Rachel
Zhang aceptó venir para llevarme a la residencia.
Condujo con mucha precaución y no hablamos durante el trayecto.
Sentada a su lado en silencio, sentí por primera vez desde que Ben desapareció una especie de despertar, un impulso que surgía de mi interior y me decía que sacara la cabeza del agujero en el suelo, que dejara de ocultarme tras mis recuerdos de Ben y me pusiera a mirar a mi alrededor, que estuviera más alerta.
Tenía que analizar a la gente, estudiarla como lo haría un inspector, como lo haría Clemo, y tenía que empezar a hacerlo ya. En el pasado había depositado mi confianza en mi marido y mi hermana y ambos habían demostrado que no eran merecedores de ella.
También tenía que reflexionar sobre todas las cosas de mi vida que había dado por sentadas.
Había confiado en la pátina que cubría la sociedad civilizada, la mentira que nos venden a diario sobre que la vida es fundamentalmente buena y la violencia solo se ceba con aquellos que se la merecen; solo empaña el trofeo que ya había perdido su lustre. Es la misma lógica que la de esa antigua acusación según la cual una mujer violada se lo habría buscado de alguna forma, y basándome en ella, sin cuestionar su veracidad, había confiado en que aunque Ben se fuera solo por el bosque, no le iba a pasar nada, porque yo era esencialmente buena.
Y lo peor era que la traición había sido doble, porque Ben también había confiado en mí de esa forma en que los niños deben confiar y yo le había fallado también a él, además de a mí misma: de una forma abyecta y posiblemente definitiva.
Miré las manos de Zhang en el volante; estaban colocadas en la posición de las dos menos diez y tenía los nudillos blancos por la fuerza con la que lo estaba agarrando. Entonces me di cuenta de que, aparte de mis primeras impresiones, no había pensado nunca en quién o cómo sería ella en realidad.
—¿Tiene familia? —le pregunté cuando detuvo momentáneamente el coche en un cruce.
—Tengo a mi madre y a mi padre —respondió.
—Me refería a si tiene hijos. —Nada más decirlo, me di cuenta de que probablemente era demasiado joven.
—No. —Negó con la cabeza—. No pienso tener hijos hasta dentro de unos años, si es que los tengo alguna vez.
—Oh. ¿Ya lo tiene claro?
—Sí.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Porque no estoy preparada para ser responsable de la vida de otra persona todavía.
Lo dijo tan simple y llanamente que me produjo un escalofrío por el shock, porque me di cuenta de que ella ya sabía lo que yo estaba empezando a vislumbrar: que debemos pensar las cosas muy bien antes de dar un salto, creer o confiar. Y que esa mujer tan joven lo hubiera visto antes que yo me hizo sentir muy estúpida.
No supe cómo responder, así que me puse a mirar lo que tenía alrededor. El cielo era de ese gris que parece pesado y perpetuo y un fuerte viento hacía que la ropa se pegara a los cuerpos de la gente que iba por la calle. Me refugié en el silencio y en la lenta sucesión de pensamientos que se desplegaban en mi cabeza, donde estaba empezando a dudar de todo lo que alguna vez creí que sabía.
En ese momento en que todo me pesaba insoportablemente y en que la sospecha empezaba a asomar por los rincones de mi mente, tenía un consuelo, y era que iba de camino a visitar a Ruth. Necesitaba desesperadamente verla porque ella era una de mis personas favoritas en el mundo. Desde que Ben era un bebé, ella había sido una presencia tranquilizadora en mi vida que me había ofrecido un apoyo amable e incondicional, y nuestra amistad había ido creciendo a la vez que mi hijo.
La vida no había sido fácil para Ruth. Para aquellos que no la conocían, podía parecer altiva, orgullosa y frágil, siempre chic con su ropa oscura y el pañuelo perfectamente atado al cuello, un sedoso destello de color. Cuando era joven, tenía el talento suficiente para ser concertista de violín, pero también la capacidad de sentir las cosas de una forma tan profunda que podían llegar a herirla.
