Capítulo 84

Ackermann bajó los primeros peldaños de la empinada escalera que daba acceso al lúgubre sótano y miró hacia abajo para realizar una primera inspección. La exigua iluminación procedía de la pantalla de un ordenador y de un pequeño flexo situado junto a él. En ese instante fue consciente de que estaba totalmente desprotegido. De inmediato, separó su mano derecha de la barandilla de la escalera y desenfundó la pistola Glock calibre 40 que portaba debajo de la chaqueta.

Desde esa media altura hizo una primera inspección ocular y pudo comprobar que, hasta donde la vista le alcanzaba, no había nadie en la habitación. Bajó de un salto los peldaños que le restaban y en cuanto sus pies se posaron en el frío suelo de cemento, dio media vuelta con celeridad para tener una visión completa de toda la estancia. Al instante observó que al fondo había una puerta de color gris. Se dirigió rápidamente hacia ella y se situó a un lado de la misma, de manera que quedara fuera del alcance de un hipotético tirador, según dictaban los protocolos de asalto para evitar un posible disparo desde la estancia contigua. El ruido de las pisadas sobre los peldaños de la escalera le hicieron dirigir la mirada hacia Heather, que la bajó tan ágilmente como él lo había hecho. Sin intercambiar palabra alguna, ella se situó al otro lado del marco de la puerta. También traía su arma desenfundada. Ackermann le hizo una señal, indicándole lo que se disponía a hacer, no sin antes señalar con su dedo la parte inferior de la puerta. Ella enseguida entendió lo que quería que viera: por su borde inferior se filtraba un haz de luz. Estaban en un lugar desconocido, por lo que la situación era de máximo riesgo. Ackermann alargó su brazo y giró el pomo de la puerta, pero parecía cerrada con llave. Observó el material del que estaba hecha: madera podrida en los cantos. Se movió dos pasos hacia atrás, siempre evitando el eje visual del hueco de la puerta, miró a Heather, se concentró unos segundos y dio un paso hacia delante para tomar impulso y, desde esa posición, a tan solo un metro de distancia, lanzar una enérgica patada, de las que durante tantos años había practicado en los entrenamientos de artes marciales. Impactó justo sobre la cerradura, que saltó por los aires. La puerta se abrió de golpe. Entró velozmente en su interior apuntando a derecha e izquierda, con las pulsaciones disparadas por la adrenalina; sin embargo, pronto pudo comprobar que tampoco en esa segunda estancia había nadie. Se giró hacia fuera y gritó:

—Esto está limpio.

Solo entonces procedieron ambos a examinar el lugar en detalle, empezando por la primera habitación. Había muy pocos muebles: los viejos sofás, una mesa de roble grande, una televisión dispuesta sobre una caja de madera y en una esquina una cama deshecha. Sobre la mesa descansaba el ordenador encendido y junto a él un pequeño flexo de latón; de allí provenía la luz que Ackermann acertó a detectar desde el exterior. Heather encontró un interruptor y al presionarlo se encendió una bombilla que colgaba del techo. En la mesa había también un plato de plástico con restos de comida: una especie de taco relleno de lechuga, jamón y queso, todo ello aderezado con salsas varias. David se acercó a examinarlo y advirtió que aún estaba templado:

—Alguien ha estado aquí hasta hace poco tiempo.

Heather se dirigió a la segunda estancia. Lo único que había allí era una ducha, una taza de un sanitario y una gran bañera de diseño antiguo con gruesas patas de hierro. Enseguida advirtieron que de ella emanaba un fuerte olor. Se acercaron y en su interior pudieron ver tres dedos de un líquido amarillento. Heather se aproximó para olerlo.

—¡Cuidado! —le gritó Ackermann al tiempo que ella apartaba su larga cabellera—, ¡no lo toques! Eso podría derretirte una mano como un helado en un microondas. Probablemente se trata de algún tipo de compuesto ácido.

Cogió un trozo del taco que quedaba sobre la mesa y lo arrojó a la bañera; prácticamente se desintegró al instante, produciendo una burbujeante espuma amarillenta.

—Qué lugar más siniestro —exclamó Heather—. ¿Qué se puede esperar de alguien que tiene una bañera con ácido? Si se confirma que la imagen tomada en el parking se corresponde con la persona que compró los compuestos químicos y la bañera, probablemente se trate de nuestro hombre. Lo comprobaremos en cuanto los chicos del laboratorio tomen muestras de todo esto.

