Capítulo 37

Beis el techo. Beis las paredes. Beis la moqueta.

Se incorporó levemente. Las sábanas de algodón egipcio de novecientos hilos por pulgada, color marrón oscuro en contraste con los tonos de la habitación, le rozaban la piel con suavidad. No se acordaba de nada.

Notó que la sábana se agitaba levemente. Alguien respiraba a su lado. Por un momento dudó en mirar para ver de quién se trataba, pero recapacitó; no era cuestión de llevarse un disgusto. La apartó de sí y se irguió con suavidad.

Estaba desnudo. La tenue luz de la mañana se filtraba entre las cortinas, también de color beis. Se asomó sin abrirlas apenas. Wow! Fantástica vista del Hotel Plaza y Central Park desde el sureste. «Vaya apartamento», pensó.

Había ropa por todas partes: sus jeans Diesel, una minifalda de cuero enredada en su correspondiente tanga, ambos negros; medias de rejilla, por supuesto del mismo color; la camisa blanca de Hugo Boss, y algo más allá, una botella vacía. La movió ligeramente con el pie: tequila... «Joder, así estoy», se dijo.

«¿Dónde están los calzoncillos? —se recriminó—, ¡siempre igual!». Entonces su mirada se dirigió a las alturas; no sería la primera vez que aparecían colgados de una lámpara. Pero nada pendía del techo. Cuando ya asumía que tendría que ponerse los jeans sin ellos, una mirada fugaz hacia la cama le llevó a observar un elegante jarrón de porcelana china que parecía pedir a gritos: «Quítenme ya esto de encima, que no puedo respirar». Se acercó feliz por la primera pequeña batalla del día ganada. Los cogió y ahí mismo, junto a la cama de donde surgía la respiración de su compañera de noche, flexionó la pierna derecha al tiempo que levantaba ligeramente la izquierda con la intención de introducir el pie en el agujero adecuado. De pronto, el bulto con respiración cambió de postura. Max se quedó como una estatua, con los calzoncillos a mitad de camino. El cuerpo siguió moviéndose, buscando acomodarse a una posición más cómoda bajo las bonitas sábanas. Max perdió el equilibrio, trabado por la prenda que intentaba ponerse, y se cayó. Su aparatoso descenso precipitó un impacto monumental en su costado derecho.

Finalmente, dolorido tras el penoso incidente y ante el riesgo que suponía repetir el intento, optó por llevarse los calzoncillos en un bolsillo y ponerse los jeans «a pelo», eso sí, subiendo con mucho cuidado la cremallera para no cometer ningún destrozo adicional tal vez irreparable. A mitad de la delicada operación se produjo otro movimiento bajo las sábanas, pero esta vez fue como si la ocupante estuviera desplegada a lo ancho de la misma. Contra su costumbre, no pudo reprimir la curiosidad y levantó con sumo cuidado el fino edredón...

—¡Hostias! —exclamó—, pero si son dos.

Echó un vistazo general a sus cuerpos desnudos y abrazados y le hirvió la sangre; es más, dudó si quitarse de nuevo los jeans y meterse en faena. Finalmente decidió que su lamentable condición no le iba a favorecer, así que optó por taparlas, maldiciendo no poder recordar nada de lo vivido con aquellas dos hembras.

Salió del piso. Encontró un refinado corredor por el que anduvo algo encorvado hacia el costado dañado. Le escoltaba una luz tenue, agradable. Se ensanchó el espacio para ubicar un vestíbulo abierto a cuatro ascensores; el primero que llegó le indicó que estaba en el piso cuarenta. Apretó al botón del lobby.

Al abrirse las puertas avanzó por un bonito suelo de mármol. Giró hacia su derecha siguiendo un letrero que indicaba la salida.

Allí encontró a un conserje de uniforme que se dirigió a él.

—Buenos días, señor, ¿necesita un taxi?

—No, gracias —contestó secamente.

A su derecha observó una larga recepción y unas escaleras amplias. Salió a la calle. Banderas y coches; ruidos y autobuses; viandantes y olores; gente y sirenas; puro Nueva York. Y el móvil sonó.

—Hola, Max —dijo la voz inconfundible de Checo.

—Sí, ¿Checo?

