Rachel
Esa noche dormí en la cama de Ben otra vez, inhalando su olor perfecto, preocupada porque ya se estaba disipando. Pero no podía ni pensar en dormir en otra parte.
Cuando me desperté, me dolía el cuerpo y me pedía a gritos alimento de verdad, algo que no había ingerido desde hacía días. Sentía que los huesos de la cadera me sobresalían como antes no lo hacían y tenía el estómago cóncavo.
Mis ojos absorbieron todo lo que podían vislumbrar en la penumbra anterior al amanecer.
Podía entrever los pósteres de Ben, sus figuritas de Doctor Who, las siluetas de sus cajas de Lego apiladas.
Con esfuerzo podía distinguir la mancha oscura que había en la alfombra donde había se había dejado un rotulador destapado y recordé cómo me enfadé con él entonces.
Había sido en nuestra primera semana en la casa, una de las primeras semanas en muchos años en las que me encontré preguntándome cómo iba a pagarlo todo ahora que ya no tenía el apoyo del sueldo de John. Le grité a Ben y él se echó a llorar. ¿Se le había ocurrido pensar cuántas horas tenía que trabajar una persona para pagar una alfombra como esa?, le pregunté furiosa. ¿Se le había pasado por la cabeza? ¿Se daba cuenta de cómo era la vida para la mayoría de la gente? Estaba muy enfadada.
El recuerdo me produjo un dolor agudo. Me hizo sentarme y abrazar con fuerza un cojín, inclinándome sobre él, y llorar con enormes sollozos que me dejaron sin aire. Me hizo detestar lo egocéntrica y superficial que había sido. Me hizo preguntarme si había sido todo lo que podía ser para Ben, sobre todo durante el último año. Si le había decepcionado terriblemente al filtrar sus necesidades a través de las mías, dejando que mi enfado y mi frustración se colaran entre nosotros, donde nunca deberían haber estado.
No podía perdonarme.
Fue un ruido que oí fuera lo que me hizo salir de la cama de Ben y mirar por la ventana. Fue el crujido de una valla, el golpe seco contra el marco. En el jardín trasero había un hombre; estaba de pie entre las sombras junto a mi estudio, parcialmente oculto por los arbustos, pero solo parcialmente. Llevaba un abrigo oscuro y un gorro de lana. Una cámara le tapaba la cara y tenía el largo objetivo dirigido hacia las ventanas de la parte de atrás de la casa. Primero enfocó con él la cocina y después lo fue elevando hacia donde yo estaba. Estaba de caza, como un zorro. Di un paso atrás y cerré las cortinas del cuarto de Ben. Desde detrás de las cortinas golpeé la ventana y le grité:
—¡Fuera! ¡Váyase!
Mi hermana entró corriendo en la habitación. Me apartó y miró entre las cortinas; lo que vio fue una sombra desapareciendo por encima de la valla en dirección al jardín del vecino. Las escaleras atronaron cuando Nicky las bajó corriendo para salir a por él, pero ya se había ido.
Delante de la casa el resto de los periodistas se hicieron los locos. Mientras yo miraba desde la ventana de mi dormitorio a escondidas, temblando de frío, Nicky se plantó en la calle con su camisón con estampado de rosas, el pelo sucio y despeinado, los pezones marcándose bajo la tela y los brazos con la piel de gallina, y les dijo lo que pensaba de ellos.
—¡Estáis destrozando nuestra familia! —les gritó, y sus palabras resonaron por toda la silenciosa calle, solo interrumpidas por el inicio del coro mecánico de los motores de las cámaras.