Capítulo 57
Esa mañana Rania se levantó antes que Debra; casi siempre lo hacía. Estuvieron grabando la noche anterior y el equipo tenía el día libre tras seis intensas jornadas de trabajo. Se preparó su taza de té con hojas de hierbabuena y cogió de la despensa dos galletas rellenas de dátiles. Poder desayunar lo mismo que acostumbraba a tomar en Jericó la hacía sentirse algo más cerca de su hogar. No hacía muchos días que había descubierto en su nuevo barrio una pequeña tienda con todo tipo de comida árabe, un pequeño paraíso lleno de olores, sabores y por supuesto recuerdos... Eso era algo que le encantaba de Nueva York: podías conseguir alimentos de los lugares más recónditos del mundo. Se las arregló para no hacer ruido procurando evitar incluso que la taza y el plato se golpearan para no despertar a su compañera. Cuidadosamente se dirigió al pequeño salón del apartamento. Sentada en una pequeña butaca tapizada en seda con dibujos de flores en tonos pastel, observaba en silencio la calle. A Rania le sorprendía que, de alguna manera, ya empezara a sentirse parte de aquel lugar en el que muchos de sus habitantes provenían de otras tierras, al contrario que su Jericó, en el que casi todos habían nacido allí.
Al acabarse el té fue a dejar la taza sobre la pequeña mesa junto al sofá y entonces lo vio. El sobre era de color azul claro y las letras estaban escritas con tinta negra con una muy buena caligrafía, que de inmediato reconoció. Se quedó pensativa unos segundos, pero su ansia la llevó a cogerlo sin más dilación. Tomó la cucharita del té, empuñándola al revés, sin mancharse, y deslizó el mango por debajo de la solapa. En cuanto la abrió le llegó la fragancia del perfume que su madre utilizaba. La invadió la añoranza.
Leyó la carta muy despacio, saboreándola tanto como había hecho con el té de hierbabuena. Su madre le contaba que todo estaba muy bien por allí, que la echaba mucho de menos pero que se alegraba mucho de que ella fuera progresando. También que Yasmin estaba muy contenta de saber de ella. Por allí las cosas se habían calmado tras los incidentes de meses atrás. Al final de la carta le enviaba su nuevo número de teléfono por si algún día tenía posibilidad de llamarla.
Lo que su madre no le contó fue que, tras perder a casi toda su familia, Yasmin se había ido a vivir con ella, pero como no quería que sufriera más, prefirió omitirlo; bastante había tenido ya su pobre hija.
Rania se quedó pensativa dudando por un instante; todavía sentía rubor de hablar con cualquiera de los suyos. Sin embargo, el amor que sentía hacia su madre la llevó a decidirse. Cogió su móvil y marcó aquel número.
—Hola —contestó una voz en árabe.
Para sorpresa de Rania, aquella no era su madre.
—¿Quién es? —preguntó.
Yasmin sí la reconoció a ella al instante. Casi dando un grito exclamó:
—¡Rania! ¡soy yo, Yasmin!
—¡Yasmin! ¡qué alegría oírte! ¿Cómo estás?
—Muy bien, vine a ver a tu madre —mintió.
—Pues ya te habrá contado cómo me va por aquí. Este mundo es muy distinto al nuestro pero voy sobreviviendo. Tengo un trabajo en un canal de televisión y vivo en un piso muy bonito con una amiga; bueno, es también mi jefa. —Rania hablaba atropelladamente, sin parar, consciente de que había dejado su vida allí de forma tan abrupta que necesitaba contarlo todo para sentirse más cerca de su amiga del alma.
—Aquí te echo mucho de menos, ¿sabes? Por las tardes salgo sola a pasear; me siento junto a nuestro árbol y —hizo una pausa la bondadosa Yasmin— a veces, al atardecer, cuando el sol se pone de ese naranja intenso tan bonito y que tanto te gustaba, pienso que allá donde te encuentres estará amaneciendo. Es como si él se llevara mis pensamientos para ti. Espero que alguna vez te lleguen.
—Claro que sí, Yasmin, siempre me llegan, yo te llevo muy dentro; cuando me ocurre algo, siempre quisiera poder hablar contigo para contártelo. Te prometo que algún día te invitaré a que vengas y conocerás todo esto con tus propios ojos. ¿Cómo están los preparativos de tu boda? —añadió.
—Bien, todo en marcha. —La boda de Yasmin se había aplazado; tras la muerte de sus padres, los hermanos mayores decidieron que no era momento de celebraciones. Así que había sido pospuesta sin nueva fecha. Además estaba el problema de la dote. Yasmin no tenía ya muy claro que fuera a casarse nunca. Rania, por el tono de su voz, percibió de inmediato que algo no iba bien.
Las dos amigas siguieron poniéndose al día, con momentos de entusiasmo en los que hablaban las dos al mismo tiempo y otros de tristeza con largos silencios que decían mucho. Como las muy buenas amigas que eran, notaban que no se lo contaban todo, pero ninguna quiso indagar sobre la otra. Ni Yasmin le preguntó los verdaderos motivos por los que abandonó Jericó ni Rania quiso saber más detalles sobre la boda de su amiga. En un momento dado Yasmin le dijo:
—Rania, te paso a tu madre. Te quiero con toda mi alma, que Alá te acompañe.
—Yo también —apenas balbuceó Rania llena de emoción.
Debra, en pie junto a la puerta de la entrada de la sala, observaba atentamente a Rania. Nunca la había oído hablar en árabe y la impactó. Sus palabras y su acento la llevaban a otros tiempos. Podía adivinar que se expresaba con sentimiento, la lágrima que brotaba de sus bellos ojos negros no era más que una muestra de ello.
Tras unos pocos minutos Rania se despidió de su madre y dejó el móvil sobre la mesa. Se quedó inmóvil como una frágil estatua de cristal. Debra se acercó lentamente y le pasó la mano por debajo de la mejilla. Rania se giró y la miró con los ojos vidriosos como un espejo roto.
—Era mi madre; leí la carta y la llamé —explicó Rania hablando muy despacio.
Debra desconocía los motivos por los que para su compañera de piso resultaba tan difícil evocar su pasado y más aún hablar de él, pero lo respetaba. Estaba convencida de que ocultaba algo, pero no quería preguntar, quizá algún día ella se lo explicaría.
—Está bien que lo hicieras, ahora estarás mejor —le dijo dulcemente.
—Sí, seguro que sí. Gracias, Debra.
—Tengo una idea: ¿nos vamos juntas a mi gimnasio?
—¿Al gimnasio? Pero yo no he ido nunca a uno.
—No te preocupes, yo te enseñaré.
—No tengo qué ponerme —añadió incómoda.
—Descuida, yo te presto algo.
Cuando Debra apareció con su pantalón pirata de entrenamiento de elastán muy ajustado y otro de sobra para ella, Rania se espantó.
—Pero no pretenderás que me ponga eso, marcando todo...
—Rania, lo llevan todas las chicas. Además la sudadera es sumamente holgada y un poco larga.
—Sí, pero yo no... recuerda que vengo de otra cultura.
—Podrás venir de otra cultura, pero no vas a ir hecha un adefesio; una mujer con estilo como tú lo tiene hasta para ir al gimnasio. Y lo de la cultura no lo sabe nadie, solo tú. Te propongo algo: te pones esta camiseta por fuera y así no se te marcará nada. —Como siempre la conciliadora Debra se salió con la suya.