Rachel
A media mañana Nicky anunció:
—He hablado con John. Quiere que vayamos a su casa para que decidamos entre todos un diseño para un cartel con la foto de Ben y que imprimamos unos cuantos allí. Tiene una impresora láser.
Nunca había estado en la nueva casa de John y Katrina. Al menos no había cruzado la puerta principal, aunque sí había pasado bastante tiempo plantada en el camino de gravilla de la entrada las veces que había ido a llevar a Ben para que pasara allí el fin de semana.
—¿Katrina estará allí?
—Supongo que sí, pero en este momento creo que tenemos que verla como un par de manos más, alguien que puede ayudar. Quiere hacerlo y necesitamos toda la ayuda posible.
Pensé en el blog y los comentarios que había leído por la mañana.
—¿Cualquier puerto es bueno en una tormenta? —pregunté.
—¡Exacto! —exclamó, y sonrió un poco.
A Nicky le gustaba que dijera eso porque era lo que solía decir nuestra tía Esther. «Habéis pasado una tormenta —decía cuando alguna vez hablábamos de las circunstancias que nos habían llevado a vivir con ella—. Una tormenta terrible, y yo fui vuestro puerto».
«Un puerto seguro», diría Nicky, y Esther lo corroboraría.
Esther nos crio tras la muerte de nuestros padres. Era la hermana más mayor de nuestra madre. Nos acogió en su casa los días posteriores al accidente en el que murieron nuestros padres y allí nos quedamos. Nos protegió de las habladurías que a veces nos rodeaban como una nube de mosquitos hambrientos. Nos dio la oportunidad de tener infancia, al menos su versión de infancia.
No tuvimos una infancia al uso, porque Esther era una solterona que siempre había vivido sola. Enseñaba literatura inglesa a los hijos de los ricos de la localidad en un pequeño instituto privado y podía citar una cantidad enorme de poesías de memoria. También jugaba al bridge y su pasión era cultivar rosas. Llevaba faldas por la rodilla, zapatos planos y chaquetas de punto sencillas, y el pelo blanco se lo peinaba en una melena corta rebelde que dominaba a base de horquillas. En la nevera siempre había botellas de leche selladas con un aluminio dorado que los pájaros picaban todas las mañanas antes de que le diera tiempo a meterlas en casa, así que cuando llegaban por fin a la mesa del desayuno todas las tapas tenían unas claras marcas de punciones.
Esther no tenía nada de maternal, no era natural en ella. No estaba acostumbrada a tratar con niños pequeños, no había tenido nunca contacto con ellos al margen de la visita anual que le hacía a nuestra familia antes de que murieran nuestros padres, así que cuando Nicky y yo llegamos de repente a su vida, simplemente nos trató como si fuéramos adultos en miniatura y se lanzó a compartir sus pasiones con nosotras. Nos rodeó de arte, música y libros y nos mostró todas las posibilidades de belleza que ofrece la vida. Nicky lo absorbió todo como si fuera néctar y se dejó envolver por los brazos de Esther, agradecida.
Yo era diferente. En mi infancia siempre me sentí como el bebé que era cuando llegué allí, una especie de anexo en sus vidas, demasiado pequeña para entender las cosas, siempre en la cama cuando se producían las verdaderas conversaciones. Teniendo en cuenta que no llegué a conocer a nuestros padres, resultaba irónico que a mí me costara aceptar a Esther en su papel in loco parentis mientras que Nicky, que tenía nueve años cuando llegamos, se convirtió en su sombra inmediatamente.
Cuando era adolescente, pensaba ingratamente que Esther estaba desfasada, que era una pueblerina, que parecía salida de otra época y que era más como una abuela que como una madre. Rechacé sus desinteresados ofrecimientos de cultura y conocimiento porque no conectaban conmigo o no me proporcionaban una dirección o un propósito de forma evidente. Eso llegó más adelante en mi vida, cuando me volqué en la fotografía o cuando me senté junto a John en el auditorio de St George y me enamoré de él y de la música clásica, y entonces me arrepentí de no haberle agradecido nunca a mi tía lo que hizo por nosotras antes de morir.
Y como las cosas no siempre fueron fáciles durante nuestra infancia, Nicky se sentía muy bien siempre que yo decía algo bueno sobre Esther. Eso la complacía enormemente.
