Rachel

Me conecté al Furry Football una cantidad innumerable de veces esa noche. Esperaba encontrar a Ben otra vez, claro. Usted habría hecho lo mismo.

Pero no estaba allí. Ni en ninguna otra parte. Rastreé todo el juego hasta que me conocí cada centímetro, cada servidor, cada zona en la que se podía jugar. Por la noche avatares con nombres que sonaban extranjeros aparecieron y desaparecieron y pude ver el flujo y reflujo de las zonas horarias según iban llegando y pasando: cientos, miles, decenas de miles de niños de todo el mundo se conectaron. Pero no Ben. No volví a encontrármelo. Ni una vez.

Pero las horas de búsqueda no sembraron ni una duda en mi mente, mi convicción de que era Ben no hacía más que reforzarse hasta convertirse en una sensación tan fuerte que era como si le hubiera visto en el mundo real pasar a mi lado con su anorak rojo, mirarme a los ojos un segundo y después desaparecer justo cuando estaba a punto de rozarle con la mano.

Quería decírselo a John. Pensé que él lo entendería, sentiría la enormidad de ese contacto fugaz con nuestro hijo.

Llamé al hospital con la esperanza de que hubiera mejorado, que estuviera consciente tal vez. Una voz que sonaba compasiva y cansada me dijo que no había cambios en su estado. Que estaba estable era lo único que podía confirmar, dijo.

Me lo imaginé como lo había visto la noche anterior, su ausencia, su mente agazapada tras la hemorragia, el edema y el trauma. ¿Una pequeña parte de mí envidiaba el vacío de esa inconsciencia, aunque solo fuera por un momento? Tal vez. ¿Era porque me costaba más que nunca existir? Probablemente.

Pero dos cosas mantuvieron mi mente ocupada esa noche y me tuvieron alerta, nerviosa. Dos cosas me agobiaban como una cuerda que se estuviera apretando lentamente alrededor de mi cuello.

Si Lucas Grantham se había llevado a Ben, ¿por qué había desaparecido Ben tan bruscamente del Furry Football? Y si Lucas Grantham se había llevado a Ben, ¿quién le estaba cuidando mientras Lucas estaba arrestado?

Me pasé el teléfono de una mano a la otra dejando mis huellas grasientas en la pantalla. Así en silencio me pareció un objeto inútil, y su propia existencia, una burla tanto a la dependencia que tenía de él como al aislamiento que provocaba dependencia.

Deseaba una llamada de la policía que me dijera que estaban registrando propiedades, derribando puertas y destrozando ventanas para buscar a Ben.

No quería procesos. No quería veinticuatro horas de interrogatorios. Lucas y ellos pasando las horas en una sala con té y galletas para tal vez salir después sin cargos, mientras durante todo ese tiempo Ben podría estar en algún sitio sin nadie para cuidarle y llevarle comida y agua. O podría estar en otro sitio, con otra persona, la que le había hecho desconectarse del Furry Football apresuradamente esa noche.

Pero mi teléfono permaneció en silencio.

Silenciosamente, en sus profundidades, sabía que me estarían llegando emails: solicitudes de los medios, mensajes de amigos y familias que conocía, de quienes tenían demasiado miedo para hablar conmigo, gente que se quedaba más tranquila simplemente observándome desde lejos.

Pero el teléfono no sonó. La policía no me llamó. Ni tampoco nadie.

Y en ese silencio esos dos pensamientos daban vueltas y vueltas en mi cabeza y no sabía qué hacer con ellos. Me sentía como si ya no fuera la luchadora de ojos desorbitados, la guerrera que se levantó en la rueda de prensa y amenazó al secuestrador de Ben, que miró directamente a la cámara y buscó por los rincones para encontrar a un agresor al que poder desafiar.

