Capítulo 32

Nueva York, enero de 2010

En el número 1101 de la Sexta Avenida se alza un esbelto gigante de cristal, quizá el edificio más bello de los innumerables que con arrogancia perfilan ese angosto trozo de tierra, Manhattan. En la planta cincuenta, Max seguía la evolución de las cotizaciones parapetado tras cinco pantallas de ordenador, aunque en realidad solo utilizaba dos de ellas. No estaba solo, otros doscientos colegas ocupaban la inmensa sala. Eso hacía mil cuatrocientas pantallas llenas de cifras y gráficos.

Esa fría mañana, los traders parecían una mansa manada de búfalos africanos reposando aburridos en su hábitat natural. Enero acostumbraba a ser un mes insípido, aunque tras la debacle de 2008 nada era ya predecible. Sin embargo, en aquel lugar saturado de ambiciones todo era falso sosiego, los sentidos siempre permanecían alerta prestos a lanzarse sobre alguna presa.

De súbito, el sonido ingrato de una llamada resonó en el auricular que Max llevaba pinzado en su oreja derecha. Al instante desvió su mirada de los monitores de los ordenadores a la pequeña pantalla digital del terminal sobre su mesa. Consultó el número que llamaba: extensión 7777; era, pues, una llamada interna, lo cual significaba que no se trataba de un cliente o broker, por lo que no le reportaría ningún deal, ninguna operación de compraventa de activos financieros. Apretó la tecla correspondiente con desgana y estableció la comunicación.

—Hola.

—¿Max Bogart? —inquirió una voz grave.

—Sí, soy yo. ¿Quién eres? —Aquel tono de voz le hizo dudar, no le resultaba familiar.

—Soy Larry Coach, jefe del gabinete de Bill Parker.

Max saltó literalmente de su silla, que, con la fuerza del impulso y girando sobre sus cuatro ruedas, trazó en su recorrido un improvisado baile de salón hasta empotrarse en la espalda de Ronny, otro trader que no vaciló en acordarse de su familia.

Mother fucker! ¿Qué pasa contigo? —le espetó mientras empujaba de vuelta la silla a través del pasillo que recorría la vasta extensión de mesas de la sala de mercados, esta vez sin coreografía alguna.

Max ni siquiera escuchó el exabrupto de su colega. En pie, irguiendo su metro ochenta de estatura sobre la moqueta color verde pálido, firme como un chopo, tragó saliva y contestó intentando disimular el vértigo.

—¿En qué puedo ayudarte, Larry?

Su estrepitoso sobresalto no pasó desapercibido a sus colegas. Solo había tres razones por las que un trader se ponía en pie repentinamente: porque había ganado una pasta, porque había perdido una pasta o porque se iba a casa. En el primer caso al movimiento le acompañaba un grito de euforia, en el segundo un improperio y en el tercero un «a la mierda, me voy». Pero eso de levantarse bruscamente sin mostrar júbilo ni proferir blasfemias era insólito. Los ojos de sus compañeros se volcaron en él como ávidos leopardos examinando el leve movimiento de una presa confiada.

—El jefe quiere invitarte a cenar hoy, en el Eleven Madison Park a las 6 PM. ¿Está bien? —dijo la voz profunda de su interlocutor.

Por supuesto que estaba bien: el responsable del gabinete del «jefe Bill» y Max sabían que las invitaciones de Parker eran órdenes.

—Sí, claro —respondió quedamente Max.

—De acuerdo —confirmó su interlocutor, y cortó la llamada.

«Wow! el mismísimo Bill Parker. Lo más importante ahora es que nadie note nada», pensó Max.

—Qué pasa, tío, ¿se te ha aparecido Scarlett Johansson? —interrumpió sus cavilaciones el compañero de la mesa de al lado.

Solo entonces advirtió Max Bogart que muchos de las decenas de depredadores que ocupaban las mesas más próximas de aquella sala seguían atentos a sus movimientos. Por segundos todo se ralentizó en aquella planta repleta de traders de Goldstein Investment Bank, el mayor banco de inversión del mundo. No, no se le había aparecido la célebre intérprete... era algo mucho mejor.

Max reaccionó rápidamente y, haciendo gala de la sangre fría del mítico actor con quien compartía apellido, fingió desolación y gritó bien alto:

—¡Mierda! He perdido treinta mil pavos.

Aquello tranquilizó a las fieras, todos volvieron satisfechos a sus pantallas. Es lo que tiene la avaricia, casi te alegras más cuando alguien pierde que cuando tú ganas.

Se volvió para recoger su silla, que había quedado en mitad del pasillo. Una vez recuperada se sentó en ella. Miró a las pantallas, pero ya no veía números ni gráficos, solo manchas en rojo y verde más parecidas a mapas del Servicio Nacional de Meteorología. Mejor sería tomarse un descanso.

Fue a uno de los cincuenta y un ascensores del edificio valorado en mil millones de dólares propiedad de Goldstein Investment Bank. Bajó al acristalado vestíbulo, salió a la calle y tomó la Sexta Avenida en dirección norte hacia la Calle 43. Al cruzarla se topó con el puesto de perritos calientes de la esquina, donde Joe, su propietario, recibía alegremente a cientos de clientes cada día, parapetado también, en su caso no por pantallas de ordenador sino tras dos planchas para freír salchichas, cebollas y pinchos de carne y pollo bajo dos grandes sombrillas decoradas con franjas de intensos azules y amarillos una, y rojos y amarillos la otra, como para recordar a los abrigados viandantes que la primavera volvería algún día.

—Hola, Joe. ¿Tienes DrPepper?

—Sí, claro. ¿Cómo por aquí tan temprano? Apenas son las once; ¿ya quieres un perrito caliente?

—No, gracias, es que necesitaba tomar el aire.

—¡Ah, sí! entiendo, los mercados están revueltos. —Joe reconocía perfectamente si las bolsas subían o bajaban por las actitudes de los traders. Sin embargo, esa apariencia de un Max sereno pero con el pensamiento sumido en profundas cavilaciones no era uno de los registros habituales. Intuía que algo anómalo ocurría.

—Sí, lo de siempre, ya sabes, volatilidad y todo eso... —mintió Max, al tiempo que le entregaba un billete de cinco dólares.

—Espera, Max, tu cambio son cuatro dólares.

—Déjalo, hoy puede ser un gran día. —Y se alejó definitivamente del puesto. En dirección sur, de nuevo hacia la Calle 42. Antes de llegar a ella, decidió cruzar la Sexta Avenida y adentrarse en el celebrado Bryant Park.

Se sentó en uno de los bancos emplazados en su entrada y encendió un cigarrillo. No solía fumar salvo los fines de semana, pero aquel no era un día cualquiera; Bill Parker le había citado a cenar. Recostado sobre el respaldo de madera del banco, contemplando el cielo azul de Manhattan, se preguntó qué podría querer de él el banquero más poderoso de Wall Street. Sintió que se avecinaba un momento importante, presentía que su carrera profesional iba a dar un giro. No podía imaginarse hasta qué punto.

El enigma de Rania Roberts
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