Accedí a ir a casa de John. Laura vino para quedarse en mi casa porque yo todavía no soportaba la idea de dejarla vacía. Por si acaso. Nicky y yo tuvimos que abrirnos paso entre los periodistas para llegar al coche de Nicky. Nos empujaron, trataron de hacernos preguntas a gritos. Los ignoramos, pero las preguntas dolieron. Eran agresivas y acusadoras. Cuando arrancamos, algunos de los fotógrafos se pusieron a correr al lado del coche con las lentes pegadas a las ventanillas, haciendo fotos sin parar de nuestras caras pálidas y asustadas.
La casa de John y Katrina estaba a solo diez minutos en coche, en una calle tranquila de un barrio residencial donde todo el mundo tenía un garaje y dos coches aparcados delante los fines de semana. La casa era un adosado de estilo art déco pintado de blanco y con grandes cristaleras en la parte de delante a través de las cuales normalmente se veían el salón y el despacho. Cuando llegamos, las cortinas estaban echadas en ambas habitaciones y había periodistas junto al murete delantero del jardín pasando el rato, como adolescentes en una parada de autobús. Al vernos, se pusieron en alerta bruscamente.
John abrió la puerta y nos hizo pasar con premura. Estaba desaliñado y no se había afeitado.
—En la cocina —indicó.
—John… —Hablé antes de que le diera tiempo a salir del recibidor—. Siento mucho lo de la rueda de prensa, lo siento de verdad. No quería…
—No pasa nada —contestó—. Al menos hiciste algo más que llorar como un bebé.
No se me había ocurrido que John pudiera reprocharse su comportamiento. Me parecía que el mío había sido mucho peor.
—No te avergüences por eso —intenté consolarlo, pero ya iba camino de la cocina.
Mientras iba a reunirme con los demás, no pude evitar notar el suelo de parqué del vestíbulo y recordé lo que había dicho Ben de él: «Tienen un suelo muy brillante, pero no me dejan deslizarme por él».
Katrina estaba de pie en la cocina junto a una pequeña mesa redonda. Igual que a John, a ella también se la veía algo demacrada y desarreglada. Llevaba unos vaqueros, una camiseta y una chaqueta de punto encima. Así parecía muy joven. Miró a John como si esperara que él ejerciera de anfitrión, y como no lo hizo, ella preguntó:
—¿Queréis tomar algo? ¿Una taza de café? ¿Agua? ¿Té?
No podía negar que era raro estar en su casa, pero en cierto modo fue un alivio tener algo constructivo en lo que concentrarnos, y entre todos logramos hacer el cartel.
La foto de Ben era lo más destacado del diseño, y también el número de teléfono de contacto. Toda la parte superior de la página la ocupaba la palabra «DESAPARECIDO». El plan era imprimir cien copias allí, y después Katrina dijo que haría más en la imprenta local. Nicky y ella hablaron de cómo y dónde deberíamos distribuir los carteles.
Cuando terminamos, Nicky tomó la iniciativa.
—John, Katrina, espero que no os importe que pregunte ¿Se os ocurre alguien que pudiera haber hecho esto? Cualquiera que se os venga a la cabeza.
La respuesta de John fue cortante.
—Le he contado a la policía todo lo que sé.
—¿Estás seguro de que no hay nada raro, gente que se haya comportado de forma extraña con él, algo así?
Esta vez fue Katrina la que dijo:
—No hemos parado de darle vueltas y vueltas a todo, ¿verdad, John?
Él tenía los codos en la mesa y las manos apoyadas en su superficie. Era casi una postura de rendición. Asintió a lo que ella había dicho.
—Verdad —contestó—. Y no se me ocurre nada.
Tenía los ojos inyectados en sangre y su mirada estaba llena de dolor.
—Yo siempre pienso en ese ayudante de la profesora —comentó Katrina.
—Ha empezado este curso —respondí—. No sé nada de él.
—Exacto —dijo Katrina—. Eso es lo que me hace pensar en él. No sabemos quién es. Es una incógnita.
—¿Has hablado con él? —le pregunté a John.
—No. ¿Y tú?
—Ni una vez. Nunca sale al patio.
John se encogió de hombros.