De pronto Ackermann descubrió un cable que pendía del techo, que hasta entonces les había pasado inadvertido. Lo sujetó por su extremo e instintivamente tiró de él hacia abajo. Un estridente chirrido rompió el silencio al tiempo que todo se llenaba de un vapor frío, como una nube de niebla surgida de alguna parte. Alarmado, se llevó la mano a la boca pensando que pudiera ser un vapor tóxico. Heather reaccionó de la misma manera. A los pocos segundos la nube se dispersó perdiendo su densidad; entonces pudieron ver que la pared frente a ellos era en realidad una gruesa puerta metálica que se había deslizado dejando abierta la entrada a una amplia cámara frigorífica. Parecía estar vacía.

Ackermann no se lo pensó dos veces y penetró en ella. Heather apenas pudo articular un «¡espera!» que llegó tarde. David no tenía miedo a nada, en las situaciones de tensión y riesgo siempre daba el primer paso. Ella, por prudencia, se quedó en el umbral del cierre metálico de la cámara, dentro de la habitación. En el techo del gran frigorífico había largos raíles de hierro, que iban de un extremo a otro de su interior y estaban cubiertos por una capa de escarcha. De cada vía pendían ganchos de hierro de los utilizados para colgar grandes piezas de carne. Pudo ver cómo Ackermann se introducía hasta el fondo y giraba hacia la derecha en un recodo. Al perderle de vista se intranquilizó. Sentía como un olor a amoniaco. Todo aquel lugar era de lo más tenebroso que había contemplado nunca. La temperatura allí dentro podía ser de unos veinticinco grados bajo cero. No se oía ningún ruido. Algo inquieta, preguntó:

—David, ¿dónde estás? —Pero no recibió respuesta. Estaba alarmada y temió por Ackermann. Esta vez gritó—: ¿Me escuchas? ¿estás bien?

Pasaron unos largos segundos y, repentinamente, se oyó un desagradable ruido metálico producido por el rozamiento de algún mecanismo. El sonido cada vez era más fuerte y se acercaba hacia ella. El corazón le latía muy rápido y apuntó hacia delante con la pistola que hacía unos momentos acababa de desenfundar.

Cuando más alarmada estaba, apareció Ackermann entre la neblina de la cámara empujando una gran pieza de carne congelada metida en una bolsa de plástico y clavada en uno de los grandes ganchos de hierro.

—Mira esto...

Tardó muy poco Heather en darse cuenta de que lo que de allí colgaba eran trozos de un ser humano metidos en esa gran bolsa. Estaban congelados pero alcanzó a distinguir un torso y una cabeza. Giró levemente el gancho y la visión del rostro de una mujer con los ojos totalmente abiertos provocó que se le escapara un grito de horror. Eran los restos de una joven cuyas piernas, también metidas en la bolsa, estaban fundidas desde la rodilla.

—Será mejor que avises a tus compañeros —acabó la frase Ackermann con voz pausada.

Pero Heather no pudo contestarle; por un momento le sobrevino una desagradable sensación de náuseas.

En pocos minutos el lúgubre sótano oculto en los bajos del edificio se llenó de policías y equipos del laboratorio. Con tantos uniformados y profesionales con bata del departamento de Investigación, el lugar perdió su semblante más siniestro. Habían colocado en una esquina dos focos de gran potencia que permitían iluminarlo todo.

De pronto un grito desde el fondo de la cámara frigorífica interrumpió el curso de las simultáneas conversaciones que estaban teniendo lugar.

—¡Hey! aquí hay otro cadáver —gritó el agente especial Charly Curtis al tiempo que salía del interior de la nave empujando uno de aquellos ganchos de hierro por su raíl, hasta que lo acercó a la entrada de la cámara—. Estaba en una esquina al final del todo —y añadió—: Ya no queda nada más dentro.

El nuevo cuerpo congelado y embolsado que sacaron era de un hombre; parecía de unos cuarenta años, también habían partido su cuerpo en trozos. Tenía restos de ropa como de un mono de trabajo de color azul oscuro.

A través de una inspección más minuciosa no tardaron en observar que sobre la bañera había una polea fijada al techo, y más adelante encontraron un cuarto escondido detrás de una falsa pared; en él había todo tipo de instrumentos: una sierra eléctrica, abundante cuerda para hacer trekking, diversos tipos de ganchos y arneses, todo un arsenal de herramientas llevadas a aquella galería del terror.

El frío procedente de la cámara invadía las restantes estancias del sótano, por lo que la investigación se hacía penosa. El jefe Jack intervino con evidente mal humor:

—Si no hay nada más dentro, cerrad de una vez esa maldita puerta antes de que este bastardo nos congele a todos.

Era conocido por todos su mal humor cuando un caso se complicaba más y más, sin aparente solución.

El enigma de Rania Roberts
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