Capítulo 2
Algunas tardes, cuando los turistas llegaban para fotografiarse junto a aquel viejo árbol desde el que el Mesías de los cristianos predicó un día, Rania se acercaba y se ofrecía para ayudarles, orientarles, hacerles una foto con sus propias cámaras, cualquier cosa que necesitaran.
Los visitantes se sorprendían al ver a aquella preciosa chica palestina tan alta y que hablaba inglés con marcado acento americano. Ella se ofrecía para acompañarles a dar un paseo por las tiendas y les servía de intérprete. No pedía nada a cambio, lo hacía para poder hablar con ellos. Le interesaba todo, saber dónde y cómo vivían, a qué se dedicaban, cómo pensaban; así aprendía de otros mundos y otras vidas. Había parejas que discutían mucho, sin importarles la presencia de extraños, lo que no le gustaba; enamorados que no se soltaban de la mano ni un momento y, a veces, hasta se besaban. Ella se ruborizaba y giraba la cabeza; «hacer eso en público no está bien», pensaba. Pero instintivamente les miraba con disimulo, no podía dejar de hacerlo y, aunque sabía que era algo inapropiado, le gustaba que se demostraran su cariño, allí, delante de todos. Eran esas turbulencias continuas con las que convivía su pensamiento.
La mayoría de los turistas, agradecidos por su ayuda, le daban una propina, casi siempre en dólares o euros. Ella no quería aceptarlos pero ante su insistencia los guardaba.
Una tarde de primavera uno de aquellos destartalados coches que pretendían ser taxis y llegaban cargados de turistas paró junto a la plazoleta que rodeaba el árbol. Sin esperar a que el vehículo se detuviera por completo, se abrió la puerta trasera derecha y salió de su interior su única pasajera, una mujer de unos cuarenta años. Llevaba el pelo cortado a la altura del hombro, teñido de rubio claro. Vestía una elegante blusa negra y falda beis con exagerados botones negros en su frontal. Se cubría parte del rostro con unas enormes gafas de sol de ostentosa montura oscura. Se movía con energía, como si tuviera prisa.
Antes de que el conductor, que a la vez hacía de guía con su muy limitado y tosco inglés, le pudiera explicar la historia de aquel milenario árbol, ella exclamó en un tono punzante:
—¿Este es el árbol de Jericó? —y añadió en voz baja—: Pues vaya mierda.
—Sorry? —preguntó el conductor, haciendo uso de la palabra que más cómodamente pronunciaba de entre su escaso vocabulario inglés.
Ella le contestó:
—Ya lo he visto, está bien, larguémonos de aquí.
El voluntarioso hombre no entendía nada y comenzó a sudar del apuro que sentía. Entonces vio a Rania al otro lado de la calle, que asistía a la escena, y le gritó en árabe:
—¡Eh, ven aquí! Ayúdame, no comprendo a la señora.
Rania, cuya apariencia ya era entonces la de una mujer, empezó a cruzar la calle con su andar de gacela. Llevaba puestos unos jeans y una túnica de lana gris oscura.
La turista levantó las cejas hasta donde la última inyección de botox le permitió, al tiempo que con la mano derecha se bajaba las gafas de sol hasta la nariz. La contempló de arriba abajo: entre aquella polvareda parecía un espejismo, tan alta, con ese porte...
—Hola, ¿le puedo ayudar en algo? —se ofreció Rania en perfecto inglés con su acento americano y no sin ciertas reservas.
—Sí, por favor, dile a este hombre que el árbol ya lo he visto, que me lleve a otro sitio.
Rania se apresuró a traducir al conductor. Este, satisfecho, le indicó:
—Escucha, esta señora viene de uno de esos lujosos hoteles del mar Muerto. Me la trajo un guía israelí que la dejó en la Jericó Junction, en el parking de la estación de servicio de la autopista, allí la recogí. Pasó conmigo el checkpoint israelí y nuestras garitas de aduanas. La tengo que devolver al mismo sitio en tres horas. Ha contratado una visita al árbol, a la ciudad, a las ruinas y las cuevas. —Se protegió con la mano del sol de media tarde que le estaba deslumbrando y prosiguió—: Es un poco rara, como todos los que vienen de Nueva York: viaja sola, no para de hablar y aunque sabe que yo no la entiendo le da igual, me da que se habla a sí misma. ¿Por qué no nos acompañas y haces de intérprete? Te daré algún dólar.
