Capítulo 27
Cuando abrió sus negros ojos se sintió desconcertada; estaba en una habitación extraña, en penumbra. Una aguja le atravesaba la vena principal del brazo derecho, no le dolía pero le impresionaba verlo. Observó la bolsa de plástico de la que caían intermitentemente gotas de un líquido transparente. Estaba suspendida en alto, en un mástil de metal junto a su lecho.
Desconcertada, dedujo que se encontraba en un hospital; jamás antes había estado ingresada.
Había diversos interruptores en la pared, dos de ellos iluminados por luces rojas, que parecían alertar sobre algo, pero no había suficiente luminosidad para identificar de qué avisaban. Las sábanas tenían un roce incómodo, casi rasposo.
Un pensamiento envuelto en la indefensión interrumpió la detallada observación de la habitación: «Pero ¿cómo he llegado hasta aquí?».
Se sentía muy débil y confusa bajo el efecto de los tranquilizantes; sin embargo, algo en su interior le pedía viajar a través de su memoria. Sabía que iba a ser un trayecto doloroso pero tenía que hacerlo; ella siempre buscaba respuesta a sus preguntas, con mayor razón debía hacerlo ahora.
La primera escena que revivió fue aterradora: estaba casi desnuda, postrada sobre sus rodillas y codos, como a cuatro patas; de pronto, un fuerte empujón sobre su espalda le estampaba la cara contra una tierra fría, pequeñas piedras se clavaban en la piel de su cara. Ese fue el recuerdo inicial, quizá porque el hematoma de la frente, la ceja partida y el ojo hinchado casi cerrado le molestaban; o tal vez porque sabía que había algo más terrible que le daba miedo rememorar.
De pronto, sintió un fuerte dolor en su interior que le llenó de un vacío absoluto. Sus recuerdos empezaron a multiplicarse desordenadamente cual catarata incontenible. La voz siniestra, aquellas órdenes terribles, un cuchillo cortándole la piel en la cadera y, finalmente, la amarga e indescriptible angustia del momento de la violación. Giró la cara contra la fría almohada llena de asco y apretó los ojos, como si al hacerlo se pudiera evadir de la realidad. Una lágrima perdida bordeó la base de su nariz. En aquella soledad absoluta su mente viajó junto a su madre. Quería abrazarla fuerte, separarse un poco, mirarla, sentir su olor y volverla a abrazar. Arrugó el ceño y, entonces sí, un mar de lágrimas brotó incontenible de sus ojos. Después la imagen de Abdul la invadió y sintió amor y odio con la misma fuerza. «¿Por qué todo esto?», se preguntó.
¿Por qué todo este huracán de maldad, miseria y tragedia? Sentirse humillada la desgarraba, jamás podría vivir con arreglo a sus principios y su cultura, sabía que su vida nunca sería igual, pero lo que no podía soportar era que su amado Abdul, el chico serio y noble, hubiera elegido inmolarse destrozando cientos de vidas mientras ella guardaba celosamente para él todo su inmenso amor. No podía perdonarlo. Cerró los ojos y, por última vez, lo odió infinitamente.
Sus pensamientos solo se interrumpieron cuando un haz de luz proveniente del pasillo se introdujo en la estancia. Simuló estar dormida, en esos momentos ni quería ni podía soportar la presencia de nadie.
Ackermann abrió con delicadeza la puerta y entró en la habitación. Olía a vida frágil. Se acercó a la cama y se quedó parado junto a ella. Rania mantenía los ojos cerrados y respiraba suavemente, como no queriendo estar. Él rompió el silencio en un tono dulce y amable:
—Me llamo David Ackermann, soy capitán del ejército israelí. Te encontramos gravemente herida en la frontera con Jericó. —Hizo una pausa y prosiguió—: Yo mismo te recogí del suelo del desierto y decidí traerte a este hospital de Jerusalén para que te atendieran.
Con esa introducción Ackermann entendía que conseguía varios objetivos. Primero se presentaba sin preguntarle a ella quién era, para transmitirle cierta cercanía. Después le explicaba, aunque solo fuera en parte, lo que había ocurrido; y, además, le desvelaba que él la había ayudado y por tanto no quería hacerle ningún daño, más bien lo contrario.
Rania le oyó perfectamente, pero ni se inmutó.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Ackermann. No obtuvo respuesta—. Entiendo que no quieras hablar, pero necesitamos saber algo de ti para poder ayudarte —añadió.
