Rachel
El domingo por la noche, cuando ya fuera estaba oscuro, seguía sin poder pensar en otra cosa que no fuera que Ben llevaba desaparecido una semana. Siete días, ciento sesenta y ocho horas, miles de minutos, cientos de miles de segundos. Y no podía parar de contar todavía.
De repente tenía la cabeza llena de imágenes del bosque, como si ahora que habían pasado siete días los recuerdos se hubieran hinchado y germinado para producir una vívida sobrecarga sensorial.
El brillante cielo azul y la intensidad caleidoscópica del fondo de hojas otoñales hermosas, secas y llenas de color volvían una y otra vez a mi cabeza como fotogramas de un rollo de película. Vi las mejillas enrojecidas de Ben y el fino vapor de su respiración flotando en el aire un momento, un trozo de él, de su calor que se evaporaba en la nada.
Yo habría querido ver más, perderme en esos recuerdos, pero sonó mi teléfono. Era la policía para decirme que el inspector Woodley, nuestro enlace temporal, estaba de camino. Se disculparon por llamar tan tarde. Ya eran las ocho y media de la noche.
El inspector Woodley llegó a las nueve. Era muy alto y delgado, con el cuello alargado y la nariz grande. Nadie diría que tenía más de diecisiete años.
Se presentó algo nervioso y sin dejar de morderse el labio sugirió que nos sentáramos.
En la mesa de la cocina nos sentamos bajo la intensa luz central. A diferencia de mi hermana, no se me ocurrió encender otras luces para hacer la habitación más acogedora ni poner agua a hervir. Hacía una semana que había perdido todas mis cortesías sociales. Solo quería saber qué era lo que había venido a decirme.
—Hemos arrestado a alguien —anunció—. No le hemos acusado todavía, pero está en Kenneth Steele House bajo arresto.
—¿A quién?
—Lucas Grantham. El ayudante de la profesora de Ben.
Mi mente absorbió la información y después retrocedió ante lo espantoso de su significado. Lucas Grantham se pasaba todos los días de la semana con mi hijo. Pasaba más horas con Ben que yo. Y no lo conocía; para mí era un extraño.
El inspector Woodley me interrogó paciente e insistentemente para que intentara recordar todo lo que pudiera, cualquier mención que hubiera hecho Ben de Grantham, pero no había nada aparte de detalles insulsos. Ben apenas lo mencionaba; normalmente hablaba de la señorita May, a la que conocía desde hacía más tiempo.
Rebusqué en mi mente para encontrar los recuerdos que tenía de él. Eran fugaces. Solo habían pasado unas pocas semanas desde el inicio de curso y Lucas Grantham era nuevo en el colegio, como el director. Obligué a mi cerebro a revisar las imágenes de él de la tarde que fui al colegio a recoger las cosas de Ben unos días atrás, pero no había ninguna, solo tenía una vaga sensación de que estaba por allí. Y entonces esos pensamientos se vieron interrumpidos por una pregunta que tenía que hacer:
—Si Lucas Grantham se llevó a Ben, ¿dónde está entonces?
—Estamos llevando a cabo exhaustivos registros en su casa y en todos los lugares que podemos asociar con él. Hacemos todo lo que podemos para localizarlo. En las próximas veinticuatro horas vamos a interrogar a todo su entorno. Me temo que no puedo darle más información en este momento, pero queríamos que supiera esto por nosotros y no por alguien ajeno. Por favor, no dude de que estamos haciendo lo que creemos que es mejor para traer a Ben a casa sano y salvo. Esa es nuestra prioridad.
—¿Eso cree?
—¿Que estamos haciendo lo que creemos que es mejor? Sí. Por supuesto. Se lo juro por mi madre.
Llegó a ponerse la mano sobre el corazón al decirlo. Después, cuando ya se estaba levantando para irse, recordó algo.
—Una cosa más, señora Jenner…
—¿Sí?
—¿Ha sabido algo de su hermana?
—No. —Entonces me di cuenta de que no me había llamado por teléfono, como había dicho—. ¿Por qué?
—Es tarea del enlace asegurarse de que todos los miembros de la familia están bien. Solo quería saber cómo estaba tras el difícil encuentro que tuvo con el inspector Clemo.