Su forma de tocar el violín había cautivado al padre de John. «Me enamoré de ella la primera vez que la vi tocar», le contaba orgullosamente Nicholas Finch a todo el mundo con su acento de Birmingham. De hecho la mayoría de la gente que la oía tocar se quedaba encandilada. Tenía una larga formación y actuaba con el instrumento desde hacía años, pero las actuaciones ante el público empezaron a suponerle una presión intolerable y, como resultado, cuando tenía veintitantos, poco después de casarse con el padre de John, se hundió en el primero de la larga lista de episodios de depresión profunda que sufrió a lo largo de su vida.
Yo conocí a Ruth a principios de 2003, un buen año. Nicholas y ella disfrutaban de la jubilación. Después de una larga carrera como médico de familia que le había obligado a trabajar muchas horas, por fin tenerlo con ella todo el tiempo había ayudado a Ruth a permanecer estable. Estaban planeando comprar un pequeño apartamento en los Alpes y habían hecho un viaje el año anterior a Viena para ver los lugares y los barrios en los que crecieron los padres de Ruth. Lotte y Walter Stern también fueron músicos, ambos intérpretes de éxito y muy respetados antes de la guerra, pero se vieron obligados a abandonar Viena después de la Noche de los Cristales Rotos y se convirtieron en refugiados cuando Lotte Stern ya estaba embarazada de su hija.
En el verano de 2003 John y yo fuimos juntos por primera vez a visitar la casa de sus padres en Birmingham. Ruth y Nicholas me parecieron encantadores y cordiales. El contraste de sus personalidades me dejó intrigada. Nicholas era un hombre grande con un corazón de oro y un carácter amable y relajado que le había granjeado muchas amistades entre sus pacientes en sus años como médico de familia. Su cordialidad era lo opuesto al nervioso modo de ser de Ruth, pero ella también me dio la bienvenida con reservas.
El padre y la madre de Ruth murieron en 2004 y eso fue un golpe duro para ella. Como tributo a ellos, continuó con sus tradiciones incluso mucho después de su muerte. Lotte Stern tenía un paño blanco especial para hacer la delicada pasta de su strudel, una receta de la que se sentía muy orgullosa. Ruth guardó el paño y más de una vez hacía lo que ella llamaba «el strudel de Lotte» con Ben y le pedía que revolviera el relleno mientras le enseñaba el método que utilizaba para estirar y enrollar la finísima pasta.
De hecho en julio de 2004 fue un diminuto y recién nacido Benedict Finch de apenas tres kilos el que nos trajo de vuelta a Ruth tras la muerte de sus padres. Ella se enamoró de él instantáneamente, lo recibió con los brazos abiertos y no quiso soltarlo nunca, y, para sorpresa de todos, me incluyó a mí también en esa acogida. Justo después del nacimiento de Ben, vino a nuestra casa para ayudarme durante las primeras y difíciles semanas y después no dejó nunca de ayudarme. Se convirtió en una compañera para mí, una amiga y una maravillosa abuela para Ben.
John me contó una vez una historia sobre Ruth. Era una extraña confidencia sobre su infancia que me reveló cuando hacía poco que nos conocíamos. Creo que quería que entendiera a su madre. Era una historia que mostraba su oscuridad y su luz.
Cuando John tenía unos nueve años, fue a ver a Ruth después del colegio. Ella estaba pasando por uno de sus periodos de depresión y le animaron a que fuera a su habitación oscura para enseñarle un premio que había ganado ese día.
Ruth examinó el diploma y después lo colocó en su mesita. Dio unos golpecitos sobre el colchón a su lado. Era una invitación que no se daba a menudo, así que John se sentó con mucho cuidado, nervioso porque no quería estropear el momento y sin atreverse a hacer nada que no fuera mirar la habitación, donde las cortinas echadas creaban una especie de claroscuro que le produjo la sensación de que su madre y él eran personajes de las ilustraciones de un libro infantil.
—Aunque yo sea débil —le dijo esa tarde—, tú puedes ser fuerte. Como tu padre.
Le cogió la mano con ternura y recorrió sus dedos con la yema de los suyos. John recordaba esa sensación. Después le habló de música. John me explicó que aunque Ruth se quedase sin vida, siempre parecía haber música en su interior, y ese era su regalo para él incluso cuando no tenía energía para levantarse, hacerle la comida o llevarle al colegio por la mañana.
