Capítulo 90

Rania llegó a las representativas escaleras de piedra del 268 Oeste de la Calle 11 que daban acceso a la antigua mansión del siglo XIX, hoy reconvertida en un edificio de apartamentos. Era algo tarde; se había retrasado en las oficinas de la CNN ordenando papeles y revisando mensajes tras el ajetreo de los últimos días. Subió los escalones con agilidad. Entró en el vestíbulo de suelo enmoquetado con cenefa a juego y decorado con una mesa baja con un jarrón de cristal y flores de papel de adorno y giró a la izquierda por un pasillo interior para dirigirse hacia la puerta de su apartamento, tan solo unos metros más allá. Estaba situado en el primer nivel, a poca altura de la calle. Abrió la puerta de la vivienda y, al entrar, como casi siempre hacían las dos, dijo en voz alta:

—Debra, ya estoy aquí.

Obtuvo el silencio por respuesta.

La vivienda constaba de un pequeño recibidor, con una puerta a la derecha que daba paso a la cocina y de frente un marco abierto en la pared por el que se entraba al coqueto y luminoso salón, con dos grandes ventanales a la calle. Desde este se llegaba a las dos habitaciones de la vivienda, cada una con su respectivo baño incorporado. En total, unos ochenta y cinco metros cuadrados.

Desde el mismo vestíbulo Rania pudo comprobar sin necesidad de entrar que Debra no estaba en el salón. Esa circunstancia, unida al hecho de que no obtuvo respuesta a su saludo, le hizo concluir que su compañera debía de estar en el baño porque había abandonado las oficinas de los estudios antes que ella.

La puerta que daba acceso desde el recibidor a la cocina estaba entreabierta y la luz encendida, así que por instinto decidió dirigirse a ella.

Heather conducía su Mini Cooper negro a gran velocidad, pasando por huecos imposibles entre coches e inventándolos donde no los había. Ackermann, sorprendido por la destreza de su colega, alcanzó a gritar:

—Pero tú... ¿dónde has aprendido a conducir? —exclamó, al tiempo que con su brazo derecho fuera de la ventanilla sostenía sobre el techo a cuadros del vehículo una sirena portátil que lanzaba destellos azules y sonidos estridentes indiscriminadamente.

Al llegar al cruce con la Octava Avenida, un taxi frenó bruscamente delante de ellos. Heather, con gran habilidad, dio un golpe de volante al tiempo que frenaba para evitar la colisión. El Mini se desplazó lateralmente pasando al otro lado de la línea discontinua que separaba los carriles de la dirección contraria, hasta que se quedó parado en medio de una de sus tres líneas y en posición atravesada. Ackermann observó, esta vez espantado, cómo un Cadillac negro parecía que iba a empotrarse irremediablemente en su puerta. Heather, que había puesto el cambio en conducción manual, metió primera al tiempo que daba un fuerte acelerón y soltaba de golpe el embrague. El coche salió disparado, pero con otro rápido giro de volante lo consiguió enderezar, al tiempo que lo introducía de nuevo en el sentido del tráfico por el que circulaban antes de la brusca maniobra. Ackermann casi perdió la sirena con los zarandeos y la miró asombrado. Se sujetó firmemente con la mano izquierda al reposabrazos del interior de la puerta.

Rania asió el pomo y empujó la puerta de la cocina, pero cuando no se había desplazado más de un palmo hacia el interior tropezó con algo. Era como si algún objeto impidiera abrirla. Al no poder vencer la resistencia empujando con una sola mano, apoyó todo su cuerpo al mismo tiempo y de esta manera sí venció la oposición y pudo franquearla.

Al entrar se topó de bruces con el dantesco escenario. Lo que le impedía abrir era el cuerpo casi desnudo de Debra, que colgaba sostenido por una soga ceñida a su cuello. Al abrir la puerta, con su fuerza había empujado su cuerpo y movido al mismo tiempo el pequeño taburete sobre el que a duras penas se aguantaba de pie. Debra había perdido el único punto de apoyo que tenía y había quedado suspendida de la soga como una peonza. Su cara era la imagen del terror, enrojecida, con aquella bola de goma roja en su boca que le impedía chillar. Movía el cuerpo buscando el aire que no llegaba a sus pulmones.

