Rachel

La señorita May miró por la ventanilla del coche a una casa con una puerta negra reluciente.

—Esta es. Perfecto. Gracias —dijo.

—Gracias a usted por ayudarnos con la investigación —contestó Bennett.

—Es lo menos que puedo hacer.

Salió y se paró un momento para colocarse el abrigo. Su bolso seguía en el asiento a mi lado. Vi sus llaves, pero antes de que me diera tiempo a reaccionar, se agachó y miró hacia el fondo del asiento de atrás.

—Si hay algo que pueda hacer por usted… De verdad. Dígamelo, por favor.

—Gracias —respondí.

Había un coche detrás de nosotros y el conductor hizo sonar el claxon bruscamente para que nos moviéramos.

—Será mejor que tenga cuidado con esos humos —refunfuñó Bennett.

Vi por el retrovisor que miraba al coche de atrás con los ojos entornados.

Tenía una oportunidad. La señorita May extendió la mano para coger el bolso, pero antes de que lo alcanzara lo cogí yo.

—Tome —dije.

Se lo tendí, pero al hacerlo dejé que se volcara y todo su contenido se desparramó en mi regazo y por el suelo.

—¡Ay, lo siento mucho! —me disculpé.

Me agaché y recogí sus pertenencias de los rincones oscuros, obstruyendo con mi cuerpo su visión de lo que estaba haciendo. Metí casi todas las cosas otra vez en su bolso. Una barrita de cereales a medio comer, el monedero, el teléfono, el cargador, los pañuelos, una caja de analgésicos y la cartera.

Pero me quedé con las llaves. Las escondí entre el asiento y mi muslo.

El claxon volvió a sonar detrás de nosotros.

—Dense prisa, señoras —pidió el inspector Bennett.

Le di el bolso con cuidado de agarrarlo por arriba para que no se abriera.

—Lo he metido todo —dije.

—¿Seguro? —preguntó.

El coche de detrás nos hizo una señal con las luces.

—Está todo ahí —aseguré—. Adiós.

—Cuídese —se despidió, y cerró la puerta del coche.

El inspector Bennett arrancó y aceleró. Por el espejo lateral vi como nos alejábamos de ella, que se quedó de pie a un lado de la carretera.

Sus llaves se me estaban clavando en el muslo, así que me las metí en el bolsillo del abrigo con cuidado de que no hicieran ruido.

Desde Clifton Village solo había diez minutos de coche hasta mi casa. La carretera iba pegada al pie de los Downs, un camino llano, embarrado y verde en cuyas cunetas se veían corredores y gente que paseaba a sus perros. En el terreno del parque había unos cuantos árboles aquí y allá, desperdigados como si fueran cabezas de ganado abandonadas. Una torre de agua presidía el paisaje.

Escuché con atención la radio de la policía. Me aterraba que la señorita May contactara con ellos inmediatamente, en cuanto intentara entrar en su casa y se diera cuenta de que las llaves no estaban en su bolso. Si llamaba, pediría que el inspector Bennett volviera enseguida. Me dije que debería haberle cogido el teléfono también.

Rodeamos unos suburbios compuestos básicamente por adosados de los años treinta y dejamos la casa de John y Katrina justo a la vuelta de la esquina. A pocos minutos estaba la mía. La radio escupía ruidos de vez en cuando. Nada sobre las llaves hasta ahora, pero el pánico me hacía tragar más a menudo porque tenía la boca llena de saliva caliente que tenía el sabor amargo y tanino del té de la comisaría.

—Inspector Bennett.

—Dígame, señora.

—Es lo que ha dicho la señorita May de la mantita de Ben.

—¿Qué ha dicho? —Sus ojos se encontraron con los míos en el espejo retrovisor.

—Bueno, es que ella no tendría por qué saber lo de su mantita.

—No la sigo…

—A mi hijo le da vergüenza lo de su mantita, ¿sabe? Es una vieja manta de cuna, un trapo en realidad. La tiene desde que era un bebé. La usa para dormirse. Pero nunca se lo habría contado a ella.

Guardó silencio mientras giraba en una rotonda.

—¿No podría habérselo dicho en algún momento? —preguntó.

Lo que se veía en ese momento eran chalés victorianos y calles estrechas que ascendían y descendían por las colinas.

Me incliné hacia delante entre los asientos.

—No se lo habría dicho nunca, eso es lo que le estoy diciendo.

La radio volvió a emitir algo y tuve que subir la voz para que me oyera por encima de ella. El inspector Bennett aparcó en mi calle, a unas pocas casas de la mía, y se giró para mirarme.

—Bueno —exclamó alargando la palabra y dejando patente su escepticismo—, ¿está usted segura?

—No he estado más segura de nada en mi vida.

—Entonces le voy a decir lo que vamos a hacer. —Por su tono cuidadoso me dio la sensación de que no me estaba tomando en serio, que se burlaba de mí—. Le voy a pasar esa información a la jefa. ¿Quiere que lo haga?

—¿Podríamos llamarla ahora mismo? Creo que es importante.

—Voy de vuelta directamente y se lo diré en cuanto llegue, se lo prometo.

—Inspector Bennett, creo que no lo entiende…

—Se lo he prometido, ¿no? No puedo hacer más que eso. Ya la llamarán si sacan algo de eso. Ahora será mejor que salga, señora. No se preocupe. Vamos. Lo digo en serio.

Unos cuantos periodistas estaban delante de mi casa, observándonos. Bajó la ventanilla.

—Apartaos de su camino —gritó—. Vamos, fuera.

Otra oleada de ruido de la radio y me di cuenta de que tenía que irme o acabaría llegando el aviso sobre las llaves.

Salí del coche con la cabeza gacha y la capucha puesta y corrí.

Dentro de casa me quedé parada con las llaves en la mano e intenté pensar qué hacer. Skittle, todavía escayolado, se metió torpemente entre mis piernas sacudiendo el rabo en busca de cariño.

Llamé a Kenneth Steele House y pedí que me pusieran con Fraser, pero me dijeron que estaba ocupada y que ya me llamaría. Me aseguraron que entendían que mi petición de hablar con Fraser era muy urgente y que le darían el mensaje y alguien se pondría en contacto conmigo.

Nicky esta vez sí contestó al teléfono y escuchó en silencio mientras le contaba toda la historia: el arresto de Lucas Grantham, lo de la señorita May en el coche de vuelta a casa, todo.

—Díselo a la policía otra vez —dijo cuando terminé—. Vuelve a llamar. Oblígales a que te escuchen.

De fondo oí el inconfundible sonido del timbre de la cabaña.

—¿Dónde estás, Nicky? Creía que estabas en tu casa.

—Tengo que abrir la puerta. Perdona. Te llamo luego.

—No te vayas.

—Vale, espera un momento, voy a abrir y a librarme de quien sea.

Oí el sonido de pasos, el ruido de la puerta al abrirse, una voz masculina y después Nicky volvió al teléfono y dijo:

—Lo siento mucho pero tengo que dejarte. —Y colgó.

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