Después de estar sentado con su madre hasta que ella se cansó y no pudo hablar más, John salió de ese cuarto con el corazoncito acelerado, aliviado de escapar de esa intensidad a la vez que deseando tener un poco más.
Cuando llegamos a la residencia, Zhang me dijo que me esperaría en el coche.
Ruth estaba en su habitación. Era de buen tamaño, una de las habitaciones más bonitas del piso de arriba, con grandes ventanas desde las que se veía el jardín y unos hermosos árboles justo debajo. Era mil veces más bonita que algunos lugares grises y sucios que vimos cuando estábamos buscando un lugar para ella.
Esas residencias eran como corrales en los que los residentes esperaban la muerte con un estatus solo un poco por encima del de los cadáveres. La soledad, la confusión, el dolor y el olor a orina y comida hervida parecían ser sus únicos compañeros mientras la luz de sus vidas se iba apagando. Esos lugares me hacían estremecer y a veces incluso me daban ganas de llorar.
Carpe diem era la lección que había sacado de aquello. Era lo que le intentaba enseñar a Ben cuando lo dejé irse solo al columpio en el bosque. Aprovecha el momento, sé valiente, sé independiente, sé sensato, no tengas miedo de cometer errores, sigue aprendiendo… todo eso, todo el tiempo. Y alguien se lo había llevado. Pero qué estúpida.
La silla de Ruth estaba vuelta hacia la ventana. Tenía la mano apoyada en uno de los brazos, con los nudillos artríticos retorcidos e inflamados y los dedos descansando en ángulos antinaturales. La degeneración macular estaba empezando a robarle la vista y necesitaba mantener la cabeza girada hacia un lado para poder verme bien. Alguien la había maquillado: llevaba colorete sobre su piel cerúlea y un manchurrón del pintalabios vibrante que siempre le había gustado.
Se oía una suave música clásica y me sentí aliviada al ver que era un cedé, como había pedido John, y que no se veía su radio por ninguna parte, así que no había posibilidad de que hubiera oído lo de Ben en las noticias.
—Rachel —saludó—. Querida.
Extendió las manos hacia mí y yo se las envolví con las mías, uno de sus gestos predilectos.
—¿Dónde está Ben? —preguntó—. Os eché de menos el miércoles. La gente cree que ya no me entero de nada, pero sé cuándo es miércoles.
Se estaba haciendo la valiente, intentando mantener la dignidad, pero sabía por sus cuidadores que su agitación había sido más grave de lo que ella quería demostrar. También estaba más lúcida de lo que esperaba y no supe si sentirme agradecida por ello o no.
—Tenía ganas de probar un club de ajedrez —contesté—. Quería traerle después, pero cuando fui a recogerle no se encontraba bien. Lo siento. Debí haberte llamado.
—Sí, debiste hacerlo —dijo. Los buenos modales eran algo importante para Ruth—. Pensaba que era el principio de las vacaciones de mitad del trimestre y que se me había olvidado. Últimamente se me olvidan un poco las cosas —confesó como si fuera algo nuevo, como si yo no hubiera sido testigo minuto a minuto del progreso destructivo de su demencia desde que se la diagnosticaron—. Pero la hermana me ha dicho que está segura de que es la semana que viene.
Se me había olvidado que estaban a punto de empezar las vacaciones de mitad de trimestre, cómo no se me iba a olvidar.
—¿Qué le pasa? —preguntó Ruth.
—Le pica la garganta, tiene un poco de fiebre. Creo que es un virus.
—¿Y debería ir al colegio así? ¿Va bien abrigado?
—Sí —aseguré. La mentira salió con dificultad de mi garganta casi cerrada.
—¿Y está trabajando mucho? —quiso saber. Tenía los ojos lechosos y la impotencia de su enfermedad recorría sus profundidades—. En el hospital, me refiero.
Estaba confundiendo a Ben con John.
—No demasiado. Le va bien.
—Tiene que practicar para mejorar, porque cuando lo haga bien y sea lo bastante grande, le daré el Testore.
El Testore era el violín de Ruth: un instrumento hermoso, construido en el siglo XVII en Milán, su posesión más valiosa y preciada.