—Por lo que yo sé, está bien.
Cuando se fue, intenté llamar a Nicky para contárselo, pero saltó el buzón de voz. No dejé mensaje. Había oído decir que el buzón de voz se puede pinchar. Sabía que todos nosotros estábamos en el punto de mira. No iba a darles a los periodistas esa ventaja.
Llamé también a casa de Nicky en Salisbury, pero su hija pequeña, que fue quien respondió, me dijo que mami no estaba y que papi tampoco y que su hermana, que era quien estaba cuidando de ella, estaba hablando por el móvil. Me rendí y no dejé recado, porque dejarle un mensaje a Olivia, que solo tenía nueve años, iba a ser complicado y no había garantías de que llegara a su destinatario. Sabía que Nicky me telefonearía cuando viera la llamada perdida.
Volví a pensar en el ayudante de la profesora y en lo que podía haber hecho.
Por una parte, me permitió sentir cierto alivio. Pude librarme del germen de sospecha que había estado albergando de forma culpable contra mi hermana. Fue una reducción de la presión que agradecí muchísimo. Di gracias mentalmente por no haberla abordado con sospechas ni haberla acusado directamente. Tal vez eso nos sirviera más adelante para arreglar las cosas.
Por otro lado, las noticias abrían un panorama que me provocaba un nudo en el estómago, porque la pregunta que rondaba por mi cabeza entonces era: ¿Qué querría hacer un hombre como Lucas Grantham con un niño como Ben?
No se me ocurría ninguna respuesta que no fuera horrenda. Y por eso el alivio ante la noticia del arresto no era total, cómo podía serlo… Eso sería imposible hasta que Ben volviera a estar entre mis brazos.
Más tarde volví a entrar en internet. Tenía curiosidad por saber si el arresto se había hecho público ya. Todavía no.
Pero algunos miembros de la comunidad de internet estaban conmemorando la semana de la desaparición de Ben especulando sobre que probablemente estaría muerto. Que tenía que estarlo ya.
Como para apoyar esa teoría, un par de personas habían colgado fotografías de velas encendidas en el día del aniversario. Santuarios online con una llama parpadeante como demostración pública de emoción, demostraciones que a mí me parecieron mojigatas, feas y crueles.
Otros blandían argumentos más cerebrales, especialmente uno que me llamó la atención porque para demostrar su hipótesis citaba las mismas web que había estado mirando Nicky antes de irse. Pinché en el enlace que había incluido e instantáneamente deseé no haberlo hecho, porque delante de mis ojos apareció la investigación que Nicky me había obligado a dejar de leer uno de los primeros días de la desaparición de Ben:
Secuestro-homicidio […] es más probable que las víctimas sean asesinadas inmediatamente o que se las mantenga con vida menos de veinticuatro horas. Solo unas pocas víctimas superan las 24 o 48 horas, tres días es el máximo (Boudreaux et al., 1999). Hanfland (1997) incluye en su investigación descubrimientos aún más impactantes. Afirma que el 44 por 100 de las víctimas muere en menos de una hora, el 74 por 100 en las tres primeras horas y el 91 por 100 en las primeras 24 horas.
Leer eso me puso enferma. Cerré la ventana del ordenador pulsando insistentemente el botón del ratón con dedos húmedos y temblorosos. Estaba a punto de apagar el ordenador, desenchufarlo y alejarme de él cuando detrás de la ventana que había estado mirando vi otra que había dejado abierta Ben.
Era la página de acceso al Furry Football, el juego online que a Ben y a sus amigos les encantaba. Era como el Club Penguin o el Moshi Monsters, un foro online para niños donde se jugaba y se interactuaba con los avatares de otras personas. La diferencia era que este juego era de fútbol y el objetivo era ganar puntos para adquirir jugadores con los que formar tu propio equipo de Furry Football. A Ben le volvía loco. Y también a todos sus amigos.
Pinché en la ventana. La página se actualizó y me invitó a registrarme. Ben era el entrenador de dos equipos virtuales diferentes y me dieron a elegir con cuál quería conectarme: «Búhos con botas» o «Soldados Torturiales». Elegí los «Búhos con botas» y escribí la contraseña de Ben. En la pantalla apareció un mensaje: «ESTE USUARIO YA ESTÁ CONECTADO».