Ahora tenía los nervios tan de punta que solo me permitían la sensación de perfecta pureza del adicto, el éxtasis en medio de un chute, así que esas dos preguntas se fueron expandiendo en mi mente, enormes y sin respuesta, como una nota musical aguda que no cesa, y cuando llegó la mañana empecé a comportarme como si estuviera en trance.

Cuando llamé a un taxi, no había voces en mi cabeza diciéndome que no lo hiciera, advirtiéndome de que no era una buena idea volver a aparecer en la comisaría sin avisar. Fue simplemente un impulso para hacer que oyeran mi voz, para decirles lo que sabía, lo que tenía. Quería comunicarme.

Esa mañana hacía un frío atroz y todas las superficies del el exterior brillaban por las gotas de lluvia que habían caído durante la noche. Estaba a punto de helar. La lluvia seguía cayendo con gruesas gotas intermitentes que me enfriaron las manos cuando fui a abrir la puerta del taxi.

—A Kenneth Steele House —le dije al taxista—. En Feeder Road.

El hombre seguramente acababa de empezar su turno; estaba muy ocupado intentando limpiar la condensación de su ventanilla para hablar conmigo. Vi cómo la capa húmeda desaparecía poco a poco del parabrisas cuando puso en funcionamiento los ventiladores: los dos círculos de nitidez fueron creciendo y revelando una ciudad de líneas afiladas y poco atractivas. Eran las 7:45 de la mañana. La oscuridad empezaba a abandonar la ciudad y el tráfico del lunes por la mañana ya era denso, así que fuimos avanzando a trompicones, despidiendo unas salpicaduras sucias que aterrizaban en la acera cada vez que el coche aceleraba. Los semáforos en rojo detenían nuestro progreso en cada cruce y el taxista frenaba con brusquedad y algo tarde cada vez que nos acercábamos a uno. La ciudad tenía un aspecto mugriento y desesperado.

En Kenneth Steele House, la recepcionista me reconoció al momento y salió disparada de detrás de su mesa para interceptarme, igual que habría hecho un perro ovejero al ver a una de sus ovejas tontas y descuidadas a punto de descarriarse.

—¿Alguien la espera, señora Jenner? —preguntó mientras me agarraba del codo y me conducía hasta el sofá de la sala de espera, lejos de la corriente de llegadas del lunes por la mañana.

—Necesito hablar con alguien de la investigación —afirmé.

Intenté mantener la cabeza alta y que mi voz sonara lo más firme posible. Un mechón de pelo me cayó sobre la cara y me lo aparté; solo entonces me di cuenta de que lo llevaba sucio y despeinado.

Esta vez no quisieron correr riesgos. No tenían intención de sufrir otra escena en recepción. En solo diez minutos me recibió la inspectora jefe Fraser.

Ni siquiera me acuerdo de en qué sala impersonal nos reunimos, pero sí recuerdo a la inspectora jefe Fraser. Llevaba una semana sin verla en persona, aunque había visto en televisión sus comparecencias ante la prensa. Parecía haber envejecido, pero supuse que a mí me pasaba lo mismo. Tenía la piel más gris que antes, y las patas de gallo de sus ojos, más pronunciadas. Se trajo un café solo que se bebió en tres sorbos.

—Señora Jenner, sé que ya le han informado de que hemos arrestado a alguien —comenzó.

—Sí.

—Y esta mañana ya hemos empezado con una tanda de entrevistas que espero que desemboquen en la certeza de que el hombre que tenemos es el correcto y que eso nos lleve a localizar a Ben pronto.

Me estaba dando un informe. Era el discurso oficial de la policía.

—Bien, pues esa es mi prioridad esta mañana, pero he querido verla personalmente porque sé lo difícil que es para usted quedarse en su casa a la espera de noticias.

—Gracias. —Mi agradecimiento era sincero. Veía claramente que estaba siendo más amable conmigo de lo estrictamente necesario.

—Pero he de pedirle que tenga paciencia y que haga precisamente eso: esperar nuestras noticias. Recibimos su mensaje de anoche y estamos actuando en consecuencia. Hemos estado investigando esta mañana. Ya hemos hablado con uno de los amigos de Ben y parece que los niños que juegan al Furry Football suelen compartir sus identidades y contraseñas.

