Rachel
Me desperté de madrugada y me encontré bañada en sudor de nuevo, consumida por un enorme vacío producto de la pérdida que era brutal y devorador y que ya no estaba atenuado por el hecho de tener gente a mi lado.
Empecé a considerar la idea de que tal vez Ben no volviera a casa.
Empecé a pensar en la realidad en la que tendría que vivir si eso ocurría.
Sería intolerable.
Mis pensamientos obsesivos y fragmentarios me llevaron al piso de abajo y a usar la puerta de atrás para salir al jardín. El viento seguía siendo frío, así que eché a correr por el jardín hasta mi estudio, pero, a pesar de que era poca distancia, logró colarse entre los pliegues del pijama y cuando entré estaba temblando tan violentamente que me sentí como si solo fuera un saco de huesos.
No me atreví a encender las luces por si alguien me veía a través de las puertas cristaleras, iluminada desde arriba en toda mi gloria en proceso de desmoronamiento. Mis vecinos, igual que mis amigos, eran ahora mis adversarios, potenciales espías. Solo encendí el ordenador y me senté ante su gélida luz azulada. Entonces lenta, compulsivamente, sabiendo que no debería hacerlo pero incapaz de parar, empecé a buscar en internet.
Vi que la gente seguía cebándose conmigo. En ausencia de noticias sobre el caso, habían salido editoriales, principalmente en los periódicos tradicionales. Y aunque antes de leerlos albergué cierta esperanza de que dieran una visión más equilibrada de la situación de nuestra familia, fueron esperanzas totalmente equivocadas, falsas ilusiones. Sus juicios eran tan brutales como los de los periódicos sensacionalistas.
Casi sin excepción hablaban del caso, de mi actuación en la rueda de prensa, y mencionaban el hecho de que era madre soltera y lo utilizaban para vapulearme o como etiqueta para estigmatizarme.
Esos editoriales se hacían muchas preguntas sobre mí y sobre el caso de Ben. Se lo puede imaginar, ¿verdad? Tal vez incluso los haya leído. Cuestionaban mi moral y sembraban la duda sobre mi capacidad para criar a un niño. Me condenaban rotundamente como una madre negligente por haber dejado que Ben se fuera solo por el bosque. Me culpaban y me convertían en una paria para la sociedad. Madre sola, madre indolente, persona de estatus social dudoso, objetivo.
Pero había algo que no se preguntaban: no tenían ninguna curiosidad por saber si había meditado la decisión de dejar que Ben se fuera solo ni por ninguno de los factores que yo habría tenido en cuenta; no analizaban la sensación de pérdida que había tenido que superar cuando John me dejó, ni mis esfuerzos por reconstruir mi vida, ni mi deseo de ser una buena madre en ausencia del padre; tampoco se preguntaban cuánto quería a Ben.
En ninguna parte los periodistas mencionaban lo duro que es ser padre en solitario, las noches que pasas a solas, las presiones de tener que tomar decisiones difíciles sin apoyo, la dolorosa ausencia de una pareja que estaría ahí si la vida fuera diferente.
Pensé que debía de ser gente con una creciente sensación de desesperación, que cien años atrás me habrían metido en un asilo y unos siglos antes me habrían castigado a ponerme una máscara de tortura para que no hablara más o habrían apilado un gran montón de leña para colocarme encima y prenderlo con unas antorchas ardiendo cuyo fuego haría resaltar con una luz parpadeante sus facciones endurecidas, su falta de misericordia o compasión.
Pero en ninguna parte había ni una palabra, de los cientos que habían escrito, que hiciera reacer ni el menor atisbo de culpa en la persona de John. Al contrario, era objeto de compasión, protegido por su sexo y su profesión: cirujano pediátrico general, su nueva esposa era un bálsamo muy necesario para su dolor, no la causa de la ruptura de un matrimonio. En uno de los periódicos incluso había una fotografía de John y Katrina en la que parecían una pareja perfecta, irreprochables en su unión.
Yo era el objetivo porque era socialmente inaceptable, y por eso hicieron todo lo que la ley les permitía: me denostaron públicamente con palabras que habían sido escritas, examinadas y editadas, afilándolas un poco más en cada proceso, en un esfuerzo calculado por influir en la gente una vez publicadas y animar a la opinión pública a comentarlas, de forma que mi situación despertara a otros, acicateara y reafirmara las mentes de los petulantes y los críticos. Schadenfreude. Conservadurismo. Mejor que lo peor le pase a otra persona porque, francamente, seguro que ha hecho algo para merecérselo.
