Capítulo 95

A las dos de la tarde Heather llegó de nuevo al centro médico; vestía unos cómodos jeans oscuros, una blusa azul marino y unas bailarinas negras. Tras una noche casi en vigilia, había pasado la mañana en la oficina prosiguiendo con la investigación. No llevaba maquillaje y se había recogido el cabello en una coleta. Hasta las cinco no podía visitar a Debra, así que se dirigió a la habitación de Ackermann. Al llegar se lo encontró sentado sorbiendo agua de un vaso.

—Hola, cariño, ¿cómo estás? —le dijo bromeando.

—Bien, solo un poco cansado; esta tarde me harán la intervención, cuestión de media hora —contestó él, que ya ni se inmutaba con las bromas de Heather—. Con suerte mañana me darán el alta. ¿Sabemos algo más sobre ese miserable?

—Parece que al saltar desde la ventana del apartamento cayó mal y se torció un tobillo, algunos testigos le vieron huir cojeando ostensiblemente. Se fue en dirección al lugar en el que había estacionado su vehículo y se marchó. Pero adivina qué... —Ackermann negó con la cabeza—. En su precipitada huida, perdió el móvil. Una vecina que paseaba a su perro lo recogió y me lo entregó.

—Fantástico —exclamó Ackermann.

—Estamos siguiendo todas sus llamadas; no son muchas, la mayoría a establecimientos de comida rápida con servicio de envío a domicilio; también hay una llamada al móvil del técnico de la empresa de mantenimiento de frío: James Clerck, el tipo que apareció descuartizado, colgado de aquel gancho. Sin embargo, hay un número desde el que recibió hasta tres llamadas en las últimas semanas. Pertenece a un tipo de Chicago, Ricky Lewis, con antecedentes por extorsión y vínculos con el crimen organizado. Ya lo han localizado nuestros colegas; le hemos podido acusar de tenencia de arma robada y le estamos interrogando. Por el momento niega tener ninguna relación con la muerte de Max ni con el asalto a Debra, pero no ha podido explicar por qué habló hasta en tres ocasiones con el sádico; lo van a traer aquí para que podamos interrogarlo nosotros. No tenemos nada contra ese Ricky salvo que sabemos que conocía al sicario o por lo menos habló con él desde su móvil.

—¿Y respecto al asesino?

—Nada, ni rastro; aparte de su peculiar aspecto y de que es hispano, no sabemos nada más. No consta en ningún archivo nadie parecido a él. Es como si... —dudó Heather.

—¿Como si qué?

—Como si no hubiera estado oficialmente en el país.

—¿Qué quieres decir?

—No sé, David, pero es todo muy extraño; que un tipo así no deje rastro en inmigración o cualquier otro registro...

—Sí, tienes razón, y lo peor es que ande por ahí suelto —afirmó Ackermann acomodándose sobre la cama y haciendo un mínimo gesto de dolor.

—Hola, David —interrumpió una joven enfermera—. Vengo a tomarte la presión arterial y la temperatura.

—Sí, claro —contestó él educadamente.

La enfermera se acercó para colocarle el termómetro; a continuación tomó su antebrazo, le colocó el estetoscopio y empezó a presionar sobre la goma que hinchaba el manguito negro.

Heather se percató de inmediato de la mirada con la que aquella enfermera observaba a Ackermann y exclamó:

—A ver si me lo curáis pronto, que nos casamos el mes que viene.

Ackermann miró a Heather asombrado por su capacidad de inventiva. Y la enfermera contestó con una risa forzada:

—Oh, qué buena noticia, enhorabuena.

Cuando se retiró, Heather siguió con la broma:

—¿Te imaginas cómo sería?

—¿Cómo sería el qué?

—El día de nuestra boda.

—La novia estaría maravillosa —dijo Ackermann—, pero me temo que el novio no está preparado para pasar por el altar.

—Bueno, nunca se sabe...

Él llevó la conversación de nuevo a lo que más le preocupaba.

—Hay que encontrarlo como sea.