—La policía va a hablar con todo el mundo —afirmó—. Me lo han asegurado. No sé qué podemos hacer nosotros.
—¿Se os ha venido a la cabeza alguien más? —volvió a preguntar Nicky.
Para John ya era suficiente.
—¿No crees que ya me he pasado cada segundo de cada día devanándome los sesos? No se me ocurre nada más que pueda ser de ayuda. ¡Y ojalá se me ocurriera, por Dios!
Estrelló la palma de la mano contra la mesa, que tembló.
—Por supuesto. Lo siento —se disculpó Nicky.
En el silencio que siguió, Katrina se levantó y empezó a retirar las tazas. Mis ojos empezaron a vagar, examinando la nueva casa de John. La cocina era blanca y brillante, y las superficies de granito estaban inmaculadas. El único signo de desorden en la habitación era un gran corcho lleno de cosas pinchadas. Me levanté y me acerqué a mirarlo, atraída por una imagen en concreto. Era un dibujo hecho por Ben.
En el dibujo había tres adultos y un niño. Cada persona tenía su nombre debajo: mami, John, Katrina y Ben. Todos estábamos equidistantes uno de otro. Ben estaba entre John y yo. «Mi familia», había escrito arriba, y en las caras de todos había una sonrisa.
Y en ese momento comprendí que Ben había conseguido hacer lo que yo no había hecho, no podía hacer: había pasado página. Empecé a llorar.
Sentí que un brazo me rodeaba los hombros. Era Katrina, y lo que dijo después hizo que por primera vez me diera cuenta de que ella tenía corazón y sentimientos.
—¿Quieres ver su habitación? —preguntó.
—Sí.
Me llevó arriba. La primera puerta que se veía desde el rellano tenía tres letras de madera de colores que decían «BEN». La abrió y entré.
—Tómate el tiempo que quieras —dijo, y se fue abajo.
La habitación estaba muy bien decorada. Había luz y espacio, tenía las paredes pintadas de un color pálido y ropa de cama de rayas. La cama estaba hecha con esmero. La colcha estaba estirada y remetida, y alguien había colocado cuidadosamente tres o cuatro peluches junto a la almohada, que se veía mullida y cómoda.
En las paredes había colgadas dos portadas enmarcadas de Tintín, las favoritas de Ben, y un póster de Minecraft. Había un escritorio infantil en una esquina y sobre él un montón de papeles, un bote lleno de lápices de colores y lápices normales y un flexo rojo brillante con forma de elefante. Había un dibujo a medio hacer esperando a que alguien lo completara al lado del iPad que John me había regalado el día antes de irse de casa y que había acabado en manos de Ben. Me había resultado imposible negárselo ante la ausencia de su padre y solía dejarlo en casa de John y Katrina para no tener que negociar con ellos el uso del ordenador, porque solo tenían uno en la casa.
El suelo estaba cubierto por una gran alfombra y había un tren eléctrico montado encima, un tren con todos sus vagones, listo para salir. Una lámpara que imitaba la superficie de la luna colgaba del techo, y de ella pendían tres avioncitos de papel hechos a mano unidos por un hilo.
Me senté en la cama durante mucho tiempo hasta que John apareció en la puerta.
—Esta habitación es preciosa. —Quería que lo supiera.
—Katrina lo planeó todo con Ben y la pintó ella misma.
No había reproches en su voz, aunque tuviera derecho a hacerlos; solo dejaba traslucir una terrible tristeza.
Era obvio que se había invertido una cantidad extraordinaria de cariño y atención en la creación de ese cuarto. Era doloroso para mí oír que Katrina había hecho el trabajo, pero no tan doloroso como el hecho de que Ben nunca me la hubiera descrito.
—Es preciosa —repetí, y de repente comprendí que hasta entonces había cogido todo lo que Ben me contaba de su vida con su padre y lo había retorcido hasta convertirlo en algo sórdido e infeliz.
Que Ben no pudiera deslizarse por el suelo para mí había significado que no le dejaban jugar, y eso no era todo. Cada vez que Ben había ido con su padre, yo me había quedado en casa reconcomiéndome, y cuando volvía, le interrogaba para sonsacarle información que me sirviera para arrojar una luz negativa sobre su matrimonio, y sobre todo sobre Katrina. Nunca me había permitido pensar ni por un momento que Ben podía ser feliz allí, que John y Katrina podían haber hecho un esfuerzo para que las cosas le agradaran, que ella, en realidad, le había acogido con los brazos abiertos.