No había reacción. Rania estaba todavía en estado de shock, sentía asco. Su dulce y femenina mente no entendía nada, quería morirse y seguía pensando en su madre y en que necesitaba abrazarla. Estaba a punto de llorar, pero, por primera vez en su vida, no quería transmitir sus sentimientos, y menos delante de un desconocido. No podía inhibirse de los acontecimientos. Y la voz prosiguió:
—Tú no has hecho nada malo, solo quiero el bien para ti, pero para ayudarte necesito saber. —Ackermann, que se había sentado en un taburete bajo de hierro pintado de blanco, propio de un hospital de otra época, volvió a fijarse en sus facciones: esos pómulos pronunciados y aquellos labios tan bien dibujados y tiernos. Realmente era muy bella. Sintió lástima: una vida destrozada para siempre, sin sentido alguno. ¿Qué ilusiones tendría? ¿Quiénes serían sus padres? Seguro que ahora estarían desesperados buscándola. Cuánto habría sufrido allá en medio de la nada, salvajemente ultrajada. ¿Estaría casada? en Palestina las mujeres se casaban muy jóvenes, pero no lo creía. Dudaba que una esposa pudiera abandonar su casa sola. Seguro que le gustaría algún chico, tendría sus amigas, sus planes... «Qué desastre», pensó.
No parecía que le fuera a contestar, ni siquiera sabía si estaba despierta, pero en cualquier caso tenía que hacer algo. Así que instintivamente, con la intención de llamar su atención transmitiéndole afecto y cierto calor humano, le acarició la muñeca.
«Pero ¿cómo se atreve este a tocarme?», pensó Rania, sacando fuerzas de donde no las tenía. Y además podía sentir que la estaba mirando; eso no le gustaba nada, sin ella verle, así que retiró su mano de debajo de la de él, se cubrió con las sábanas la cara hasta la nariz, abrió los ojos y dijo:
—Rania Abdallah.
Ackermann ya no tenía muchas esperanzas de lograr entablar una conversación con ella, así que la respuesta le cogió por sorpresa. Esos ojos negros que se clavaban intensamente en los suyos le dejaron descolocado. Se quedó en silencio unos segundos y dijo:
—Hola, Rania. No tengas miedo de nada, solo te vamos a ayudar; ¿te acuerdas de algo de lo que pasó?
Movió la cabeza de un lado a otro negando. Sin embargo, unas lágrimas de desolación cayendo por su mejilla la delataron.
Ackermann sintió de nuevo que no estaba preparado para resolver una situación como aquella. Pero tenía que seguir adelante por el bien de ella.
No sabía ni por dónde empezar, no quería que entendiera la situación como un chantaje, pero no quedaba otro remedio. La alternativa era una vida pudriéndose en prisión acusada de intentar un ataque terrorista, o quizá ser eliminada sin escrúpulos. Así que decidió explicarle la verdad de lo ocurrido.
—Escucha bien esto, Rania —dijo Ackermann lo más respetuosamente que pudo—. Se ha creado una situación un tanto complicada. Como tal vez sepas, esta mañana un palestino se inmoló en el mercado de Jerusalén, matando a doce personas e hiriendo a muchas más.
Rania recordaba y su desolación se hizo si cabe más profunda. De inmediato pensó: «Pero ¿qué tendrá que ver lo que me ha pasado con la bomba de esta mañana? ¿Conocerían a Abdul y mi relación con él?». Por un momento su juventud le hizo sentirse culpable, como si por amar a Abdul ella hubiera hecho algo malo.
—Entre las personas que perdieron la vida se encontraba una joven madre y una de sus pequeñas gemelas de tres años —prosiguió Ackermann—. El hermano de aquella estaba de guardia en el checkpoint de Jericó; al conocer la noticia, abandonó el puesto, se emborrachó de tequila —mencionó como queriendo justificar lo injustificable— y se adentró hacia Jericó. Luego se encontró contigo —hizo una larga pausa y prosiguió— y, quizá como una absurda venganza y fuera de sí por el efecto de pastillas y alcohol, abusó de ti. —Volvió a mantener un largo silencio sosteniendo su mirada fijamente en la de ella, que seguía cubierta con la sábana hasta la nariz—. Si te dejamos marchar y esta historia llega a los medios de comunicación, se generarán revueltas por todas partes. Se trata del honor de una joven palestina indefensa agredida por un soldado israelí. Esas revueltas podrían derivar en una nueva Intifada de años de duración. Por otra parte, si nadie lo conoce, el ejército hará una incursión o un ataque selectivo para destruir la casa del suicida y la historia de lo que ocurrió contigo se olvidará, con el tiempo será como si nunca hubiera ocurrido. Quedarán las tragedias personales, la desolación de las familias de los inocentes fallecidos en el ataque terrorista y tu drama personal, pero, créeme, evitaremos el riesgo de un nuevo conflicto y muchas muertes. Por eso te queremos hacer una propuesta.