—Joder, vaya noche ayer. ¿Dónde estás? —preguntó su amigo riendo.

—Pues... Oiga —interrogó Max a otro uniformado que estaba apostado en la puerta del edificio—, ¿dónde estamos?

—En la 57.

Max arqueó las cejas. De inmediato, aquel hombre obsesionado por satisfacer necesidades de sus clientes adivinó que el joven con el cabello muy bien despeinado estaba desorientado.

—En la puerta del hotel Four Seasons de la Calle 57 de Nueva York, señor —amplió la información.

—Gracias —contestó Max. Se echó la mano al bolsillo y sacó un billete de veinte dólares junto con los calzoncillos blancos. Miró a los ojos del conserje algo abochornado.

—No se preocupe, señor, es más frecuente de lo que imagina.

Max, liberado de cualquier vergüenza, le extendió el billete.

—¿Has oído? He dormido en el Four Seasons —exclamó Max a su amigo por el móvil—. ¡Joder! aquí la noche no baja de novecientos dólares y no me parece que me dieran una habitación barata. Vaya pasta para empezar las celebraciones.

—No te preocupes, pagaron ellas —replicó Checo.

—¿Cómo?

—Pero ¿no te acuerdas? Eran dos barbies de Dallas pasando el fin de semana de rebajas en Nueva York, comprando para ellas y sus maridos tejanos la ropa del invierno, vaya pichones.

—¿Pichones? —preguntó Max.

—Sus maridos, vaya pichones: las envían de compras y ellas no pierden el tiempo, encima en el Four Seasons.

—Bueno, vete a saber la que habrán montado ellos en Dallas aprovechando la excursión de sus chicas.

—Sí, claro, pero el caso es que la mía follaba como si fuera la última vez —afirmó feliz Checo—. Me dejó tan agotado que esta mañana tuve que llamar a la oficina para decir que estaba enfermo.

—¿Cómo la tuya? Pero si estaban las dos conmigo... —dijo Max confuso.

—Eso fue al final. Joder... sí que acabaste mal... Mira cuando yo terminé con la mía, me propuso pasar a vuestra habitación para seguir la fiesta, ya sabes, todos mezclados, pero la verdad es que estaba reventado y decidí volverme a casa, todavía con la intención de ir a trabajar por la mañana. Ella me acompañó al salir de la habitación y llamó a vuestra puerta.

—Y ¿entonces?

—Le abriste tú, desnudo con una sábana puesta a lo romano que no ocultaba tus partes. Para mí que ella quedó gratamente impresionada y, como todavía le quedaba libido...

—Pues no me acuerdo.

—Qué pena, porque te debiste de poner morado con las dos a la vez. ¿No les darías el teléfono? —añadió Checo en tono casi amenazante.

—Pero ¿de qué vas? Uno es un profesional, eso ni borracho.

—No estoy tan seguro si no te acuerdas de nada, pero bueno... ¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó Checo.

—Me voy a acercar al fisio.

—¿Al fisio?

—Sí, es que me he dado un golpe en la espalda y voy doblado.

—Pero ¿cómo? ¿Fuiste más allá del misionero? —Rio a la vez que preguntaba.

—Me lie al ponerme los calzoncillos y me di una hostia contra el suelo.

—Joder, Max —soltó una carcajada Checo—, eres un fenómeno; espero que seas más hábil dirigiendo STAR I.

—Bueno, tú encárgate de mover la agenda, ¿vale? los chicos vendrán hambrientos a la fiesta de esta noche.

—OK. Te veo allí.

Mover la agenda significaba que Checo llamara a dos o tres relaciones públicas de la ciudad para avisar a qué club iba a acudir esa noche. Al ser una celebrity, los relaciones públicas seleccionaban de sus listas a las mujeres más imponentes que frecuentaban los territorios desbordados de ansias de lujuria: modelos, aspirantes a top model; ejecutivas de éxito, o sin éxito... todas de muy buen ver. Americanas, francesas, latinas, brasileñas o rusas. Les hablaban de una fiesta organizada por un trader y añadían que Checo iba a acudir. El club se acababa llenando de mujeres hermosas y, con ellas, los tipos más cool de la ciudad. Todos contentos.

El enigma de Rania Roberts
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