—Sí, hemos alertado a la policía de toda la ciudad, tarde o temprano caerá —tras un momento de silencio, Heather se despidió—: Bueno, será mejor que me retire, me vuelvo a la central; tú no te vayas muy lejos.

—Gracias, aquí estaré, por lo menos hasta mañana.

Ackermann estaba cansado y se hundió en la almohada mientras esperaba a que lo vinieran a buscar para llevarlo al quirófano.

Rania cruzó la recepción del hospital tres horas después de que Heather lo abandonara. Su entrada no pasó desapercibida a ninguno de los presentes. No le había dado tiempo a cambiarse ni desmaquillarse, por lo que lucía un aspecto espectacular, con todo su exotismo y su voluminosa melena negra, que todavía conservaba el peinado de ondas sueltas hecho para la grabación. A su paso levantaba miradas de hombres y mujeres.

Se fue a la sala de cuidados intensivos y le dejaron estar unos minutos junto a Debra; justo entre las cinco y las seis se admitían visitas, el resto del día estaban restringidas. Permaneció ahí quieta delante de su cuerpo, sintiendo el frío del lugar, los sonidos de las alertas de las constantes vitales y a Debra totalmente inmóvil. Aquello era angustioso, no parecía ella. Le conmovió verla en aquellas circunstancias y no pudo evitar derramar una lágrima poco antes de que una de las enfermeras le invitara a que abandonase la sala.

Salió fuera de aquel lugar latente de tragedias y esperanzas y se sentó en una silla de una sala de espera que encontró en medio del pasillo. Pasó una media hora en profunda reflexión. Por fin se levantó y tomó el ascensor hasta la planta cuarta. Tenía que hacer otra importante visita.

Encontró la puerta de la habitación entreabierta y la empujó ligeramente, sin hacer ruido. Una luz procedente de un fluorescente situado a la derecha de la cama iluminaba discretamente tanto esta como su entorno. Él reposaba sobre su costado izquierdo; en su lado derecho sobresalía un abultado vendaje que cubría la zona en la que había sufrido la herida. No podía ver su cara porque en la postura en la que se encontraba miraba hacia el interior de la habitación, de espaldas a la entrada.

Había estado preparándose para la visita, estaba dispuesta a conversar a solas con el hombre que le había salvado la vida hasta en dos ocasiones. Quería darle las gracias por lo que había hecho por ella, aunque eso conllevara rememorar el día que todo ocurrió. Pero justo ahora que se encontraba allí dentro, a tan solo unos metros de distancia, dudó... se quedó unos instantes quieta en silencio. Podía escuchar su respiración; finalmente se decidió:

—David, soy Rania. —Permaneció de pie todavía a unos metros de la cama. Estaba nerviosa. Quizá él le hablaría del pasado, era un riesgo que tenía que correr, aunque fuese un mal trago lo tenía que aceptar. «De bien nacido es ser agradecido», eso le habían enseñado en su familia. Por ello debía estar allí, para transmitirle su agradecimiento. Pasaron unos segundos sin obtener respuesta, por lo que se acercó al otro lado de la cama.

Estaba dormido. Observó detenidamente su perfil, la nariz, los labios, el cabello rubio; ¡era tan distinto a los hombres que habitaban Jericó! «Pero realmente bello», pensó. Se quedó allí quieta frente a él.

Anteriormente solo había visto a Ackermann en cuatro ocasiones y dos de ellas habían sido situaciones de extrema violencia. Nunca habían mantenido una conversación normal, y tampoco sabía nada de él; sin embargo, en ese preciso instante sintió algo inexplicable, como una fuerza cautivadora. De manera instintiva le acarició la muñeca con la mano. Después acercó muy despacio su cara a la de él y lo besó en la mejilla.

—Gracias —susurró con ánimo de no despertarle y con la esperanza de que ese acto quedara grabado en sus sueños. Sorprendida por lo que había hecho, algo avergonzada pero al mismo tiempo colmada de una singular felicidad, dio media vuelta y se retiró silenciosamente de la habitación. Una vez fuera, pasó por delante de la zona de enfermeras y las saludó con una amplia sonrisa.

El enigma de Rania Roberts
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