Capítulo 13

Las primeras ambulancias comenzaron a llegar. Un grupo de judíos ortodoxos con sus tradicionales vestimentas y largos tirabuzones, que parecían traídos de los tiempos en que los dioses se hicieron uno, empezaba a recoger meticulosamente los restos de personas y trozos de ropas ensangrentadas; la tradición judía indica que todo resto humano debe enterrarse: «Polvo eres y al polvo has de volver».

Con presteza aparecían ambulancias procedentes de todos los hospitales, rompiendo con sus sirenas el trágico silencio que dejó la explosión. Se acercaba el atardecer del viernes y, con él, el Sabbat. Los escritos de la Torá predican abstenerse de trabajar hasta la aparición de las estrellas el sábado por la noche. Algunas de aquellas ambulancias podrían ser apedreadas por creyentes ultraortodoxos si no respetaban los preceptos, por lo que los conductores se afanaban en trasladar a los heridos a gran velocidad.

Sus ocupantes saltaban ágilmente para iniciar una actividad frenética, la vida de muchos de los heridos dependía de la celeridad con la que fueran atendidos. Aquellos supervivientes, que en los momentos iniciales habían prestado los primeros auxilios a las víctimas más afectadas, eran ahora acompañados por personal de asistencia sanitaria para ser atendidos. Auténticos héroes que, en su afán por ayudar a los más graves, ni siquiera se habían dado cuenta de que ellos también estaban heridos. Otros todavía deambulaban sin saber ciertamente dónde estaban. El esqueleto del autobús seguía en llamas y expulsaba un humo denso que convertía el lugar en lo más parecido a un infierno. Los bomberos se esforzaban en apagar ese fuego principal y otros menores que se habían originado donde antes estaban los puestos del mercado.

Weisser, jefe de la Policía de Jerusalén, tomó el mando directo de la situación sobre el terreno. No tardaron en llegar los especialistas de la Unidad de Desactivación de Artefactos Explosivos. Sus caras reflejaban la tensión del momento; ellos sabían que en la zona podía haber algún explosivo más oculto y en cualquier momento todos podrían salir volando por los aires. Empezaron a revisar los automóviles de los alrededores e iniciaron las investigaciones. El jefe de la unidad pidió a sus hombres que buscaran en torno al autobús restos del suicida, porque junto a él encontrarían rastros del explosivo e información valiosa para conocer quién era y su procedencia.

El ejército acordonó la zona y su unidad antiterrorista inició también sus propias investigaciones. En el lugar de la explosión había personas de muchas procedencias: judíos, árabes, cristianos, turistas, todos mezclados. Temían que otro suicida pudiera estar presente, por lo que pedían identificarse a todos aquellos que les parecían sospechosos.

Unos minutos más tarde, a treinta metros del lugar en el que se había producido el estallido, la agente de policía Rebeca Fassbinder encontró una cabeza de un muchacho árabe. Sus ojos abiertos le espantaron, eran de un color negro profundo, no tenía nariz ni labios ni dientes, por lo que sería difícil de identificar. Pero su intuición de policía experimentada le hizo sospechar que quizá podía tratarse del terrorista, así que no la tocó y avisó por radio al jefe Weisser. Sin embargo, al poco observó algo que le llamó la atención y la dejó pensativa. En los restos de cuello que tenía adheridos aún a su cabeza llevaba enganchada una cadena con un colgante de estaño en forma de corazón. Parecía recortado a mano. Tenía una letra grabada, podía ser una pe, o quizá una erre. La sangre cubría parte de la placa y no se podía leer bien. En los casos de terroristas que se inmolaban que a ella le había tocado investigar, estos no llevaban nada encima, solo un pantalón, una camisa ancha para ocultar el cinturón de explosivos y ningún objeto personal para evitar ser identificados, así que aquel hallazgo le hizo dudar. Aquel colgante era como un recuerdo de un amor, muy impropio de uno de esos suicidas. «Quizá se tratase de una víctima más», pensó.

Dos expertos de la unidad de explosivos, con sus identificaciones a la vista en sus cazadoras, se acercaron y empezaron a tomar muestras de cabello de aquella cabeza, que estaba impregnada de un polvo de color óxido. La agente Fassbinder preguntó:

—¿Qué os parece?