Esos autodenominados «pensadores», sentados cómodamente tras sus mesas con sus libros de referencia y su propia brújula moral nunca cuestionada, se sentían con derecho a hacerlo porque yo no significaba nada para ellos. Ben y yo éramos simplemente la mercancía que hacía que se vendieran sus periódicos, nada más. Y eran los periódicos que yo solía leer, que yo iba a buscar a la tienda del final de la calle y traía a mi casa.
Era un periodismo cobarde y amarillo, y lo sabía. El problema era que saberlo no era suficiente para evitar que todas y cada una de esas palabras pulverizaran los últimos vestigios de respeto por mí misma y de dignidad que me quedaban. Yo solo era humana al fin y al cabo.
Y supongo que ahora me interesa saber si a usted le perturba leer estas cosas, saber que la alfombra sobre la que está plantado tranquilamente puede ser arrancada de debajo de sus pies de un momento a otro y para siempre. ¿O es que cree que está a salvo de eso? ¿Asume que los cimientos de su vida son más seguros que los de la mía y que mi situación es demasiado extrema para sucederle a usted? ¿Ha identificado cuándo he cometido yo los errores y cree que podría evitarlos? ¿Se imagina que usted se habría comportado con una perfecta dignidad maternal en mi situación, que no podrían decir nada malo de usted? Tal vez no habría sido tan idiota ya en un principio y no habría perdido a su marido…
Pues yo solo puedo decirle que tenga cuidado con lo que asume. Mucho cuidado. Yo lo sé bien. Estuve casada con un médico.
También me gustaría saber qué grado de incomodidad siente ahora. Si se arrepiente de nuestro acuerdo. ¿Recuerda los papeles que nos hemos asignado? Yo: anciano marinero y narradora. Usted: invitado a la boda y oyente paciente. ¿Querría ahora mismo levantarse e irse? ¿Volver a llenar la copa tal vez? Ahora que estoy al borde del abismo, ¿de qué lado está? ¿Del mío o del suyo? ¿Cuánto tiempo se va a quedar del lado de una desvalida que ya está tan magullada y resulta tan poco atractiva? Incluso muestra a veces signos de inestabilidad mental…
Si tuviera que hacer una apuesta final para mantener su atención supongo que diría que si le perturba oírme decir estas cosas, presenciar mi descenso al abismo, tal vez le consolara saber que me duele mucho, muchísimo, confesar todo esto.
Cuando la oscuridad que había fuera del estudio empezó a disolverse al llegar la mañana, alejé la silla del ordenador y aparté mis ojos horrorizados. Con los dedos helados me arrebujé en la bata y contemplé los contornos en penumbra del jardín metamorfosearse lentamente en una mañana con una luz extraña en la que el sol que ascendía en el cielo traía nubes colgantes de un tono que no era totalmente negro, sino del color de la carne magullada, con un reflejo casi bruñido. Era el tipo de luz que nadie diría que trae esperanza.
* * *
De vuelta en la cocina, me sentí como si recuperara mis posesiones tras una ausencia. Puse el hervidor y me di cuenta de que llevaba muchos días sin hacerlo, porque Nicky se había estado ocupando de todo. Casi por curiosidad abrí la nevera, porque no tenía ni idea de lo que habría dentro, y encontré platos cocinados que había preparado Nicky antes de irse en recipientes con etiquetas y un cuarto de litro de leche.
En la mesa de la cocina, que se iba templando lentamente mientras la calefacción cogía temperatura a mi alrededor con sus ruidos y crujidos familiares, empecé a revisar los cuadernos del colegio de Ben.
Había cinco. No había muchas cosas en ellos porque estábamos solo al principio del año escolar, pero me puse a hojear lo que tenían: matemáticas, literatura, escritura, un trabajo de historia y un cuaderno de dibujo.
Lo que había en la primera página del cuaderno me hizo sonreír.
Ben había dibujado una enorme cama que ocupaba toda la página. En ella había colocado una pegatina con una diminuta figura. Debajo había escrito: «Me he pasado toda la semana en la cama». Había un comentario al lado escrito en tinta roja: «¿Seguro que eso es todo lo que has estado haciendo, Ben? Seguro que has hecho algo más. Pero el dibujo de la cama es muy bonito».
Eso también me hizo reír porque era un poco absurdo, y solo pensé: este es el mundo en el que quiero estar, el mundo lleno de imaginación y diversión en el que habita mi hijo.
Y supe entonces con una total claridad que, si Ben no sobrevivía a esto, yo tampoco podría.