»Lo ocurrido se clasificará como secreto, nadie lo sabrá por nuestra parte y tú te comprometerás a no contarlo, estarás fuera de Jericó y cualquier territorio de Palestina durante un tiempo mínimo de cinco años; además pondremos una suma de dinero en una cuenta en el extranjero a tu nombre. Si algún día relatas lo ocurrido, las fuentes oficiales negarán tu versión y además no podríamos garantizar tu seguridad.
Ackermann respiró hondo. Había introducido con éxito la propuesta en la mente de aquella joven. No estaba seguro de que le hubiera comprendido a la perfección, ni siquiera sabía si entendía correctamente el hebreo. Tampoco si ella, tan joven y en unas circunstancias tan duras, habría asimilado la situación, pero aquella mirada profunda que le había estado escuchando con atención le hacía pensar que sí.
—Tienes media hora de plazo para contestarme —improvisó Ackermann, y se dio la vuelta para salir de la habitación. Un instante antes de hacerlo añadió—: Si no aceptas, la situación pasará a estar bajo control del servicio secreto y eso no sería bueno para ti.
Ackermann se sintió como un gánster, presionando a una pobre joven, pero consideraba que su obligación era informarla de todas las alternativas, incluso de las más siniestras. Aun así no estaba seguro de que ella llegara a imaginarse lo que le podría pasar, lo fácil que sería para un servicio secreto hacerla desaparecer sin dejar rastro. Porque no había testigos palestinos: los milicianos que les atacaron cerca de Jericó cuando fue introducida en el helicóptero no habrían podido ver nada. Ackermann no estaba seguro de que ella comprendiese plenamente lo que significaba caer bajo responsabilidad del Mossad. Esa chica tenía que aceptar el pacto como fuera.
Rania se avergonzaba de que un hombre la viera postrada en una cama, así que se alegró de quedarse sola al fin.
Su mente aturdida comenzó a analizar la situación. Estaba en Jerusalén. Abdul se había inmolado matando a mucha gente; eso le producía tal repulsa que físicamente le daban náuseas, así que instintivamente lo apartaba de su pensamiento. Ahora sabía que había sido forzada por un soldado israelí. ¿Cómo podría vivir con ello? Arrugó las sábanas con los puños y volvió a llorar sin consuelo. Solo quería sentir a su madre, llorar en su hombro, besarle con fuerza la mano como si quisiera fundirse en ella como hacía de pequeña cada vez que la veía. Entonces cerró los ojos y fue consciente de que su vida iba a ser otra de aquí en adelante. Hacía tan solo unas horas estaba soñando con una tranquila existencia, casada con Abdul, en su amada Jericó, rodeada de los suyos. Eso ya jamás podría ser. Ni se casaría con él ni con nadie. Una mujer musulmana violada por un judío no era digna de nadie, no podía volver.
Pasaron unos minutos y se pudo serenar en alguna medida. Aquel militar israelí que la había visitado le inspiraba confianza, recordaba cuando la levantó del suelo en brazos, y ahora ese mismo hombre la invitaba a tomar una decisión: irse por un tiempo.
«¿Un tiempo mínimo de cinco años? Me tendré que ir por una vida. Pero ¿cómo voy a tomar yo sola una decisión así? ¿Qué haré en un lugar desconocido?», un torbellino de incógnitas la aturdían. Su mundo hasta ese día giraba en torno adónde ir o qué ropa ponerse, con quién hablar o de qué hacerlo. Ahora todo era diferente. Recordó las antiguas palabras de su padre: «Hija, la vida que nos ha tocado vivir es difícil, sufrirás penurias, pero también puedes ser muy dichosa, depende solo de ti. Si eres honesta contigo y con los demás, si buscas siempre el bien y piensas en los otros antes que en ti —le solía decir—, cada día te levantarás muy feliz y harás feliz a los que te rodean».
«Pensar en los otros antes que en ti», se repitió.
Le pareció que tan solo había pasado un instante cuando se abrió de nuevo la puerta; Ackermann se encontraba mental y físicamente destrozado, ya casi no le quedaban fuerzas.
—Rania, ¿has decidido algo?