Uno de ellos, sin mover ni un músculo de la cara y sin muchas ganas de contestar, asintió con la cabeza y dijo:

—Puede ser.

El lugar se llenó de cámaras de televisión que competían por obtener las primeras imágenes. Los técnicos estudiaban cuidadosamente la mejor localización para ubicar a sus reporteros. Los canales de televisión interrumpieron su programación para hacer conexiones en directo desde lo que quedaba de la entrada del mercado. La actividad era frenética, porque además cada vez quedaban menos minutos para el inicio del Sabbat.

En el lugar de los hechos se presentaron dos hombres vestidos de paisano, con gafas de sol, traje oscuro y corbatas lisas. Al primer policía con el que se toparon le pidieron hablar con el jefe al mando, al tiempo que se identificaban con unas placas que sacaron del bolsillo de su chaqueta. Los policías reconocieron inmediatamente las insignias. Se trataba de agentes del Mossad, el servicio secreto israelí. Les acompañaron hasta el lugar en el que se encontraba el jefe Weisser, que a duras penas intentaba coordinar a sus hombres, bomberos, servicios de urgencias, soldados, rabinos y religiosos.

El más bajo de los dos tipos se presentó: agentes Hein y Karl, del servicio secreto. No hizo ningún amago de estrecharle la mano, sino que directamente le interrogó.

—¿Tienen alguna versión de los hechos?

—Parece que un joven palestino se ha inmolado en el autobús —contestó de mala gana Weisser. El jefe de Policía de Jerusalén detestaba a los tipos del Mossad, le parecían unos arrogantes que se creían por encima de la ley. Eran frecuentes las disputas con sus hombres.

—¿Habéis encontrado algún resto?

—No estamos seguros todavía, pero podría ser.

—¿Podemos verlo? —preguntó por mero formulismo. El jefe Weisser sabía que sería inútil negarse.

—Sí, claro. —Weisser hizo un esfuerzo por parecer amable y pidió a uno de sus hombres que les acompañara junto a la agente Fassbinder.

Al llegar al lugar y ver la cabeza de aquel chico ni se inmutaron. Se quedaron mirando aquellos ojos de un negro profundo que parecían estar diciéndoles algo desde el más allá. Estaban entrenados para no mostrar nunca emociones, ni aunque su vida fuera la que estuviese en peligro.

Mientras tanto, en Tel Aviv, en la sede del Ministerio de Defensa se reunía el gabinete de crisis; era lo habitual tras un atentado. Estaba integrado por cuatro personas. El ministro de Defensa, general Marc Bilden, retirado del ejército y activo en la vida política; John Alberg, ministro del Interior y al mando de todas las fuerzas de seguridad del Estado excepto las militares, también exmilitar de alta graduación pasado a la política; Simon Zalat, director de la Unidad de Operaciones Especiales del Mossad, denominada Cesárea, que llevaba más de treinta años en el servicio de espionaje. El cuarto hombre era Jeremías Baroc, secretario personal del primer ministro, único político de carrera del grupo y hombre de su máxima confianza. El gabinete coordinaba las operaciones de investigación, comunicación con los medios y asistencia a los familiares de las víctimas y proponía al Consejo de Ministros del Gobierno las medidas preventivas que debían tomarse. No así las medidas de acción o represalia, que se discutían solo en una reunión al completo del gabinete del Gobierno. Desde su despacho, el primer ministro estaba puntualmente informado y a su vez en contacto con el presidente del país, la oposición y gobiernos aliados extranjeros.

—¿Se sabe ya quién era el suicida y de dónde venía? —preguntó Bilden, el ministro de Defensa.

—Todavía no —contestó John Alberg. La información desde el lugar de los hechos llegaba a través de la Policía Antiterrorista, que dependía del Ministerio del Interior que él dirigía.

—Parece que han encontrado ya restos del cuerpo, la cabeza del suicida. —Simon Zalat, el jefe de unidad del Mossad, irrumpió con elocuente satisfacción en la conversación.

