Rachel
Cuando llegamos a mi casa, Zhang se ofreció a entrar conmigo, pero le dije que no hacía falta, que mi hermana estaba dentro, aunque no sabía si realmente estaba o no. Me sentía desconectada y extraña, como si todos mis sentidos estuvieran embotados y lo único que importara fueran los pensamientos que no paraban de darme vueltas en la cabeza.
Nicky sí que estaba allí. Me esperaba sentada en la cocina y su maleta estaba junto a la puerta principal, con el abrigo encima.
—Me he quedado porque no quería irme sin despedirme —explicó.
No se dio cuenta de mi desorientación. Pero sí me preguntó qué tenía en los brazos.
—Los cuadernos de Ben —contesté.
Los dejé en la mesa, y cuando las dos nos quedamos la una frente a la otra, ella se acercó para darme un abrazo. Fue un abrazo extraño, igual que la primera mañana en la comisaría, aunque esta vez fue peor porque su cuerpo ya no tenía la suavidad de antes. Las dos nos sentíamos extrañas y preferíamos tener el mínimo contacto porque, por primera vez en nuestras vidas, ninguna de las dos sabía qué era para la otra. Y entonces, como si acabara de darse cuenta de que eso no estaba del todo bien, Nicky se separó, me agarró los brazos y me los frotó cariñosamente.
—¿Estarás bien?
Asentí.
—Puedo volver en cuanto quieras, llámame si estar sola es demasiado para ti.
—También puede venir Laura —apunté. Mi voz sonó extraña, como si hablara con la lengua pastosa.
Nicky dudó un segundo pero al fin dijo:
—Está bien.
Y nos quedamos allí otra vez, paradas la una frente a la otra. Apartó las manos de mis brazos y las dejó caer. Me miró de tal forma que me entraton ganas de ponerme a gritar por la incertidumbre y la atrocidad de todo aquello. Con las últimas reservas de fuerza que me quedaban, dije:
—Vete ya, Nicky.
—Ahora no sé si es lo mejor —contestó—. Al verte así… No estás bien, ¿verdad?
Y entonces grité.
—¡VETE! —fue lo que le grité, porque sentía que iba a explotar si alguien me decía algo más.
Oír mi grito la impresionó tanto que dio un paso atrás y por su reacción supe que mi expresión debía de ser horrible.
Se me quedó mirando y fue a decir algo, pero yo no podía soportar oír nada más, así que volví a gritar:
—¡YA! —Sonó más como un chillido que como una palabra.
Después salí corriendo escaleras arriba tan rápido que mis pasos retumbaron y no oí el ruido de la puerta al cerrarse cuando Nicky salió, pero sí oí a la prensa preguntándole quién había gritado y por qué. No sé si no respondió o lo hizo en voz muy baja, pero pocos minutos después solo se oían los ruidos de la casa vacía.
Laura vino para hacerme compañía. No se lo pedí, simplemente se presentó. Cuando iba de camino a abrir la puerta, la oí charlando fuera con uno de los periodistas. Cuando entró, comentó:
—¡Qué curioso! Estudié con uno de los tíos que hay ahí fuera.
Lo dijo sin darle importancia, como si se hubieran encontrado en una fiesta. Me pregunté cuál de ellos sería. Había unos cuantos habituales. Lo más seguro es que fuera el más joven del grupo, pensé, el que corría más que los otros y era siempre el último en dejar de golpear las ventanillas del coche cuando me llevaban a alguna parte. No se lo pregunté.
Trajo comida preparada y una botella de vino. Antes de que viniera, pensé en contarle todo lo que había pasado. Pero no lo hice. No encontraba las palabras: estaban atrapadas en mi interior, encarceladas por mis sentidos embotados y mi decreciente confianza en los demás. Dentro de mi cabeza era un manojo de nervios, como un adicto que se está desintoxicando, obsesionada con mi hermana y lo que me había contado, reproduciendo una y otra vez mi vahído en el colegio.
Laura me dejó con mis pensamientos mientras con mucha calma ponía la comida en la mesa y servía el vino.
—Sé que seguramente no te apetece nada de esto —dijo—, pero lo voy a servir de todas formas y no me voy a ofender si no lo quieres.
La comida y la bebida que había traído parecían antiguas reliquias de una vida que una vez disfruté, pero para parecer agradecida reproduje uno a uno todos los movimientos que se esperaban de mí. Comí algo de un par de platos y conseguí tragar un sorbo de vino, un líquido que había perdido todas las cualidades lenitivas que tenía antes de que Ben desapareciera y que me supo igual que si estuviera bebiendo ácido.
—¿Quieres hablar de él? —preguntó Laura rompiendo el silencio—. ¿Te ayudaría?
Laura nunca comía demasiado; tenía el apetito de un gorrión. Jugueteó con la comida un rato mientras yo intentaba sin éxito responder a su pregunta y después continuó:
—¿Te acuerdas de cuando nació? ¿Al principio? No nos podíamos creer lo pequeñito que era, ¿lo recuerdas?
Recuperé la voz.
—No querías cogerlo al principio.