Rania, con la cara desencajada por lo que veía, sin pensarlo un segundo se abalanzó sobre las piernas de su amiga, las abrazó con todas sus fuerzas y las levantó para que el estrangulamiento de la soga dejara de causar efecto. A duras penas podía aguantar su peso, pero si la soltaba se ahorcaría; miró a su derecha y al ver la encimera, la dirigió hacia ella; estaba a más altura que a la que ella sostenía a Debra, así que tomó aire y, haciendo un esfuerzo máximo, flexionó las piernas y asió las de ella desde algo más abajo para poder elevarla. Consiguió levantar los cincuenta y cinco kilos de su amiga para posarla sobre la encimera. Debra, una vez sostenida sobre ella, pudo respirar y Rania de inmediato dirigió sus manos a la correa de cuero negro que apretaba la bola dentro de su boca. Observó los ojos azules aterrorizados de su amiga, mientras emitía un desesperado sonido por la nariz que Rania atribuyó a la falta de aire.

—Debra, ahora te desato, no te preocupes —le dijo, observando que su amiga arqueaba las cejas desesperadamente—, espera a que abra la hebilla.

Rania no advirtió lo que su amiga le estaba realmente indicando hasta que escuchó una voz a su espalda.

—¡Ándale, qué bueno que viniste!

Rania se giró y se topó a escasos centímetros con Guzmán el Ácido, que lanzó, al igual que hiciera minutos antes, un derechazo directamente hacia su cara. Pero en esta ocasión, Rania, aterrorizada, se agachó ágilmente esquivando el golpe. A sus pies estaba la botella de vino vacía que el día anterior habían bebido juntas; sin pensarlo la agarró por su cuello y, a la vez que se incorporaba, con todas sus fuerzas golpeó con ella en la sien a aquel espantoso hombre. El golpe fue inesperado y muy duro, Guzmán no podía adivinar una reacción así. Se echó hacia atrás sujetándose la cabeza conmocionado por el repentino impacto. Perdió el equilibrio por un instante, arrodillándose completamente desorientado.

Rania, angustiada pensando en la situación en que se encontraba Debra, se giró hacia la encimera. Temía que su amiga se cayera y se estrangulara definitivamente, pero esta vez no se ocupó de la mordaza que le impedía hablar. Cogió un cuchillo de cocina y le liberó las manos cortando la cuerda que las mantenía atadas a su espalda; a continuación trató de aflojarle la soga para retirársela. La cuerda había hendido la piel del cuello y no resultaba fácil destensarla para poder quitársela; tras un primer intento fallido, consiguió aflojarle el nudo.

En esta ocasión no hubo señal preventiva por parte de Debra, ni siquiera ella le vio acercarse. El rodillo de madera que utilizaban para hacer la masa de las pizzas golpeó en la cabeza de Rania sin piedad. Fue un impacto seco, en la parte trasera del cráneo. Se desplomó en el suelo sin sentido.

Guzmán, enfurecido, tomó el mismo cuchillo que Rania había empleado para desatarle las manos a Debra y exclamó:

—¡Ya se me acabó la paciencia, pendejas! —Entonces miró a Debra, que contemplaba la escena horrorizada, todavía con la bola de goma en la boca que le impedía gritar—. Tú lo verás en primerita fila, güerita.

Y la empujó para dejarla caer de la encimera y que se quedara de nuevo colgada por el cuello. Debra se llevó ambas manos a la soga para sostenerse, pero no podía evitar que la presión de su propio peso le impidiera meter los dedos entre la cuerda y la piel de su cuello; sentía cómo la tráquea se le aplastaba y el aire dejaba de llegar a sus pulmones. Guzmán, sonriendo, se agachó mientras decía:

—Ahora verás lo que le pasará a tu amiguita.

Se sentó sobre el cuerpo de Rania, que había quedado boca arriba, la cogió por los pelos para levantarle la cabeza y fue acercando el cuchillo a su cuello.

—Tú no lo podrás ver, pero la güera sí. —Esbozó una última sonrisa antes de proceder a degollar a Rania.

El enigma de Rania Roberts
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