Lo intenté otra vez. Mismo mensaje.
Me apoyé en el respaldo de la silla, confundida. Alguien se había conectado con el usuario de Ben. Recordé entonces que me había contado que no podía conectarse con un usuario en un dispositivo nuevo si ya estaba conectado con el mismo en otro dispositivo, pero su iPad estaba en casa de su padre y yo no tenía más ordenador que ese.
De todas formas, elegí los «Soldados Torturiales», introduje la contraseña y esta vez sí funcionó. Me conecté. Yo era Torturial0751, el capitán de los Soldados Torturiales, y mi avatar apareció en la pantalla: una tortuga regordeta con botas de fútbol que llevaba una carpeta en la mano.
«¿A QUÉ SERVIDOR QUIERE CONECTARSE?», preguntó el ordenador, y entonces se me ocurrió algo que hizo que el estómago me diera un vuelco. ¿Y si Ben se había conectado en algún otro lugar y estaba jugando con su avatar de búho?
Seleccioné el servidor que sabía que Ben escogía siempre para jugar: «Liga de la sabana».
Apareció un paisaje como de dibujos animados: la sabana africana. Un suricato me invitó a elegir el partido que quería jugar. Seleccioné el «Bonus del baobab», el favorito de Ben.
En la pantalla apareció un claro con varios baobabs dibujados. Había unos veinte avatares entre ellos y aparecían bocadillos sobre sus cabezas de vez en cuando. No tardé mucho en ver al otro capitán de Ben: Buhíto689.
—Eres tú —dije—. Eres tú.
Agarré el ratón con tanta fuerza que los bordes se me clavaron en los dedos y no aparté ni un segundo la mirada de la pantalla por la que Buhíto689 se estaba moviendo.
Desplacé mi avatar hasta que llegó al lado del de Ben. Era torpe con el ratón. Quería hablar con él, pero me costó descubrir cómo abrir un bocadillo para hablar. No tenía tanta práctica en esto como Ben; nunca había prestado mucha atención a los detalles del juego.
Tras muchos intentos fallidos, por fin pinché en la pestaña correcta. Apareció una lista limitada de frases; era un chat restringido. Claro. Yo no le permitía a Ben comunicarse a través del juego con frases que no fueran las que se incluían en él. Por seguridad.
Examiné la lista de frases desesperada por decir algo significativo, pero todas eran insípidas, diseñadas para evitar que los niños se enfadaran o se ofendieran entre sí.
Pinché por fin en: «Hola». Unos segundos después el avatar de Ben dijo: «Hola».
«¿Qué tal tu día?», preguntó mi avatar.
Buhíto689 puso un emoticono. Era una cara con el ceño fruncido. Revisé la lista de frases que podía utilizar.
«Lo siento», dijo mi avatar.
Buhíto689 empezó a moverse. Yo le seguí. Se paró debajo de un baobab.
«¿Quieres visitar mi equipo?», dijo.
«Sí», respondió mi avatar, y la pantalla se disolvió y cambió. Ahora estábamos en la zona de entrenamiento. Los nombres de las posiciones de los jugadores estaban repartidos alrededor de la pantalla y encima de cuatro de ellos había animales que Ben había adquirido con sus puntos.
«Guay», dijo mi avatar.
«Nuevo jugador», dijo el avatar de Ben.
Se movió hacia su delantero centro. Era una jirafa. No lo tenía el domingo pasado porque habíamos estado hablando de ello, de que quería una jirafa porque eran las mejores para rematar de cabeza. De hecho en el coche de camino al bosque no había dejado de hablar de eso hasta que le hice cambiar de tema.
—Eres tú —repetí—. Sin duda eres tú.
Busqué en la lista de frases algo más que pudiera decirle, algo que le transmitiera a Ben quién era, que era yo la que se estaba comunicando con él. Tenía que sospecharlo, me dije, porque ¿quién iba a usar su avatar si no? Tenía que saber que era yo.
Pero fui demasiado lenta. Antes de que pudiera seleccionar la frase, Buhíto 689 se fue, simplemente desapareció. Mi avatar se quedó solo en la pantalla.
Extendí la mano y cogí el teléfono.