Todo lo que me había contado mi hijo yo lo había convertido en algo desagradable o triste, hasta tal punto que dejó de contarme cosas. Era un niño sensible. Sabía lo que me afectaba.
—Lo siento mucho —le dije a John.
—Y yo también —respondió él.
Oí en su voz la autorrecriminación que había sido mi fiel compañera durante los últimos días.
—No dejo de pensar en lo asustado que estará sin nosotros —continué.
—Te echa de menos incluso cuando está aquí, así que Dios sabe cómo se sentirá ahora.
—¿Crees que sabrá que le estamos buscando?
—Seguro que sí.
Eran palabras de consuelo, pero los ojos de John hablaban de algo diferente. Vi en ellos una desesperación terrible y profunda que era igual a la mía, y eso hizo crecer aún más el miedo que sentía.
Cuando volvimos a casa, Nicky y yo decidimos aparcar el coche unas calles más allá e intentar llegar a casa por un callejón que había en la parte de atrás para así evitar a la prensa. Era un callejón estrecho donde no cabía ni un coche, ocupado principalmente por cubos de basura y frecuentado por los zorros. Separaba el final de nuestros jardines de las parcelas que había detrás. Desde allí se podía acceder directamente al estudio que tenía en el jardín, donde trabajaba con mis fotografías. Ya desde el estudio solo había que cruzar unos metros de jardín para llegar a casa. Nuestro jardín no era grande. Había el espacio justo para una pequeña portería de fútbol y el equipo de Swingball.
Nuestra estrategia funcionó, porque los periodistas no se habían molestado en apostarse allí. Mientras cruzábamos el estrecho callejón intentando evitar los charcos, las dos lo vimos al mismo tiempo. En la valla que había frente a la puerta de mi estudio alguien había hecho de las suyas con un espray de pintura. En feroces letras naranjas fluorescentes sobre los listones de madera de un gris apagado, goteando por algunos sitios porque la pintura aún estaba fresca, habían escrito dos palabras: «MALA MADRE».
Cuando me dejé caer en el suelo de tierra empapado delante del trozo de valla pintarrajeada, clavándome la gravilla en manos y rodillas, Nicky se arrodilló a mi lado y me obligó a levantarme. Me llevó adentro y llamó a Zhang.
—¿Quién es capaz de hacer algo así? —le pregunté a Nicky, pero ella no pudo más que negar con la cabeza y levantar los brazos en un gesto que decía: «¿Quién sabe?».
Entonces todo estalló: el miedo, la furia, la frustración y la terrible impotencia que sentía. Estaba sufriendo una persecución. Era algo personal y aterrador. Y no era solo en el ciberespacio: había venido a por mí hasta la puerta de mi casa.
Parte de mi rabia iba dirigida contra mí misma por lo de Katrina, porque lo había hecho todo muy mal con John y con ella, porque había estado muy amargada y había sido tan estúpida que Ben se había visto obligado a mentirme. Con ocho años había sentido que debía protegerme del hecho de que estaban a gusto juntos, de que ellos le querían.
Pero en su mayor parte quería volcar mi rabia en quien fuera que hubiera pintado esas palabras, porque me hacía sentir mucho miedo.
En mi cocina, delante de Nicky, arrojé un plato al otro lado de la habitación y se hizo pedazos contra la pared. Otro fue detrás, y después una taza y algunos cubiertos. Lo tiré con toda la fuerza que logré reunir y después me giré en busca de más cosas que arrojar.
—¡No! —gritó Nicky—. ¡No lo hagas, por favor!
Me agarró con fuerza, sujetándome los brazos. Me obligó a sentarme en una de las sillas de la cocina y se arrodilló en el suelo a mi lado.
—¿Dónde está? —le pregunté—. ¿Qué le está pasando?
—No —repitió Nicky con la voz más tranquila esta vez y su cara muy cerca de la mía—. No, por favor.
Dejé de resistirme y sollocé hasta que me destrocé la garganta y los ojos se me hincharon tanto que apenas podía seguir manteniéndolos abiertos.