Rachel

Me acerqué a la cama de mi hijo con toda una vida de amor que darle y con la humildad de alguien que se ha visto rendida de todas las formas imaginables.

Fui hasta él con un enorme alivio y una gran emoción que habrían sido ideales para uno de esos momentos perfectos de Hollywood, con todo un acompañamiento orquestal y la caja de Kleenex al alcance de la mano. Todo el paquete.

Pero no fue así.

Cuando entré en la habitación, vi que estaba dándome la espalda, tumbado bajo varias capas de mantas, inmóvil y pequeño, y la silueta de su cuerpo formaba un ángulo.

Le vi la nuca, el pelo castaño claro descuidado, sin brillo. Tenía un brazo por encima de la manta. Una estridente bata de hospital se lo cubría parcialmente, pero sobresalía el antebrazo, desnudo hasta la muñeca, donde tenía una gruesa venda para asegurar una cánula unida a un tubo por que el que un líquido transparente bajaba despacio, entrando gota a gota en sus venas.

Me acerqué más. Había una mascarilla de oxígeno en la almohada junto a su cabeza, siseando. Ahora le veía un lado de la cara, el perfil. Tenía los labios agrietados y unos párpados finísimos que parecían de papel le cubrían los ojos, que cerrados no dejaban de moverse. Tenía las pestañas largas y preciosas, como siempre, aunque no podían ocultar las ojeras que lucía bajo los ojos y la palidez grisácea de su piel.

—Ben —susurré.

Le toqué la piel de las sienes con el canto de la mano; era la piel más suave que había tocado en mi vida. Le aparté un par de mechones de pelo de la frente.

No respondió. Estaba durmiendo el sueño de los muertos.

Detrás de mí me llegó la voz del médico.

—Necesitará unos minutos para despertar del todo.

Estaba de pie incómodo junto a la puerta, manteniendo las distancias. Supe que estaba allí porque temían las consecuencias que podía tener para Ben el reencuentro conmigo.

—Ben —repetí—. Soy yo, mami.

Me senté en un lado de la cama. Quería que se despertara, quería que viniera a mí, que se hundiera entre mis brazos como si cayera de una gran altura para aterrizar por fin en un lugar seguro.

Abrió brevemente los párpados y los cerró otra vez.

—Cielo, soy mami. Estoy aquí, Ben.

Otro breve parpadeo y ahí estaban: brillantes ojos azules. Pero no se movían de forma normal. Miraron más allá de mí al principio y solo cuando repetí su nombre me vieron y se fijaron en los míos.

Parpadeó.

Acerqué la cabeza a la suya, con mi aliento en su cara y su cabeza inmóvil bajo la mía. Le besé y las lágrimas cayeron por mis mejillas hasta las suyas. Sentí que sus labios se movían y me aparté para verle mejor y oírle.

—¿Qué has dicho, Ben? ¿Qué?

Los ojos se le volvieron a cerrar y movió muy ligeramente el brazo. Y yo pensé: «¿Dónde está mi niño, ese que no podía estarse quieto, cuyos movimientos estaban llenos de vida?».

Su respiración se hizo audiblemente trabajosa y oí que el médico se acercaba, pero como volvió a la normalidad se limitó a ponerle la mascarilla junto a la boca a Ben.

Sentí una tristeza terrible, muy terrible creciendo dentro de mí, un sentimiento tan poderoso que me llegó a doler e hizo que me temblaran las manos. Miré al médico, que me observaba con ojos llenos de amabilidad y me habló con serenidad:

—Dele algo de tiempo.

Y sabía lo que decía, porque Ben se revolvió, sus ojos volvieron a mirarme, y aunque parecía que le costaba enfocar, sus labios se movieron y estaba vez la palabra se oyó claramente junto con una exhalación: «Mami». Y unas lágrimas empezaron a caer lentamente y en silencio por sus mejillas.

Le cogí en mis brazos; el médico se acercó como si quisiera detenerme, pero después se lo pensó mejor. Subí a Ben a mi regazo y abracé su cuerpo fláccido y pequeño con fuerza contra mí y en respuesta me pareció sentir algo de fuerza en sus brazos en principio y después me apretó con más firmeza y se aferró a mí. Lo hizo débilmente y sin decir nada, pero nos quedamos así tanto rato que al final el médico tuvo que arrancarlo con cuidado de mis brazos.

Después de que el personal médico volviera a tumbarlo, lo arroparon, le ajustaron la cánula y comprobaron que estaba bien conectado a las máquinas. Cuando se apartaron, Ben volvió a mirarme a los ojos y esta vez había más consciencia en ellos que antes.

Y yo le sonreí, porque eso era lo que más deseaba de él, una sonrisa. Era lo último que había visto en su cara antes de que se fuera solo en el bosque y quería volver a verla. Pero mi sonrisa no fue correspondida; sus ojos se apartaron de nuevo, los párpados se cerraron sobre las lágrimas que seguían cayendo y giró la cabeza hacia el otro lado, el opuesto adonde yo estaba.

Y me quedé pensativa: no sabía si eso era porque estaba agotado y todavía peligrosamente enfermo o porque había cosas en el fondo de sus ojos que no quería que yo viera.

Para mí fue un reencuentro hermoso. Lo fue. La sensación de Ben en mis brazos fue todo lo que había soñado durante el tiempo que había estado lejos de él. Pero lo demás: su desesperada condición física, el dolor que estaba enterrado profunda y silenciosamente en su interior y la forma en que evitaba mi mirada… No lo puedo negar, se supone que esto es una crónica fiel, después de todo… Me dio miedo, y mucho.

¿Quiere una catarsis? Yo también. Pero no la hubo. Lo siento.

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