—Por ahora no parece que necesite uno más grande que el que tiene —comenté.
—No, pero lo necesitará. Siempre les pasa, ¿sabes?
Una media sonrisa asomó a sus labios, un recuerdo, y después desapareció de nuevo.
—¿Qué toca?
—Oskar Rieding. El concierto en si menor.
—¿Completo?
—Por ahora solo el tercer movimiento.
—Tiene que controlar bien el arco, sobre todo en ese pasaje.
Ruth empezó a tararear el concierto de Rieding llevando el ritmo con la mano. Tenía una memoria extraordinaria para la música. Cada nota que había tocado o enseñado parecía haber encontrado un lugar donde alojarse en su cabeza y toda su resonancia seguía viva para ella. Había iniciado a Ben en el violín cuando tenía seis años; insistió en pagarle las clases. Él estaba demostrando un progreso prometedor, estaba claro que parte de la musicalidad había viajado desde Viena a través de su familia, y eso le encantaba a Ruth.
Se detuvo de repente.
—¿Lo tienes? —preguntó como si yo fuera su alumna.
—Sí. Se lo recordaré.
Se inclinó hacia delante. El vestido se deslizó sobre sus rodillas esqueléticas, enganchándose con las medias de compresión que llevaba en las pantorrillas. Vi una pequeña mancha en su bonito pañuelo amarillo. En la mesa, a su alcance, había un caramelo con el envoltorio brillante y dorado encima de un tapete de ganchillo. Sus manos lo buscaron a tientas sin encontrarlo, pero yo sabía que no debía intentar ayudarla porque eso le molestaba. Por fin sus dedos lo localizaron.
—Toma, lo he guardado para Ben —dijo.
En las raras ocasiones en que Ruth tomaba parte en las actividades colectivas de la residencia, era implacable a la hora de conseguir los caramelos que a veces daban como premio. Los atesoraba para Ben.
—Gracias —dije.
Siguió el mismo tedioso procedimiento para coger otra cosa, un libro. Me lo tendió.
—Mira, lo he sacado de la biblioteca. ¿Te recuerda algo?
Una sonrisa apareció en sus labios, un raro regalo en esos tiempos que normalmente estaba reservado para Ben.
Cogí el libro, acaricié la portada brillante y vi que tenía las esquinas dobladas. Era una monografía y trataba de Odilon Redon.
—El museo —dije—. Cuando llevamos a Ben a ver los dinosaurios y acabamos mirando los cuadros.
—¡Sí! —exclamó—. He señalado la página. ¿La ves?
Busqué el lugar donde estaba el marcapáginas. Era un trozo de cuero amarillo chillón con una ilustración del Puente Colgante de Clifton grabada en color dorado. Ruth no tenía muchas cosas feas, pero esa era una de ellas y solo la guardaba porque Ben se la había comprado en una excursión del colegio.
—Estuvimos mirando el cuadro de William Scott primero, ¿te acuerdas?
Sí me acordaba. Era un lienzo enorme que cubría prácticamente la pared, con un fondo negro azabache y flotando sobre él cuatro grandes siluetas amorfas abstractas de color blanco, negro más oscuro y un complejo tono de azul que recordaba la costa de Cornualles cuando la iluminaba el sol.
—¿Qué es eso? —me preguntó Ben cogido de mi mano.
—Es lo que tú quieras que sea —le expliqué.
—Me gusta —respondió—. Es aleatorio.
«Aleatorio» era la nueva palabra que Ben había aprendido en el colegio y que ahora usaba siempre que podía.
En la siguiente galería a Ben le llamó la atención un pequeño lienzo de Odilon Redon, y cuando abrí el libro apareció ante mis ojos una reproducción. En el museo Ben se quedó delante del cuadro, a solo unos centímetros, y Ruth y yo un poco más alejadas.
—¿Y este qué es? —nos preguntó.
En el centro del cuadro había una figura blanca montada en un caballo encabritado también blanco y levantando en alto un palo largo con una bandera verde en su extremo que parecía ondear debido a una fuerte brisa. Tras la figura había dos barcos que apenas destacaban sobre un fondo con una capa gruesa de pintura que sugería la existencia de tierra, mar, nubes y un cielo de tonos empolvados de marrón y azul.
