Rachel

La recepcionista del hospital me dirigió a un ala de la parte antigua del edificio. Crucé un pasillo largo y cuadrado, un ejercicio de perspectiva que tenía una puerta doble al final. Unas luces rectangulares aparecían en el techo a intervalos regulares y cada una emitía una pálida fluorescencia, como si estuvieran desnutridas.

El suelo estaba revestido de un viejo linóleo del color de las cerezas maduras y a cada lado había habitaciones individuales ocupadas por pacientes. Algunos estaban incorporados, leyendo o viendo la televisión. Otros no eran más que siluetas bajo las sábanas, quietas como un paisaje, en habitaciones en penumbra, como si estuvieran proclamando su papel de potencial lugar de transición, de conducto entre la enfermedad y la salud o entre la vida y la muerte.

Vi a Katrina salir de una habitación en el extremo del pasillo. Salió, se dio la vuelta y cerró la puerta con cuidado. Se quedó allí un momento mirando la habitación a través de la ventanilla de la puerta y con la mano apoyada en el cristal. No se había dado cuenta de que yo estaba allí.

—Katrina —la llamé.

Al principio no me atreví a mirar al interior de la habitación, y cuando lo hice vi que John parecía conservar solo un hilo de vida. Estaba tendido boca arriba con la cabeza llena de vendas y una mascarilla de oxígeno sobre la boca y una parte de la cara se le veía hinchada y desfigurada por las heridas. Tenía tubos conectados por todas partes. Dos enfermeras le estaban atendiendo.

—Hola —saludó Katrina en voz baja, y yo me quedé desarmada ante su humildad y su vulnerabilidad.

Tenía la cara tensa por el cansancio y el shock. Parecía muy joven, demasiado, igual que me había parecido en su casa solo unos días atrás.

—Quieren hacerle unas pruebas —explicó—. Estaba estorbando.

—¿Cómo está?

—Tiene hemorragia y edema cerebrales —dijo—. Esperan que el edema se vaya reduciendo por sí solo. Dicen que está estable.

—¿Y cuánto tiempo necesitará?

—No lo saben. Tampoco saben las secuelas que le pueden quedar después.

Apoyé la mano sobre el cristal y presioné la palma contra él.

—¿Viste lo que pasó? —me preguntó.

—Alguien me rompió una ventana con un ladrillo y él salió corriendo detrás de quien lo hizo. Le iba persiguiendo. No vi qué pasó después. Lo encontré justo a la vuelta de la esquina. Ya estaba herido y tirado en el suelo.

—El médico dice que parece que le han dado varias patadas en la cabeza. —La voz se le quebró—. ¿Quién haría algo así?

—No lo sé —fue lo único que pude decir.

Nos quedamos una al lado de la otra como centinelas, vigilándolo, y pasó un buen rato antes de que nos interrumpieran unos pasos rápidos. Era una enfermera; las suelas de sus zapatos chirriaban sobre el linóleo.

Le dio unos folletos a Katrina.

—Le he traído lo que he encontrado a mano —dijo—. La enfermería está lejos y tuve que atender una llamada en cuanto llegué, pero espero que tenga lo que necesita.

—Gracias —respondió Katrina.

Cogió los folletos rápidamente y se los apoyó contra el abdomen. Intentaba ocultármelos, pero no hacía falta. Ya había visto suficiente. «Ácido fólico. Un ingrediente esencial para un bebé sano», había leído cuando se los dio.

—Necesita descansar —aconsejó la enfermera—, y tiene que guardar fuerzas. ¿Por qué no se va a casa y duerme un poco? No creo que haya ningún cambio hoy.

Katrina asintió y eso pareción dejar satisfecha a la enfermera.

—Ya la veré —dijo para despedirse y desapareció por donde había venido con sus zapatos chirriantes.

—Estás embarazada —afirmé.

Mis palabras sonaron bajas y distantes, como si hubieran llegado flotando de alguna otra parte, pero ella me oyó.

—No quería que te enteraras así. Lo siento.

Le di la espalda y miré a John. Las enfermeras estaban hablando al pie de la cama y tomando sus notas. No se apreciaba ningún movimiento en él aparte del casi imperceptible subir y bajar del pecho bajo la sábana.

—¿Lo sabe él? —pregunté.

—No.

Entonces apoyé lentamente la frente en el cristal de la ventana. Quería que la superficie fresca y dura contrarrestara el aturdimiento que se iba extendiendo por mi cabeza.

—Enhorabuena.

Lo dije sin emoción. No quería que sonara hiriente, pero puede que así fuera.

—No ha podido con todo esto —comentó, refiriéndose a John—. Esto. Lo de Ben. Todo. Le está destruyendo. Cree que no habría pasado si vosotros no os hubierais separado.

Tuve que esforzarme al máximo. El aturdimiento lo llenaba todo, amenazando con volverme insensible. Pero algo en ella me conmovió. Puede que fuera su vulnerabilidad o tal vez el hecho de que llevara dentro una nueva vida.

—John es un buen padre —dije.

Extendí la mano para tocarla, pero el impulso desapareció antes de que se produjera el contacto y dejé caer el brazo.

Me giré y me alejé. Mientras lo hacía, me di cuenta de que mis zapatos no chirriaban sobre el suelo, sino que taconeaban con un ritmo dolorosamente lento. Conté los pasos que iba dando.

Eso era todo lo que podía hacer.

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