Capítulo 17
Ackermann, sentado en el viejo sofá del pabellón del checkpoint, sentía impotencia: uno de los suyos podía cometer una locura o quizá ser tomado como rehén y él estaba a muy poca distancia sin poder hacer nada para evitarlo. Su sentido de la disciplina le permitía entender con resignación la situación de pasividad en la que se encontraba, pero le generaba mucha ansiedad. David era una persona muy racional, las raíces alemanas que su abuelo nunca se cansó de transmitirle en su infancia le hacían analizar en detalle las situaciones y planificar las actuaciones. Al igual que el director de Operaciones Especiales del Mossad, era consciente de que si Farlow atacaba indiscriminadamente a la población en Jericó, provocaría una revuelta generalizada y cientos de víctimas en los meses venideros; pero pensando en el presente, lo que más le preocupaba era el propio soldado Farlow y las víctimas inocentes que pudiera provocar. Para Ackermann, una vida inocente lo era en cualquier bando. Era un hombre justo, dispuesto siempre a entender a los demás, una persona solvente y ecuánime.
Cuando su móvil empezó a vibrar, lo sacó de inmediato del bolsillo superior de su chaleco y miró la pantalla: «Coronel Stern»; sintió alivio y se apresuró a contestar.
—Aquí Ackermann.
—Ackermann, soy el coronel Stern. —La voz sonaba hueca, así que supuso que estaba hablando a través de un altavoz de multiconferencia—. Le hablo usando el speaker —prosiguió el coronel, confirmándole indirectamente que podía haber alguien más escuchando la conversación. Al final sus sospechas mostraron ser ciertas cuando el coronel añadió—: Me encuentro con los ministros de Defensa e Interior, el director de Operaciones Especiales del Mossad y el secretario del primer ministro; estamos valorando la posibilidad de que usted y alguno de sus hombres se adentren en territorio palestino y realicen una incursión rápida para buscar al soldado Farlow. —E hizo una pausa para esperar su reacción.
Ackermann inconscientemente se puso en pie y con su mano izquierda se echó su rubio cabello por detrás de la oreja, muy serio. El cabo Heiss se encontraba frente a él, sentado en una silla de madera con astas en los bordes; al instante también se alzó y, aunque no podía escuchar la conversación, apreciaba la tensión en el gesto de su capitán. Ackermann le hizo una señal para que le dejara a solas.
—Es arriesgado, no tenemos aquí el equipo adecuado ni suficientes hombres, pero si es la mejor opción no dude de que lo haremos, señor, cuente con nosotros —contestó sin pensarlo mucho más. Él sabía, todos sabían, que se trataba de una misión de alto riesgo y con muchas probabilidades de fracaso.
—OK, capitán, tendrán que salir de inmediato; seleccione a sus mejores hombres y deje al resto en el checkpoint, debe parecer que todo sigue igual. Se trata de una misión secreta: confisque el móvil a todos, no quiero mensajes a familiares ni amigos, nadie debe saber que se adentran en territorio palestino.
El coronel y la mayoría de los mandos estaban hartos de la práctica de los soldados de reemplazo de contar en directo a través de las redes sociales sus movimientos e incluso de que colgaran fotografías a pesar de que estuviera totalmente prohibido.
—Prepárense, en breve le volveré a llamar para darles la orden de partida.
—Espero sus órdenes, mi coronel —contestó Ackermann, que ya estaba repasando los primeros pasos que debían dar. Un comando de cinco hombres, él y cuatro más. Inmediatamente pensó en los tres soldados que le habían acompañado en el jeep, pero le faltaba uno. Al mismo tiempo que pulsaba la tecla roja para colgar su Blackberry, llamó al cabo Heiss.
—Cabo, vamos a salir a buscar al soldado Farlow.
—Es muy arriesgado, señor —exclamó Heiss.
—Son las órdenes, cabo. Usted se quedará aquí al mando de la guardia. Los milicianos palestinos nos están observando desde su puesto fronterizo, así que todo debe aparentar absoluta normalidad. Necesito que uno de sus hombres nos acompañe, elija al que crea que puede encajar mejor en la misión.