Laura no había podido apartar los ojos de él cuando vino a verme al hospital. Yo estaba en la cama exhausta, con el cuerpo dolorido, agotado, fláccido y hasta arriba de hormonas, y la vi allí junto a su cuna de plástico muy arreglada, bien vestida, morena y guapa con un vestido de verano corto y unas gafas de sol grandes en la cabeza: parecía una postal de mi vida antes de ser madre. Le dije que podía cogerlo, pero al principio negó con la cabeza.
Sonrió al recordarlo.
—Nunca antes había cogido un bebé. No quería romperlo o que se me cayera.
—Pero te obligué.
—Y me vomitó.
—Vomitaba por todas partes los primeros meses. No paraba de poner lavadoras.
—Pero fue amor a primera vista, ¿verdad? A ti te pasó.
—Sí.
—Eso me daba envidia. Era tan intenso, tan privado.
Sujetaba el pie de la copa con los dedos y lo hacía girar lentamente, flexionando sus delicadas muñecas. Volvió a llenarse la copa. Más de media botella estaba vacía ya y yo no había tomado más que un sorbo.
Por primera vez me di cuenta de que empezaban a aparecer arrugas en su cara delicada. Fue algo fugaz, parecían estar ahí un momento y al siguiente desaparecían, pero era una señal de que estaba envejeciendo, como todos. Extendí la mano sobre la mesa hacia ella y nos cogimos los dedos brevemente.
—No puedo creer que te esté pasando esto a ti —dijo—. Es como si hubiera aparecido un rayo de la nada y hubiera caído sobre ti y sobre Ben. No me puedo ni imaginar lo que estarás pasando.
—Todo lo que siento me duele.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Te puedo decir algo? —preguntó—. Quiero decírtelo para que veas que los demás saben cómo te sientes. Al menos en parte.
—Dime —contesté, e instintivamente sentí que volvía a despertar el terror que los recuerdos de Ben habían aplacado durante unos momentos.
—Me sometí a un aborto.
—¿Cuándo?
Esa noticia me dejó perpleja, impresionada. Pensaba que Laura y yo teníamos el tipo de amistad en el que te desnudas por completo, en la que los únicos secretos que guardas tienen que ver con tus planes para los regalos de Navidades o de cumpleaños de la otra.
—Antes de que tú tuvieras a Ben.
—No sé qué decir. ¿Por qué no me lo contaste?
—Estabas embarazada.
Ahí estaba: toda una parcela de nuestra amistad de la que nunca había sabido nada.
—¿Quién era el padre?
—¿Te acuerdas de Tom, de Bath?
Sí me acordaba. Era un hombre casado al que había conocido en el trabajo.
—¿Lo sabía él?
—Él lo pagó. Dios, Rachel, lo siento. Ha sido una estupidez mencionarlo. Ni siquiera sé por qué te lo estoy contando. No es nada comparado con lo que estás pasando tú.
Y ahí se torció la cosa: no podía encajar eso ahora. Si Laura quería sentir solidaridad en ese momento, lo que acababa de contarme no era lo adecuado. La pérdida intencionada de un hijo simplemente era imposible de digerir.
Una semana antes habría estado ahí para ella, la habría apoyado, pero en ese momento lo que acababa de oír suponía un dolor feroz e insoportable, y mi cerebro, agobiado por los nervios, por todo, tuvo un cruce de cables.
El exquisito y doloroso placer de nuestros recuerdos de Ben desapareció en un instante. La anterior calidez de nuestra amistad y su compañía de repente se volvió heladora y quebradiza. Toda la piel se me erizó, como si una tormenta azotara un estanque cristalino.
—No —dije—. No, no, no. No puedo oír eso ahora. ¿Por qué me estás contando esto?
Y entonces, cuando la desconfianza que mi hermana había sembrado empezó a florecer libremente, en mi cerebro surgió otro pensamiento, uno corrosivo. Lo expresé con un tono que fue tan duro que me sorprendió incluso a mí, el tono de alguien que ha llegado al límite.
—¿Le estás contando historias sobre mí a los otros periodistas? ¿A tus amigos de ahí fuera? ¿Por eso querías hablar de Ben?
Me puse de pie bruscamente y la copa de vino se cayó en mi desesperación por levantarme. Había vino por todas partes: formando charcos en la mesa, sobre mí, cayendo al suelo. Laura se puso de pie también. El shock había desterrado cualquier dulzura de su expresión y sus mejillas parecían frías y pálidas como el mármol.
—¡Dios, Rachel! Sé que tienes que estar desesperada, pero…
La empujé. Rodeó la mesa para acercarse con la intención de abrazarme, pero yo la aparté de un empujón. Cogí su abrigo y su bolso y se los tiré, la obligué a ir hasta la puerta principal, ignorando sus palabras de súplica y sus lágrimas, y a salir de mi casa. Se fue, como Nicky, y mientras la prensa, sus supuestos amigos, se dedicaba a hacerle fotos en la puerta, yo volví a sentarme a la mesa de la cocina, en la silla húmeda por el vino, y empecé a sollozar.