Capítulo 33

Bill Parker era sin duda el banquero de referencia de Wall Street. No era el primer ejecutivo de Goldstein Investment Bank, ni le interesaba serlo; en la organización del banco aparecía como uno de los reportes directos del chairman. Él lo prefería así, se evitaba tener que representar a la entidad ante instituciones públicas y reguladores. Su posición en segunda línea como vicepresidente ejecutivo le daba mucha libertad para participar en todo tipo de negocios. Poseía una inteligencia privilegiada. Pero lo que había hecho de verdad destacar a Parker durante sus veinticinco años en Wall Street era su capacidad camaleónica para cambiar de opinión, que a veces le acercaba a orillas de la bipolaridad. Siempre intuía lo que su oponente pensaba, lo cual le facilitaba ponerse en su lugar con extrema facilidad. De esta manera conseguía cerrar acuerdos donde otros chocaban frontalmente. Era muy capaz de entrar en una sala, adular con vehemencia a clientes, competidores o compañeros de trabajo para instantes después criticarlos, a sus espaldas hasta ridiculizarlos. En las discusiones, su reconocida capacidad de persuasión le facilitaba cerrar favorablemente muchos tratos, pero cuando se daba cuenta de que no podía convencer al oponente, modificaba falsamente su parecer sobre la marcha. Donde otros habrían discutido hasta romper cualquier posibilidad de acuerdo, Parker cambiaba hábilmente su opinión para dar la razón a su contendiente, fingiendo haber sido convencido. A continuación orquestaba múltiples actuaciones por despachos influyentes para conseguir que fueran otros los que se enfrentaran y llevaran sus tesis a buen puerto. Él nunca se oponía directamente a nadie, esa era una de sus máximas: «Al enemigo, mejor sácalo a bailar a la pista». Casi siempre se salía con la suya, sus modos de actuar eran todo un arte; nadie salvo sus muy cercanos colaboradores conocía con certeza la verdadera personalidad de Bill Parker. Así sobrevivió y fue haciéndose con el poder en Goldstein Investment Bank e implícitamente llegó a ser el tipo más poderoso de Wall Street. El chairman y el comité ejecutivo del banco le dejaban hacer. ¿Cómo no? si Bill generaba millones con sus negocios de los que todos se beneficiaban en sus bonus.

Nacido en Boston, de familia muy humilde en la que su padre, aquejado de una enfermedad crónica, aportó a la casa una mínima pensión por invalidez hasta que, cuando él aún era un adolescente, falleció. Su madre trabajó día y noche en una lavandería para sacar adelante a sus dos hijos. Unas extraordinarias calificaciones le abrieron paso para estudiar becado en la Universidad de Harvard, donde realizó su carrera universitaria en Económicas. Tras dos años de prácticas realizó un MBA en la Wharton School de la Universidad de Pennsylvania. Entró sin dificultad en Goldstein Investment Bank y, contrariamente a lo que es habitual en Wall Street, nunca cambió de empresa. Conocía bien todos los negocios del considerado banco de inversiones más selecto y poderoso del mundo, con intereses en todo el planeta. Admirado por todos, Bill representaba perfectamente el sueño americano.

Vivía en Greenwich, el barrio residencial más famoso y caro por metro cuadrado de Connecticut, en una mansión estilo Tudor clásico pero construida en realidad, con todo lujo de detalles, hacía dos años. Disponía de diez habitaciones, en la mayoría de las cuales Bill nunca había entrado. Estaba valorada en veinte millones de dólares. Felizmente casado y con tres hijos, disfrutaba de una reputación envidiable en su vecindad. Ejercía de hombre encantador con una exquisita educación. Era el mayor donante de las asociaciones benéficas del condado con las que colaboraban muchas de las esposas de sus vecinos. Valiéndose así del aprecio de ellas y de sus maridos, si se hubiera presentado a un puesto de responsabilidad política le habrían votado masivamente.

El traslado a Manhattan lo realizaba acompañado de Sebastian, su fiel chófer. Le venía a buscar cada mañana en una limusina Cadillac negra, lujosamente equipada y preparada para transportar a clientes de lo más selecto, en la que podía trabajar cómodamente. Sin embargo, en determinados lugares del trayecto perdía la cobertura de su móvil, así que una buena mañana comunicó a su asistente que le buscara un servicio de helicóptero para desplazarse a la oficina. El helipuerto estaba a solo unas millas de su mansión. El servicio de alquiler de helicópteros le ofrecía como parte del trayecto la recogida en casa y el transporte hasta el aeródromo, pero para Bill eso de viajar en un coche con un chófer desconocido no era una opción digna de consideración. Así pues, el sufrido Sebastian recorría todos los días los cuarenta y cinco kilómetros desde el Bronx, donde residía, hasta Greenwich, para llevarle de su hogar al lugar de despegue, y a continuación se volvía solo a Manhattan. El coste en transporte por aire superaba los ochocientos dólares por trayecto, pero esa cifra era irrelevante comparada con los beneficios anuales de Goldstein Investment Bank, nadie cuestionaba a Bill Parker esos pequeños privilegios. ¿Qué suponía ese dinero comparado con los cuatro millones de dólares de salario fijo más los ochenta millones de bonus anual que ingresaba en un año estándar?

Bill podía permitirse esos y muchos más privilegios; por algo era conocido en Wall Street como The boss.

El enigma de Rania Roberts
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