Apenas dos minutos después los cuatro elegidos se encontraban en el pequeño pabellón. Todos los manuales del ejército destacaban lo importante de la preparación previa para llevar a cabo una misión; sin embargo, Ackermann disponía solo de unos minutos.
—Soldados, se nos ha encomendado una misión compleja. —Hizo una pausa para acentuar la gravedad de la situación—. Como sabéis, Farlow está en paradero desconocido; su hermana y una de sus sobrinas han muerto en el atentado de esta mañana. Él va armado y nos tememos que pueda estar ebrio, sus intenciones no pueden ser nada buenas.
Ackermann miraba las caras serias de aquellos soldados en su servicio militar obligatorio y lamentaba lo que estaba ocurriendo. Aquella era una misión para cuerpos especiales, entrenados para operaciones de asalto o rescate, no para soldados de reemplazo. Sin embargo tenía que transmitir su confianza en ellos, así que prosiguió impregnando de cierta solemnidad sus palabras:
—El gabinete de crisis del Gobierno de la nación nos ha encomendado esta misión secreta; bajo ningún concepto pueden hablar de la misma. La vida de Farlow y quizá la de muchos más depende de nuestro éxito, no les podemos fallar. Si alguno prefiere retirarse, aún está a tiempo —dijo desde su prominente metro noventa de altura, e hizo una larga pausa como esperando alguna defección.
Volvió a mirar a cada uno de los soldados a los ojos con fijeza; estos, a pesar del miedo que sentían, permanecieron impasibles, sin mover un solo músculo, como asintiendo con su silencio. Estaban más cerca de ser un grupo de estudiantes vestidos de soldados que una Unidad de Operaciones Especiales. Cuando Ackermann vio que ninguno reaccionaba prosiguió:
—Seguro que lo conseguiremos. Hay que encontrarlo y traerlo sano y salvo.
Mientras tanto, en la sala del Ministerio de Defensa, se hizo el silencio durante unos instantes. Hasta que Baroc, el secretario del primer ministro, alzó la voz:
—¿Qué les parece?
John Alberg se apresuró a contestar:
—No funcionará, es trabajo para una unidad de fuerzas antiterroristas. —El ministro del Interior tenía la absoluta convicción de que se trataba de una misión para dirigir desde su ministerio.
Zalat levantó la vista de su móvil, al que siempre estaba enganchado, para decir con su contundente voz:
—Eso ya lo hemos discutido. —El director de la Unidad de Operaciones Especiales del servicio secreto no paraba de recibir mensajes en el móvil de sus agentes que, por supuesto, no compartía con nadie, y añadió mirando al ministro del Interior—: Para cuando lleguen sus hombres ese Farlow puede haber organizado una buena. Ackermann es la única opción —sentenció.
El ministro de Defensa estaba satisfecho, sentía orgullo por la disposición con la que Ackermann había aceptado el desafío. Uno de sus hombres había creado esta situación y prefería que fueran también los suyos quienes la resolvieran, aunque sabía que era arriesgado. Desconfiaba de la participación de las fuerzas de seguridad del Ministerio del Interior y mucho más de los hombres del Mossad.
Baroc, antes de que se pudiera organizar una nueva discusión, intervino:
—Está bien, lo haremos con Ackermann. Antes informaré al primer ministro de nuestra propuesta para que apruebe la operación.
—OK, pero que sea rápido, está anocheciendo y será muy difícil seguir las huellas con los visores nocturnos —añadió el ministro del Interior, todavía muy poco convencido de la decisión que habían tomado.
Cuando la llamada de Baroc llegó al primer ministro, este se encontraba reunido con el resto de los miembros de su Gobierno y en contacto telefónico con el presidente del país y el jefe de la oposición. Debatían qué medidas tomar para dar respuesta al atentado. La primera opción era identificar al suicida y hacer una incursión con tanques hasta llegar a la vivienda de su familia para destruirla. Sin embargo, dependiendo de dónde se encontrara esta, resultaba complicada de ejecutar. La otra opción era enviar dos F-18 para hacer un bombardeo «selectivo», en el que seguramente muchas más casas quedarían destruidas. El riesgo de sufrir bajas resultaba prácticamente nulo, pero los «daños colaterales» siempre generaban muchas quejas internacionales. Parte del propio ejército no estaba de acuerdo con su ejecución.