Rania no tenía que ayudar a su madre aquella tarde y su amiga Yasmin, con la que solía pasar los pocos ratos libres que tenía, se encontraba enferma y no iba a salir de su casa, así que no se lo pensó: pasaría el rato con ellos. Además aquella mujer, aunque la intimidaba un poco, parecía interesante, distinta a las habituales parejas que pasaban por allí; algo nuevo aprendería.
—Claro que sí —le contestó, y dirigiéndose a la extranjera con su impecable acento le dijo—: Si lo desea, les puedo acompañar y hacer de intérprete.
—Fantástico —exclamó la visitante—, me llamo Anne. —Y extendió la mano.
Rania le ofreció la suya con ciertas dudas, aquella no era la manera correcta de saludarse, pero...
—Qué bien hablas inglés —elogió la turista—, ¿dónde lo has aprendido?
—Mi madre era americana. —Siempre lo decía en pasado, como si al hacerse musulmana también hubiera renunciado a su nacionalidad.
—¿Y tú?
—Yo soy de Jericó —respondió orgullosa. Era la única mentira que se permitía decir, porque a Rania no le gustaba explicar que había nacido en El Cairo cuando sus padres estaban exiliados.
Visitaron las ruinas de la antigua ciudad, donde restos de sus preciosos mosaicos todavía se conservaban en el suelo, y Rania, con gran satisfacción, le iba narrando los anales de aquella urbe milenaria...
—En la Biblia, Josué afirma que la ciudad se fundó siete mil años antes de Cristo, luego ahora tendría más de nueve mil años. Sin embargo, algunos restos excavados indican que podrían ser hasta once mil.
La turista la miraba atentamente, ya sin las gafas de sol. Y Rania proseguía, se había aprendido muy bien la historia de tanto repetirla a los visitantes y la narraba muy seria, como si realmente fuera una guía profesional.
—En sus orígenes estas tierras fueron un oasis, luego una aldea de piedras, hasta que se convirtió en el poblado más grande de su época. Sus primeros habitantes fueron los cananeos, después a lo largo de la historia pasaron por aquí muchos pueblos de distintos orígenes: judíos, otomanos, ingleses, jordanos... Ahora es una de las principales ciudades de Cisjordania, en lo que ustedes denominan territorios administrados por la Autoridad Palestina...
A Rania, su madre le permitía que hiciese de guía, esas propinas les venían muy bien, pero le había advertido de que tuviera cuidado cuando explicaba las cosas, que siempre fuera muy objetiva porque, aunque los visitantes podían parecer iguales, había personas de todos los orígenes y era mejor no meterse en opiniones religiosas o políticas. Ella no tenía ningún interés en la política y detestaba la violencia, tan habitual por aquellas tierras, así que con gusto evitaba cualquier comentario que pudiera generar controversia.
Cuando tomaron el escacharrado vehículo para dirigirse al frágil teleférico, que subía a las cuevas donde Jesús ayunó y oró durante cuarenta días, Rania se fijó atentamente en aquella señora. Vestía con simplicidad en el diseño, pero lucía muy atractiva, tenía un aspecto muy estimulante. Sin pensarlo, le preguntó:
—Va usted vestida con mucho estilo, ¿qué hace en su ciudad?
A partir de ahí la mujer no cejó en su discurso. Le contó los pormenores de su vida. Dirigía un canal de televisión. Estaba divorciada y tenía una hija de su edad. Pasaba unos días en el mar Muerto para descansar del estrés de su trabajo. Vivía en Nueva York. A Rania los visitantes que procedían de aquella ciudad le parecían los más peculiares: todos venían a relajarse de esa vida agitada que decían que llevaban, pero, sin embargo, andaban entre las ruinas con prisas, como si tuvieran que ir a un espectáculo y llegaran tarde, y esta mujer no era la excepción.
