Capítulo 102
Ackermann se acercó rápidamente a la bañera y se inclinó hacia su interior. Volteó a la mujer sujetándola por los hombros y confirmó lo que se temía: se trataba de Rania; estaba amordazada, con una cinta de embalar de color metálico tapándole la boca y los ojos abiertos. Al girarla boca arriba se escuchó el sonido del móvil que se le había salido del bolsillo del pijama y que había chocado contra el suelo de la bañera. Se apresuró a quitarle la mordaza, pero antes levantó la vista e inspeccionó a su alrededor; no había nadie aunque tenía una sensación permanente de peligro. Rania gesticulaba con los ojos despavorida. Estaba espantada, como cuando la muerte acecha a un animal atrapado. David le quitó la cinta de la boca para descubrir que debajo de ella se ocultaba un pañuelo que le separaba fuertemente los labios por las comisuras y que le impedía hablar. Mientras deshacía el nudo que tenía en la parte de atrás de la cabeza le susurró al oído:
—Tranquila, Rania.
Ella, temblando de miedo, se abrazó a él con fuerza, pero antes de que le pudiera decir nada, se escuchó un ruido estruendoso, como de roce metálico. Era la puerta del frigorífico industrial que ocupaba toda la pared del fondo de la habitación, que se abría lentamente.
Ackermann advirtió el peligro, se puso en pie y se situó delante de la bañera, como queriendo cubrir a Rania, que todavía se encontraba en su interior. Pero al instante quedó desconcertado: la apertura de la puerta corredera puso en contacto el aire del interior de la cámara —a más de veinticinco grados bajo cero— con el de la habitación —que estaba caldeada— y el efecto generó una gran nube de vapor frío condensado que le impedía ver nada a su alrededor. Segundos después se empezó a difuminar el vapor, produciéndose el mismo efecto visual que cuando un avión atraviesa una nube y se restablece la claridad.
Pero fue demasiado tarde. Ackermann nada pudo hacer: se encontró con Guzmán frente a él a tan solo dos metros de distancia. Blandía en la mano uno de aquellos ganchos de hierro que utilizaba para colgar a sus víctimas descuartizadas. El rápido movimiento del sicario le cogió por sorpresa. Tan solo pudo apartarse levemente hacia un lado para evitar que le clavara el gancho en la cabeza. Se lo incrustó en la espalda, a la altura del omóplato izquierdo. Fue como el zarpazo de una fiera enloquecida. Ackermann lanzó un grito desgarrador y cayó al suelo envuelto en su propia sangre con el gancho todavía hundido en el cuerpo.
Rania asistía a esta escena y gritó horrorizada. Guzmán se acercó a ella sonriendo y le dijo:
—No te esfuerces, pendejita, nadie te va a escuchar. —Entonces extendió de nuevo un trozo de cinta en su boca impidiéndole gritar.
Ella se movía desesperadamente, golpeándose las rodillas contra las paredes de la bañera. Como un pez fuera del agua dando sus últimas boqueadas ante la falta de oxígeno.
Guzmán parecía disfrutar del momento, mirándola atentamente.
—Ahora nos divertiremos un poco. —Era su frase favorita en estas situaciones. Arrastró a Ackermann hacia la bañera y le encadenó con unas esposas a una de sus patas de hierro. Acto seguido, empuñó un afilado y largo cuchillo, como los utilizados por los cazadores furtivos, y se dirigió a él mirándole a los ojos—: Ahora verás cómo acabo lentamente con esta zorra.
Ackermann apenas podía moverse por el terrible dolor que le causaba el gancho que todavía llevaba clavado en su espalda y tenía la vista nublada; sin fuerzas, se resignó a presenciar el macabro ritual del sicario antes de que acabara con los dos.
El sádico asesino se acercó a la bañera con el afilado cuchillo en una mano y una botellita de ácido en la otra.
—Verás, pendeja, me has causado muchos trastornos, pero ahora ya todo se acabó. —Destapó lentamente la botella y empezó a inclinarla apuntando a la cara de Rania, que lo observaba horrorizada; golpeaba aún con más fuerza los laterales de la bañera, como si eso la fuera a liberar. Su cara iba a quedar totalmente desfigurada.
Justo en ese instante, se oyó una voz al fondo de la habitación:
—¡Eh, tú! —Guzmán se giró—. Vete al diablo, hijo de puta.
Fue lo último que escuchó. La bala le entró entre las cejas. Al caer hacia atrás, la botella de ácido se derramó sobre su propia cara fundiéndole los labios y parte de la nariz. El certero disparo de Heather acabó con la pesadilla.