El Gobierno estaba dividido entre los partidarios de enviar los tanques y los de poner en marcha el ataque aéreo. Los aliados del partido ultranacionalista preferían una tercera opción: rodear las principales ciudades y al mismo tiempo bombardear objetivos preseleccionados.
Jeremías Baroc, haciendo de portavoz del gabinete de crisis, informó al primer ministro de la situación. Este, en pie, no daba crédito a lo que oía; como si no fuera suficiente problema el atentado y la operación de castigo subsiguiente, ahora resultaba que un soldado fuera de control se había adentrado en territorio palestino.
—Jeremías, espere unos minutos hasta nueva orden. —Y colgó el teléfono.
El primer ministro se sentó de nuevo en su silla en la cabecera de la larga mesa de la sala del Consejo de Ministros y se quedó pensativo; su mente no estaba atenta a aquellas discusiones sobre las medidas que debían tomarse. Intentaba pensar con claridad para elegir la decisión más acertada. Los allí reunidos, enzarzados en aquella disputa, no se dieron cuenta de la mirada al vacío del primer ministro, absorto en su dilema.
Finalmente decidió no informar de la internada de Farlow al resto de los miembros del gabinete, temeroso de que pudiera haber filtraciones y llegara a saberse. Tenía potestad para tomar la decisión por sí solo.
Baroc le había recomendado firmemente optar por la incursión de Ackermann. Todavía con ciertas dudas de si esa medida complicaría aún más las cosas, marcó en su móvil rellamada, al tiempo que desplazaba ciento ochenta grados su silla giratoria, hasta que se quedó de espaldas al resto de integrantes de la reunión y cubierto por el alto respaldo de su butaca.
—Baroc, que proceda Ackermann, pero solo tiene dos horas; si no consigue encontrar al soldado en ese tiempo, hacemos una incursión masiva con tanques.
Inmediatamente, en la sede del Ministerio de Defensa Baroc se dirigió al gabinete de crisis:
—Tenemos luz verde del primer ministro, nos ha dado dos horas.
—Buen trabajo —dijo Zalat.
El ministro de Defensa, visiblemente satisfecho, se dirigió al coronel:
—Póngame con el capitán Ackermann, le hablaré yo personalmente.
—Sí, mi general —contestó el coronel al tiempo que marcaba el número.
Cuando el capitán Ackermann observó que su móvil, que esta vez había dejado encima de la mesa, empezaba a vibrar con el texto «Coronel Stern» en la pantalla, la adrenalina le invadió.
—Sí, mi coronel —contestó.
—Capitán Ackermann, no soy el coronel, soy el general Marc Bilden. —Ackermann ya sabía que se trataba del ministro de Defensa—. Escúcheme bien: el primer ministro acaba de autorizar la misión, confiamos en usted y sus hombres. Tienen dos horas; si en ese tiempo no lo encuentran, aborte la misión y regresen.
—Bien, señor —contestó Ackermann muy seguro de sí mismo—. Lo encontraremos.
—Muchacho —añadió Bilden en tono algo más paternal—, nos jugamos mucho pero quiero que todos vuelvan sanos y salvos con ese Farlow, tengan cuidado. —La tensión en su voz era ostensible, y colgó el teléfono.
Ackermann era muy consciente del riesgo de la operación, pero el sentido de la responsabilidad le hacía sobreponerse. Se sentía halagado de que le permitieran dirigirla. Sabía que era crucial salir cuanto antes, la luz solar estaba ya declinando y, aunque disponían de visores nocturnos de infrarrojos, sería complicado seguir las huellas.
Era muy consciente de que ninguno de los soldados que le iban a acompañar y que apenas superaban los veinte años de edad estaban preparados para este tipo de acción, pero no tenía otra opción. Debía cumplir órdenes e intentar traer a Farlow en perfectas condiciones.