—Es un poco lioso —añadió.
—El artista lo ha hecho a propósito —le explicó Ruth—. Quiere sugerirte que es un sueño, un mundo en el que se hacen realidad los cuentos y en el que puedes usar la imaginación.
—¿Y cuál es el cuento? —preguntó él.
—Como te ha dicho mamá sobre el otro cuadro, el cuento es el que tú quieras que sea. Es todo o nada.
—Me gustaría tener una bandera verde —dijo Ben.
—Entonces podrías ser un aventurero, como la persona de ese cuadro. ¿Y quieres también un caballo blanco?
Ben asintió.
—¿Y un barco? —volvió a preguntar Ruth.
—No, gracias —contestó. Sabía que diría eso porque Ben tenía miedo al mar.
—¿Sabes lo que yo veo en ese cuadro? —continuó Ruth.
Él la miró.
—Veo una persona valiente montando un caballo magnífico y me pregunto adónde va esa persona y dónde han estado los dos antes. Y también veo música.
—¿Dónde está la música? —quiso saber Ben.
—Está ahí. Está en el cuadro, en el mar y en el cielo y en la historia de la persona y el caballo y los barcos —aseguró Ruth—. Todas esas cosas me trasmiten la idea de música y por eso la oigo en mi cabeza.
—Yo también —dijo. Le sonrió con la cara iluminada—. Hay muchas notas rápidas, como en una aventura.
—Y tonos lentos también —sugirió Ruth—. ¿Ves aquí esta mancha de pintura más gruesa, donde se advierte que el pintor pasó el pincel? Eso es una nota lenta para mí.
Ben lo pensó.
—¿Tú lo oyes, mamá?
—Claro —afirmé.
En ese momento solo el sonido de su voz, la inocencia que resonaba en ella, su entusiasmo por escuchar era música para mis oídos. Ese día mi hijo tenía siete años y ya entonces sospechaba que tal vez no iba a ser el tipo de niño que gana una carrera de velocidad o que triunfa en un campo de rugby, así que ver que respondía así ante los cuadros fue una gran alegría. Me proporcionó mucha esperanza en el futuro esa sensibilidad que estaba demostrando, la forma en que respondía tan positivamente ante la belleza y las ideas. Sentí que eso le permitiría crear reservas a las que podría recurrir cuando las necesitara y supe que podría guiarle en ese proceso o al menos ponerle en el camino.
Lo que no supe ese día mientras Ruth y yo bajábamos por las escaleras para tomar té y pastel fue que iba a necesitar recurrir a esas reservas tan pronto. Antes de estar preparado. O que nunca tendría la posibilidad de alimentarlas antes de que quedaran destruidas para siempre.
—¿Quieres llevarte el libro prestado? —me preguntó Ruth. Estaba perdida en la página, en la imagen, y su voz me arrancó de allí y me devolvió al presente—. A Ben le gustará verlo.
¿Qué podía responderle? ¿Cómo podía ocultar mis emociones? Solo conseguí decir:
—Seguro que sí. Gracias.
—Tráele a verme la semana que viene. Prométemelo.
Me estaba costando mucho mantener la compostura. Me acerqué a la ventana para que ella no viera la expresión de mi cara y miré los arriates de rosas podadas del jardín de abajo y las gráciles ramas de un cedro que se agitaban con el viento. Pero Ruth no tenía ni un pelo de tonta al margen de la demencia.
—¿Qué te ocurre, querida? —quiso saber.
—Estoy bien.
—No me gusta verte así, cariño. Ven, siéntate a mi lado, cuéntamelo.
Quería contárselo, lo deseaba con todas mis fuerzas. Pero si se lo contaba, la destrozaría. Así que no le dije nada.
—Tengo que irme —señalé apresuradamente—. Te veo la semana que viene.
Acerqué la cara a la suya, me despedí y le di un beso. Me sujetó la cabeza y durante un momento nuestras caras quedaron a la altura, tocándose. Su piel me resultó tan sutil como una telaraña y su mejilla huesuda y delicada apenas parecía estar allí.
—Adiós, querida —se despidió—. Sé fuerte. Recuerda: eres madre. Tienes que ser fuerte.