Jim

Llegamos al bosque en una hora; puse la sirena.

De camino nos fueron llegando más detalles. Del estado de Ben Finch. De Joanna May y la habitación en el sótano de su piso.

—La interrogamos —le dije a Woodley—. Deberíamos haberlo visto, joder.

Él no respondió.

Los sanitarios seguían ocupados con Ben Finch en el bosque. No habían podido llevar la ambulancia hasta el sitio donde estaba, así que habían tenido que estabilizarlo e irlo moviendo por etapas.

Aparcamos y salí corriendo. Quería estar con Ben. Quería ver con mis propios ojos los suyos claros y azules, ver si había vida en ellos. Quería decirle que se iba a poner bien, que su madre lo estaba esperando. Quería hacer eso por él al menos.

Estaba cayendo un aguacero que se colaba con fuerza a través del dosel de hojas que teníamos sobre nuestras cabezas. Los árboles que flanqueaban el camino se combaban y se entrecruzaban. Se cernían sobre mí, un túnel esquelético de ramas desnudas que me empujaba hacia delante, haciéndome sentir como si fuera imposible avanzar.

Mi respiración era irregular y rápida, el corazón me martilleaba en el pecho, mis pies torpes tropezaban con palos, piedras y el uno con el otro y nunca iban lo bastante rápido. Con cada paso me empapaba aún más, pero cada vez me importaba menos.

Giré un recodo del camino y delante vi la ambulancia y una camilla que estaban subiendo.

Me forcé más, intenté llegar a tiempo, intenté gritarles, pero fue inútil porque cerraron la puerta de un portazo antes de que llegara. Cuando los alcancé, la ambulancia ya había comenzado a hacer la difícil maniobra para girar.

Mark Bennett le estaba indicando para ayudar en la maniobra. Me aparté y me quedé a un lado del camino mientras la ambulancia acababa de girar y pasaba por mi lado. Bennett le dio una palmada en la parte de atrás a modo de despedida.

Y Bennett, con todo el cuerpo cubierto de ropa impermeable, la mandíbula apretada y mojado por la lluvia, fue el que me dijo:

—Ese niño no está bien, Jim. Nada bien.

Había logrado llegarle al corazón. Estaba claro.

—Quería verlo —contesté.

Me enjugué la lluvia de la cara y sentí que la ropa empapada se me pegaba a la piel y me enfriaba.

—No podemos hacer nada por él ahora. Es demasiado tarde. Está en manos de los médicos.

Y le odié por decir eso, y por estar allí cuando debería haber estado yo, y me odié a mí mismo por dejar que le hubieran hecho daño a ese niño, incluso el más mínimo daño.

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