—Sé que era él —afirmé.

Esa seguridad era como un picor que no desaparece, y sus palabras, por muy amables que fueran, no estaban sirviéndome de bálsamo.

—Soy consciente de que esa idea es tremendamente atractiva, señora Jenner. Créame, resulta tentador pensar que hay una forma de comunicarse con Ben, pero debe saber que no podemos confirmar que fuera él y no quiero que se cree falsas esperanzas.

—¿Alguno de sus amigos ha admitido haber usado su avatar?

—Nadie hasta ahora, pero debe recordar que los niños no dicen siempre la verdad. No porque quieran mentir, sino porque a veces están asustados. Y podría ser algún otro amigo con el que no hayamos hablado. Hasta ahora solo hemos podido hablar con uno.

—Soy su madre. Sé que era él. Tenía un nuevo jugador en su equipo, un jugador sobre el que me habló el domingo, me dijo que lo quería. Es una jirafa.

Recorrió con su índice la profunda arruga que tenía entre las cejas varias veces.

—¿Otro niño podría haber conseguido ese nuevo jugador?

—Era Ben. Está vivo, inspectora Fraser. Lo sé.

—Quién sabe, señora Jenner. Yo también lo espero, y me estoy tomando esto en serio. Es una información muy útil, claro que lo es, y no la voy a olvidar, le estoy prestando atención. Pero es importante que la veamos en contexto con las demás cosas que están pasando en la investigación en este momento.

Se inclinó hacia mí y me dedicó una mirada penetrante y sincera.

—Créame, voy a hacer todo lo que esté en mi poder para devolverle a Ben sano y salvo. Entiendo que esperar noticias debe de ser tremendamente difícil para usted, pero trabajamos a contrarreloj. Lo que quiero decir es que cada momento que pasemos con usted es tiempo que no estamos dedicando a la investigación.

Por fin sus palabras calaron en mí y lo comprendí: ¿Qué peor pecado podía cometer que desviar sus energías de la investigación?

Empecé a llorar otra vez y me pregunté si en algún momento dejaría de pasarme eso, esa explosión pública de emociones. No me disculpé por ello otra vez, era algo que me pasaba y a lo que los demás tenían que acostumbrarse, como cuando te ruge el estómago o cuando te pones a sudar.

—No quería hacerla perder el tiempo —dije.

Me cogió la mano entre las suyas y su calor me sorprendió y me desarmó.

—No me está haciendo perder el tiempo en absoluto. Me está dando información, y cuanta más información tenga, mejor. Pero no puedo salir y registrar todas las casas de Bristol en las que haya alguien que se conecte al Furry Football. Es imposible. En esta fase de la investigación la ruta más corta que tengo para encontrar a Ben es a través de quien sea que se lo llevó, utilizando toda la información que tengo a mi disposición. Y esta información que ha traído ahora está registrada en mi cerebro. No la voy a olvidar, y mi equipo tampoco. La tendremos en mente cada vez que interroguemos a alguien y cada vez que tengamos que tomar una decisión. ¿Lo entiende?

Asentí.

—Su información es valiosa.

—Está bien.

—Le pediré a alguien que la lleve a casa.

—Ben está vivo —repetí.

—Estaremos en contacto —fue su respuesta—. La llamaremos en cuanto tengamos noticias. Espere en su casa.

Empecé el descenso hacia el vestíbulo todavía con la visión borrosa y fui bajando vacilante tramos de escalares idénticas con los pies golpeando los peldaños de linóleo y sintiendo que las cosas se me estaban yendo de las manos. En el vestíbulo me sorprendió encontrar a la profesora de Ben.

