Capítulo 30

El impacto seco de las ruedas del avión al posarse sobre la pista despertó a Rania a su trágica realidad. Al instante, su primer pensamiento le devolvió a la pesadilla recientemente vivida; creyó que sería así para siempre, pero lo extraño del lugar en el que se encontraba la transportó de inmediato al presente.

Aunque nunca había viajado en un avión, enseguida pudo observar que se trataba de una nave distinta a las que había visto en las películas. Su dimensión era pequeña, como si se tratara de un jet. En la parte delantera había dos asientos, uno a cada lado de la cabina y enfrentados a otros dos. Tras ellos, hacia la cola de avión, habían fijado al suelo con unos anclajes su camilla; detrás, un espacio vacío que acababa en una especie de camarote. No había ventanillas. El suelo era de un material sintético, como una goma dura negra. Daba la impresión de que todo en ese espacio era factible de ser adaptado a las necesidades del vuelo. En todo momento le acompañaba un hombre de mediana estatura, delgado, de tez oscura, de algo menos de cuarenta años, que lucía un bigote canoso; el resto de sus rasgos eran muy acusados, sin duda era árabe. Enfrente de él, un militar israelí armado. En ningún momento la miraron ni le dirigieron la palabra. Tampoco se hablaron entre ellos ni con la tripulación. Todos excepto el hombre del bigote tenían rasgos judíos. Se notaba cierta tensión entre ellos. La bajaron de la aeronave en la camilla y la introdujeron en una ambulancia. Con las luces de emergencia encendidas y moviéndose silenciosa se acercó hasta la terminal. Las ventanillas eran opacas pero la habían introducido con los pies por delante, así que podía ver algo a través del cristal delantero. No sabía bien qué hora era, el sol lo iluminaba todo, excepto su alma. En un giro del automóvil pudo leer en un descuidado rótulo de gran tamaño: «Cairo International Airport». Se aproximaron a la terminal principal, pero la ambulancia pasó de largo y se dirigió a una zona más alejada. Cuando finalmente se detuvo, vio varios aviones pequeños estacionados muy cerca de donde se habían parado ellos.

Dos enfermeros abordaron la ambulancia y la bajaron en la camilla, y junto a ellos permaneció el hombre del bigote. En el interior de la pequeña terminal en la que se introdujeron no había pasajeros; todo ello la inquietaba y, sobre todo, la hacía sentirse indefensa.

La llevaron hasta una estancia de paredes blancas envejecidas; una lámpara metálica con forma de plato colgaba de un cordón negro del techo y en el centro del cuarto había una mesa y dos deterioradas sillas de madera que invitaban a permanecer de pie.

Allí la dejaron, tumbada sobre la camilla, sola, sin ninguna explicación.

La luz era excesiva, así que ella instintivamente cerró algo los ojos. Rania tenía una piel muy tersa en la que no se marcaban prácticamente arrugas, a diferencia de muchas de las chicas de su edad de Jericó, que parecían mayores a causa del devastador efecto del sol sobre sus rostros.

Todo lo que le había ocurrido la afligía profundamente: rodeada de hombres armados desconocidos, el hospital, su primer vuelo y aquella triste habitación. Se imaginó que pertenecería al servicio de inmigración, que allí debían de interrogar a sospechosos. ¿Acaso ella lo era? Y se dijo a sí misma: «Qué triste manera de pisar por primera vez esta ciudad con la que tantas veces he soñado».

Pasaban los minutos sin que nadie se acercara a ese lugar; calculaba que debía de ser sábado por la tarde, pero ni siquiera estaba segura de ello. Interrumpió sus reflexiones al abrirse la puerta, por donde entraron el hombre del bigote y un acompañante. Ella mantuvo los ojos cerrados; prefería no mirar a ninguna parte, no quería estar en ese momento en ese lugar ni en esas circunstancias. Tantas veces había soñado con llegar a esa tierra para celebrar su viaje de bodas y navegar por su río... y ahí estaba, abandonada en aquellas desangeladas dependencias. Era su entrada por la puerta de atrás a aquel lugar supuestamente de ensueño.

Oía la voz de aquel hombre hablando en árabe y se dejó llevar, entró en un sueño profundo; agotada por el viaje y la tensión sufrida, se desvaneció.

El enigma de Rania Roberts
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