Jim
Mandé a uno de los inspectores a recoger a John Finch para traerle a la comisaría. En una hora estuvo con nosotros. Se le veía más delgado que a principios de semana. Le puse la carta delante.
—No la saque de la bolsa.
Cogió la bolsa de plástico. Tenía las uñas mordisqueadas al máximo. Le temblaban las manos. La leyó en voz alta:
John Finch ahora entenderá lo que es perder a un hijo.
Le está bien empleado.
Ha sido un arrogante y ahora tendrá una cura de humildad.
La medicina puede prolongar la vida, pero la muerte también atrapa al doctor al final.
Lo observé detenidamente. Pareció como si acabaran de darle en la cabeza con un garrote.
—¿Quién la ha enviado? ¿Qué es esto?
—Ha llegado esta mañana. No sabemos quién la ha enviado. Esperábamos que usted pudiera ayudarnos a averiguarlo.
El temblor de sus manos se contagió a sus muñecas.
—¿Es culpa mía? ¿He sido yo el que ha provocado esto?
—Es mejor que no se culpe. Eso no le va a llevar a ninguna parte. ¿Tiene alguna idea de quién podría haber enviado la carta? Por lo que dice, creemos que el remitente ha tenido algún contacto con usted dentro de su práctica profesional. Sé que ya se lo he preguntado antes, pero ahora necesitamos que piense detenidamente su respuesta. ¿Sabe de alguien que pueda guardarle algún rencor? ¿Algún antiguo paciente?
John Finch parecía la persona más hundida de la tierra. Era como si ese hombre estuviera viendo sus peores pesadillas hacerse realidad. Su voz sonaba tensa por el esfuerzo que estaba haciendo para controlarse. Para ser sincero, el interrogatorio me resultó inesperadamente difícil, y creo que fue porque me veía reflejado en él. Sabía que si yo estuviera en su lugar, también estaría destrozado, y eso me estaba afectando en cierta medida, aunque sabía que no era aconsejable. No sé si fue a causa de mi fatiga, de los esfuerzos que él estaba haciendo por mantener su dignidad o tal vez de ambas cosas, pero ahí estaba: un incipiente sentimiento de solidaridad con ese hombre que no debería haberme permitido.
—Mis pacientes son niños, inspector. No suelen guardar rencor. De hecho su visión del mundo es normalmente encantadoramente sencilla y justa. —Se frotó la cuenca de un ojo con las yemas de los dedos—. Pero tienen familias, y a veces, en raras ocasiones, pierdes a un niño durante una cirugía y las familias no son capaces de aceptarlo. Te culpan. Aun en casos en los que tú no has podido hacer nada. Incluso cuando la cirugía era la única opción porque sin ella el niño iba a morir.
—¿Se le ocurre alguna familia que estuviera más afectada que otras?
—¿Lo bastante afectada como para llevarse a mi hijo en venganza? ¿Ojo por ojo?
—Sí.
Negó con la cabeza.
—Como les dije en la ocasión anterior, ha habido un par que tuvieron intención de demandar al hospital, pero esos casos son muy puntuales. Es el riesgo que se corre en nuestra profesión. —Se pasó la mano por la frente y se apretó las sienes—. No me imagino a ninguno de ellos haciendo algo tan extremo, de verdad que no, pero supongo que hay una familia que me viene a la cabeza porque ha sido más persistente que otras. Puedo darles el nombre del niño; los detalles de los padres estarán en los registros del hospital.
Le acerqué un trozo de papel y un bolígrafo por encima de la mesa.
—Escríbame el nombre —pedí—. Ese que le viene a la mente. Y el de la persona del hospital con la que tenemos que contactar.
Los escribió y me pasó el papel.
—¿Lo sabe Rachel? —preguntó después.