La señorita May, la viva imagen de la compostura en contraste con mi apariencia demacrada, estaba sentada en un sofá de la sala de espera con el bolso sobre las rodillas y las manos apoyadas encima. Llevaba muy poco maquillaje. Tenía el pelo perfectamente recogido y sujeto en la nuca. Cuando me vio, se levantó.

—Me han pedido que viniera porque querían hablar conmigo —explicó—. Sobre Lucas.

Susurró el nombre con los ojos muy abiertos por la incredulidad, enrojecidos e inyectados en sangre. Me pregunté si a partir de entonces la gente iba a susurrar ese nombre, si solo lo dirían en voz baja porque Lucas Grantham podía ser un secuestrador de niños, un depredador, un monstruo.

—¿Qué le han preguntado?

—No puedo decirlo.

Eso no me detuvo.

—¿Nada? ¿No se le ocurre nada? ¿Cree que tienen razón en sus sospechas?

—Les he dicho todo lo que se me ha ocurrido —contestó.

—¿Cree que fue él?

Había una especie de intensidad en ella; tenía las mejillas enrojecidas y sus movimientos eran rápidos.

—La verdad es que no lo sé. Tal vez, sin duda tal vez. Estoy intentando recordarlo todo por si hubiera alguna señal, de verdad que lo intento. No había nada obvio o lo habría comentado antes, pero hay algunas cosas, detalles que…

Abrió la boca como para decir algo más y sentí que estaba a punto de confesarme algo, darme una gotita de esperanza, pero nuestra conversación se vio interrumpida por el inspector que vino a por el cuaderno cuando John y yo estuvimos allí unos días atrás y que apareció de repente a nuestro lado con las llaves de un coche en la mano.

—Inspector Bennett —se presentó—. ¿Tienen algún problema en que las lleve a las dos juntas? Al parecer viven bastante cerca la una de la otra.

Eran las nueve de la mañana y la hora punta ya estaba terminando. Bennett cruzó el centro, donde las calles estaban flanqueadas por edificios modernos cubiertos de manchas de polución cuyos cristales tintados arrojaban infinidad de reflejos que no dejaban de rebotar de cristal en cristal, oficinas con carteles de SE ALQUILA, escaparates tapados con tablas, alojamientos para estudiantes con ventanas de plástico de colores alegres y edificios de cemento de los sesenta que se pudrían a causa de la contaminación y estaban cubiertos de grafitis y de manchas. En la calle la gente de las oficinas estaba llegando a su trabajo con zapatillas de deporte y cafés y maletines en la mano.

Rompí el silencio que reinaba en el coche. Había algo que quería decirle a la señorita May.

—No sé si le he llegado a dar las gracias debidamente por todo lo que se esforzó para ayudar a Ben el año pasado, cuando lo del divorcio. Se lo agradezco de verdad. Y él también.

—Él lo pasó mal. —Me miró con una sonrisa lánguida.

—Bueno, usted le ayudó mucho.

—Era lo menos que podía hacer —respondió—. Son unas almas tan preciosas… Es un privilegio ser parte de sus vidas. Debe de sentirse muy vacía sin él.

Bennett soltó una maldición dirigida a un ciclista que subía laboriosamente una cuesta muy empinada de Park Street, bamboleándose despacio y con gran esfuerzo en mitad de nuestro camino. Fijé la mirada en la alta torre gótica victoriana que había en la parte superior de la cuesta, dominando el paisaje; era el edificio más reconocible de la Universidad de Bristol. Junto a ella estaba el Bristol Museum. Pensé en los objetos favoritos de Ben en el museo: el esqueleto de un ictiosaurio, una caja con cristales azules brillantes, un dodo disecado y el cuadro de Odilon Redon.

—No me siento vacía —le dije a la señorita May— porque sé que está vivo. Lo sé. Pero sí tengo miedo.

Mis palabras se quedaron en el aire y se fueron disolviendo lentamente, como los últimos granos de arena que pasan por el agujero de un reloj de arena.