Ella le miró con gesto grave y comenzó a hablarle muy despacio en inglés.
—Está bien, acepto su trato, pero si el ejército israelí hace daño a la familia del suicida, contaré lo ocurrido a todo el mundo. Quiero saber dónde voy a vivir. ¡Ah! y otra cosa: también tengo que hablar con mi madre.
Ackermann se quedó sorprendido por la firmeza de aquella joven y se alegró.
Salió de la habitación y transmitió el mensaje al coronel Stern. Este informó al gabinete de crisis. Como era habitual, hubo disparidad de opiniones. Bilden, como ministro de Defensa y máximo responsable del ejército, se sintió aliviado; le avergonzaba la actuación de Farlow, así que, aunque no le gustaba que ella pusiera condiciones, pensaba que lo mejor era aceptar.
Baroc, el secretario del primer ministro, y Zalat no estaban dispuestos a acceder a ninguna condición. Baroc porque se acercaban elecciones y su Gobierno no podía mostrarse débil con el terrorismo: una acción militar rápida de escarmiento contra la casa del terrorista era lo mínimo que podían presentar ante la opinión pública. Que hicieran daño o no a algún miembro de la familia del suicida era un tema colateral, pero no se podían comprometer a ello. Por último estaba Zalat, que no era partidario de ningún acuerdo.
—Señores, no perdamos más tiempo con este tema. Hay que sacar de circulación a esta mujer. Es lo único que nos evitará problemas.
Baroc intervino:
—No lo podemos decidir nosotros, informaré al primer ministro.
Finalmente el Gobierno llegó a la conclusión de que el conocimiento por parte de la opinión pública de la violación de aquella chica como venganza, ejecutada por un soldado ebrio y fuera de control, tendría una pésima repercusión para la imagen de Israel dentro y fuera del país, así que aceptaron sus condiciones.
El Mossad se encargaría de establecer un seguimiento permanente sobre aquella muchacha al menos durante un tiempo. Empezarían por escuchar secretamente sus primeras conversaciones con su madre.
Cuando el coronel transmitió a Ackermann la decisión del Gobierno, este se alegró.
Entró por tercera vez en la habitación de Rania y, como no tenía ningún otro, facilitó su propio teléfono móvil a la chica.
—Toma, Rania, puedes llamar desde aquí; eso sí, acuérdate de nuestra alianza; no le puedes contar nada de lo ocurrido, si lo haces se romperá el pacto. Saldré fuera unos minutos para que estés sola.
Rania se lo agradeció, pensó que aquel Ackermann era una buena persona. Lo que no podía imaginarse era que su conversación iba a ser escuchada y grabada. Zalat, en cuanto supo que el helicóptero aterrizaría en el hospital Sahaare Zedek, había ordenado que una unidad móvil camuflada, con potentes equipos electrónicos para interceptar llamadas, se situara en sus cercanías. Más que nada quería estar seguro de que lo que comunicaba el coronel Stern en sus conversaciones con Ackermann era lo correcto.
Rania marcó el número de su madre.
—Hola —contestaron al otro lado de la línea.
Rania no pudo hablar, se quedó muda. Aunque su madre no identificaba aquella serie larga de números que le aparecían en la pantalla, tuvo un presentimiento:
—Rania, hija mía, eres tú, ¿verdad? Contéstame —le dijo agitada por la emoción.
—Sí, madre, soy yo. —Y no pudo seguir hablando.
—Hija, ¿dónde estás? ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? —preguntó atropelladamente su desesperada madre.
—Estoy bien, madre.
—Pero ¿dónde estás?
—Mamá, salí de casa muy triste y algo ocurrió.
—Pero ¿qué pasó?
Lo que más necesitaba en ese momento era contarle a su madre su desgracia, llorarle a ella. Pero su conciencia se impuso a sus deseos más profundos: «Pensar en los otros antes que en ti». No podía romper el pacto, pondría en peligro a la familia de Abdul. Y se armó de valor.
—Mamá, no volveré a Jericó.
—¿Cómo que no volverás a Jericó? Pero ¿dónde estás? ¿Qué te han hecho, hija mía?
—Nada, mamá, di a todos que me enviaste a El Cairo con unos amigos de la familia para que descansara tras el dolor por la muerte de Abdul, la gente lo entenderá. Y no te preocupes por mí, estaré bien. Dale un beso a Yasmin de mi parte. Te llamaré de aquí a algún tiempo. Te quiero mucho, madre. —Colgó y lloró estrepitosamente.