Finalmente subieron en el aventurado teleférico construido con fondos donados por el Gobierno noruego que ascendía vertiginosamente hasta las cuevas. Rania conocía bien lo que decían los escritos sagrados cristianos sobre aquel lugar y se lo explicó junto al precipicio de más de trescientos metros de altura:
—Aquí su demonio tentó a Jesucristo hasta tres veces. Por el hambre, por su poder y finalmente le invitó a que se tirara al vacío, porque sus ángeles le recogerían. —Rania tenía la impresión de que la señora, más que escucharla, la observaba.
De pronto la interrumpió:
—Eres muy guapa, Rania. —E hizo una pausa—. ¿Sabes? en América podrías ser una preciosa modelo.
—¿Qué es ser modelo? —preguntó Rania.
—Una modelo se prueba ropa y vestidos y los luce en pases delante de muchas personas.
—¿Para qué?
—Pues para que la gente los vea y después, cuando lleguen a las tiendas, los compren. Se ganan bien la vida, las mejores muy bien.
Rania nunca había salido de Jericó y eso de que las mujeres trabajaran exhibiendo su cuerpo no le parecía correcto.
La turista, en un último esfuerzo por resaltar las bondades de aquella profesión, añadió:
—Además, si fueras modelo, podrías vivir en Nueva York.
—¿Por qué iba yo a vivir en ese lugar? a mí me encanta vivir aquí —le contestó orgullosa Rania.
—Mira, tienes un cuerpo mucho más hermoso que la mayoría de ellas. —Y la turista americana sacó de un gran bolso Louis Vuitton un ejemplar de Harper’s BAZAAR especial de la Semana de la Moda de Nueva York. Puso la revista sobre una pequeña mesa redonda plateada del bar ubicado junto a la entrada de las cuevas en el que se hallaban, emplazado en esos trescientos metros de altura y separado del abismo por una rudimentaria barandilla. La vista era excepcional pero a la turista no le importaba mucho. Rania quedó prendada de aquellos reportajes en los que brillaban sexis y guapas modelos con esos exuberantes vestidos, sus bellos colores y las texturas que casi se podían sentir.
Aquella ejecutiva de Nueva York se había quedado prendada de la joven, de sus maneras, de su educación y del magnetismo que desprendía, y al tiempo la conmovía: era tan bella o más que muchas de las estrellas de televisión y actrices que conocía por su trabajo, pero no respiraba malicia alguna ni envidia. Al contrario, transmitía paz y serenidad.
No le pasó desapercibida la atención que ponía Rania en aquella revista, así que una vez bajaron del teleférico, y antes de entrar en el vehículo por última vez rumbo a la estación de servicio donde la recogería el guía israelí, le dijo:
—Toma, quédatela. —A continuación, sin que se diera cuenta el conductor, que les seguía aburrido caminando a unos diez metros de distancia, se sacó del bolso una pequeña cartera en la que se leía Dior, le dio unos billetes doblados, al tiempo que le guiñaba el ojo, y le susurró—: Guárdatelos, son doscientos dólares. Mi nombre es Anne Ryce, toma mi tarjeta; cuando vengas a Nueva York, llámame y yo seré tu guía en mi ciudad.
Rania se asombró por la cantidad de dinero que le había dado, nunca había visto tantos dólares juntos.
—No, señora, no puedo aceptarlo: es mucho dinero. —Y alargó el brazo para devolvérselo.
Ella inmediatamente le empujó la mano hacia atrás, se puso el dedo índice en la boca y murmuró:
—Quédatelos, pero me has de prometer una cosa: son solo para ti, los guardarás para gastarlos en Nueva York. —Le dedicó una sonrisa y prosiguió—: Ahora dile a este hombre que me saque de aquí, ya he tenido bastante de Mesías y cuevas.
Rania rio abiertamente ante aquella mujer tan especial.