíciles con otras personas, a veces sumidas en una tragedia, pero hacerlo con su amiga no era lo mismo, le producía incomodidad.

—Parece ser que el accidente de Max fue provocado —espetó sin más, propinándole un aldabonazo a la ya torturada sensibilidad de Debra.

—¿Cómo? —apenas balbuceó esta.

—Hay irrefutables pruebas de que alguien manipuló su Ferrari para provocar que perdiera el control.

Debra se quedó boquiabierta, no podía creer lo que estaba oyendo.

—Pero ¿qué me dices? ¿Por qué alguien iba a querer hacer eso? —se preguntó en voz alta al tiempo que, nerviosa, se bebía de un trago la taza de té.

—No lo sabemos, por eso necesitamos hablar contigo, hacerte algunas preguntas.

De pronto, la entrada de Rania interrumpió la charla; con el pelo recogido y una larga coleta, vestía unos jeans algo gastados y ajustados que solo usaba en casa, con una camiseta blanca y unas sandalias de playa.

—Disculpad, no sabía que... —Lo que sus ojos le mostraron le impidió acabar la frase. «¡No es posible!», se dijo. El oficial del ejército israelí que un día no muy lejano le salvó la vida arrancándola de aquel descampado donde el más terrible horror se había cebado en ella estaba allí, tranquilamente sentado junto a su amiga. No podía ser verdad. El corazón comenzó a palpitarle furiosamente, sentía sus latidos batiendo a lo largo de todo su cuerpo.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó Debra, sorprendida ante su reacción.

Ackermann, por su parte, también la reconoció de inmediato; era la chica que había visto en la foto del funeral de Max acompañando a Debra... y que su excelente memoria fue incapaz entonces de asociar con la indefensa joven, arrojada sobre un suelo árido, semidesnuda y bañada en un charco de sangre, que él mismo rescató de aquel descampado de Jericó y de la muerte. Ahora, al encontrársela frente a él y pese a que su aspecto había cambiado mucho, no dudó en identificarla; ahí estaba, transformada en una bellísima mujer.

Durante unos segundos se hizo un silencio extraño, como si los recuerdos sobrevenidos del lejano Jericó se adueñaran del espacio y ralentizaran el paso del tiempo.

Rania, perturbada, se sentó junto a Debra.

—¿Quieres un poco de té? —le ofreció amablemente su compañera.

—No, gracias. —Estaba confusa, no podía pensar con claridad. Era incapaz de afrontar aquella situación. Jamás pensó que fuese a encontrarse allí en Nueva York con alguien de ese pasado que tanto le había costado superar. No estaba preparada para hacerlo. Lo primero que le vino a la mente fue que no quería estar allí ni un segundo más, así que se levantó abruptamente y dijo—:

—Perdonad, pero tengo que comprar algo para la cena de esta noche. Si me disculpáis... —Cogió su cazadora sport de piel negra que estaba colgada detrás de la puerta principal de la entrada del apartamento y se marchó.

—¿Le pasa algo? —preguntó Heather a Debra.

—No, que yo sepa —contestó esta sorprendida por la reacción de su amiga y por el hecho de que saliera a la calle con aquellas sandalias y jeans que normalmente usaba para ir por casa. Aunque su estado de desolación apenas le impidió reparar en la reacción de Rania.

Ackermann se levantó de su asiento. Tuvo sentimientos encontrados. Entendía que aquella chica se sintiera muy mal al encontrárselo repentinamente sentado en el salón de su apartamento, seguro que le traía los peores recuerdos y que él era la última persona con la que habría deseado cruzarse. Él mismo estaba en estado de shock, pero, por otra parte, volvió a sentir la magia de la atracción, al igual que le ocurriera en el hospital de Jerusalén. No lo había sentido por ninguna mujer pese a las muchas que se le acercaban. Era sorprendente, porque no sabía nada de ella, ni tan siquiera había tenido una conversación corriente, y, sin embargo, ahí estaba la insolencia de la seducción, como siempre imponiendo cuándo llegar o cuándo decidía irse.

Heather miró sorprendida a Ackermann; él ni se había dado cuenta de que al ver a Rania se había puesto en pie inconscientemente y estaba en medio de la habitación como queriendo acompañar su estela. Aquella extraña reacción de su compañero no pasó desapercibida a la agente especial Brooks.

El enigma de Rania Roberts
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