Miré por la ventanilla y me preocupé por si había hablado con demasiada despreocupación, si había sacado a la luz las profundidades de mi miseria sin filtrarlas antes. Es una línea que he cruzado muchas veces desde entonces. Si hablas demasiado abiertamente de cosas terribles, la gente se aparta de ti.

Su bolso estaba en el asiento entre nosotras. Se abrió y me puse a examinar su contenido en silencio. Unas llaves, el teléfono, un paquete de pañuelos, unos folios doblados por la mitad, el cargador del móvil, un cepillo para el pelo, una cartera de cuero y algunas cosas más en el fondo: parafernalia de una vida.

Cuando la señorita May se volvió hacia mí, su expresión era imposible de interpretar.

—Lo siento mucho —dije—. Es que es duro.

—No, no se preocupe. No puedo imaginarme lo terrible que debe de ser para usted. Yo no puedo dormir, fíjese. No dejo de pensar todo el tiempo en lo difícil que le debe de resultar a él dormir sin su mantita.

En un reflejo me llevé la mano a la boca y apreté los nudillos contra ella, intentando no volver a hundirme otra vez.

—Perdón.

Esta vez la palabra se me quedó atravesada en la garganta.

—Deje de pedir perdón, por favor. Lo comprendo perfectamente. Debería ser yo la que se estuviera disculpando. No quería entristecerla más aún.

Inspiré hondo varias veces y eso me hizo temblar y hasta me dolió, pero logré recuperar el control al final.

—Estoy bien —contesté—. Y tiene razón. No creo que haya dormido nunca sin su mantita antes de ahora.

Asintió. No había mucha luz en la parte de atrás del coche y su cara quedaba oscurecida y oculta por las sombras. Tras ella vi por la ventanilla que pasábamos por calles más bonitas, con casas pintadas de color pastel o luciendo el suave color de la piedra de Bath, atractivas incluso bajo ese cielo gris y plomizo.

Si lo pienso ahora, ese momento parece parte de una película, una escena en la que el tiempo se queda congelado.

—Pobrecillo —dijo ella.

La miré mover los labios hipnotizada. Una sensación inquietante hizo que se me erizara el vello de la nuca.

Miré al inspector Bennett. Él no nos estaba haciendo caso, concentrado en un giro que estaba esperando para hacer, con los labios un poco separados por la concentración y el sonido rítmico del intermitente de fondo.

—¿Está bien? —preguntó la señorita May—. ¿De verdad? —Me estaba mirando fijamente.

—Yo… —Empecé a decir algo, pero no encontré las palabras. Intentaba manejar la incomodidad que había empezado a sentir de repente, la sensación de que algo no encajaba.

—¿Señora Jenner?

Me fijé en su cuello largo y blanco cuando se inclinó hacia mí. Giré la cabeza y me puse a mirar por la ventanilla intentando concentrarme, identificar la fuente de esa agitación. Reproduje la conversación en mi cabeza y la inquietud cristalizó en un pensamiento, un momento de certidumbre perfecto, una luz blanca y brillante que resultaba aterradora por su claridad.

Se me secó la garganta.

—¿Es esta? —preguntó Bennett.

La calle era estrecha, con coches aparcados a ambos lados, y la estábamos bloqueando. Habíamos aparcado ante una casa georgiana de cuatro plantas que tenía delante una ancha acera de enormes losas de piedra, irregulares y gastadas. La casa era parte de una larga y elegante calle en forma de media luna, que tenía enfrente jardines con árboles rodeados de verjas de hierro forjado. La calle tenía amplias vistas de la ciudad y el puerto y también desde allí se alcanzaba a ver el campo que había más allá: árboles y tejados en primer plano, después más edificios descendiendo paulatinamente, el destello del río, y más allá campos lejanos y colinas bajo cielos grises y nubosos. Y esa mañana también mantos de lluvia que se acercaban implacables, uno detrás de otro.

Y entonces supe que solo tenía unos segundos para actuar.

Lo que hice a continuación fue un puro impulso.

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