Alberg, al que sus hombres de la Policía Antiterrorista todavía no le habían pasado dicha información, se molestó. «Maldita sea, estos tipos del Mossad siempre anticipándose», pensó. La rivalidad entre las unidades responsables de la seguridad del país era constante, sus relaciones no eran todo lo fluidas que deberían, dado que sus intereses y procederes en muchas ocasiones divergían. Era lo habitual, cada vez que se producía un atentado se iniciaba la competencia entre ellas: ejército, Policía Antiterrorista, agentes del servicio secreto del Mossad y sus respectivos ministerios de Defensa y del Interior; al final, los intereses políticos de los distintos partidos que formaban la coalición de gobierno se acababan entrometiendo hasta entorpecer muchas veces las actuaciones de los profesionales.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió irritado Alberg. Se suponía que ellos estaban al frente de la investigación.

—Un agente nuestro ha podido ver lo que parece ser la cabeza del suicida —contestó Zalat.

Alberg marcó de inmediato un número desde su móvil y pidió que le pusieran con Weisser, jefe de la Policía de Jerusalén. «Ese maldito Weisser, cómo ha podido pasar la información a un miembro del Mossad». Era él quien estaba al mando.

En el lugar de la explosión, un médico recién llegado en una ambulancia se acercó a dar los primeros auxilios a la madre que yacía junto a sus pequeñas gemelas. Se llamaba Esther Farlow. Tenía a una de las niñas agarrada fuerte con el brazo derecho. La pequeña lloraba quedamente y un hilo de sangre brotaba de su oído izquierdo; estaba conmocionada, sin habla, la pobre cría ni siquiera se quejaba. El doctor observó que la madre tenía una herida en la cabeza que le había dejado el rostro lleno de sangre, pero no parecía muy grave. Se arrodilló junto a ella y la alzó levemente.

—Tranquila, ya estamos aquí para ayudarte —le dijo.

Entonces recorrió con la vista el cuerpo de la joven madre y lo que vio le aterrorizó. Presentaba un agujero de enormes dimensiones, como un palmo de ancho, a la altura de su cadera derecha. Se estaba desangrando. Poco se podía hacer.

La mujer, moribunda, le agarró fuerte por el brazo con la mano que tenía libre y dijo algo con un fragilísimo hilo de voz apenas perceptible. El doctor acercó su oreja a la boca de ella y finalmente pudo entender sus palabras:

—Mis hijas... ¿Están bien?

Esther tenía tan solo veinticinco años. Recién casada le detectaron problemas de fertilidad, por lo que siguió un programa de tratamiento hormonal intenso que duró un año. Sus padres se opusieron a que lo hiciera porque creían que era contra natura; además, las hormonas que se inyectaba casi le provocaron una depresión. Todo aquello fue muy duro. A los pocos meses de abandonarlo, y ya sin ninguna esperanza, se quedó embarazada por sorpresa de las gemelas; pensaron que era un regalo de Dios por todo lo sufrido. Una inmensa alegría embargó a la familia Farlow. Las gemelas Alison y María llenaron de felicidad aquel hogar.

El doctor giró su cabeza buscando a la otra hermana y de pronto observó a un metro de distancia un pequeño cuerpo que yacía en el suelo; estaba destrozada, sin vida.

Pensó por un instante y finalmente acercó su boca al oído de aquella pobre mujer y le susurró:

—No se preocupe por ellas, están las dos bien.

Al oír la respuesta, Esther exhibió una ligera sonrisa de alivio; luego apretó la mano de la pequeña que tenía bajo su brazo e inhaló aire por última vez en su vida.

El médico que le atendía estaba acostumbrado a lidiar con situaciones humanas trágicas, dado que trabajaba en las urgencias del hospital Sahaare Zedek. Sin embargo, mientras sostenía la cabeza de aquella joven, mezclada con su sangre y con los restos del cuerpo de una de sus pequeñas gemelas, que yacía destrozado tan solo a un metro de ella, no supo o no quiso decirle la verdad. Decidió que muriera lo más plácidamente que fuera posible, por eso le mintió. Se quedó pensativo, avergonzado de la maldad que el ser humano era capaz de producir. Pasó la mano por la frente de Esther de arriba abajo y le cerró los ojos, se levantó con la pequeña superviviente y se la llevó a una ambulancia cercana. Él no podía hacer más allí...

A medida que se recogía a los heridos en las ambulancias, las unidades forenses iban levantando acta y los cadáveres se retiraban para su posterior identificación y comunicación a sus familiares.

El enigma de Rania Roberts
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