Jim

El colegio de Ben Finch me recordó al mío: una pequeña escuela de barrio formada por un batiburrillo de clases prefabricadas que se apiñaban alrededor de un edificio victoriano en un terreno atestado.

Fraser me dijo que me llevara al inspector Woodley al colegio conmigo, lo que en cierto modo me resultó irritante, porque tenía tendencia a comportarse como si todavía llevara una placa con la L pegada a la espalda aunque ya llevaba más de un año en el DIC; pero en realidad, si alguien tenía que ser testigo de mi humillación, de esa degradación, aunque fuera temporal, al papel de oficial de enlace con el colegio, mejor que fuera él, que era demasiado inseguro para regodearse. «No tiene agallas», habría dicho mi padre de él, o algo peor seguramente.

La secretaria del colegio revoloteó a nuestro alrededor, puso agua a hervir y después se mostró decepcionada cuando no quisimos tomar ni té ni café. Esa mujer quería hablar. Es algo normal en estos casos. Cuando ocurre algo traumático, todo el que tiene alguna conexión con el hecho tiene su versión de la historia. Por eso a la prensa le resulta tan tremendamente fácil llenar columnas; casi todo el mundo quiere sus minutos de fama.

La secretaria nos contó que ella supo que había pasado algo cuando Rachel Jenner no le devolvió las llamadas el lunes por la mañana, porque eso no era propio de ella. En el colegio llamaban inmediatamente a los padres cuando no venía a clase un niño cuyos padres no habían justificado su ausencia con antelación, nos explicó. Tenía entre las manos una taza que decía: «¡No me hables hasta que esté vacía!». Pegada a un lado del monitor de su ordenador había una fotografía de Ayers Rock en un atardecer naranja y rosado con una cita de la Biblia que afirmaba que la fe mueve montañas. Ambas cosas me exasperaron.

—¿Con qué frecuencia faltaba Ben Finch al colegio? —pregunté.

—¡Casi nunca! Es un encanto de niño, siempre tan educado y tan bueno. No puedo decirles cómo es su rendimiento, eso tendrán que preguntárselo a la señorita May o al director, pero lo que sí puedo decirles es que es un niño ideal. Me trae las listas todas las mañanas y siempre viene sonriendo. Todos los días le digo: «Benedict Finch, vas a llegar muy lejos con lo supereducado que eres».

Se le llenaron los ojos de lágrimas y se quitó las gafas para enjugarse los ojos.

—Discúlpenme —dijo, y después resopló, una bocanada de ansiedad que se dispersó por la habitación—. Lo van a encontrar, ¿verdad, inspector?

—Haremos todo lo que podamos —contesté.

El despacho del director estaba lleno a rebosar. Nos sentamos alrededor de la mesa en unas sillas de plástico rígidas que no se adaptaban lo más mínimo a mi cuerpo.

—Lo siento, inspector —se disculpó—, estaba en una reunión extraordinaria con todo el alumnado y no quería salir corriendo y alarmar a los niños. Ya están bastante afectados. Soy Damien Allen, por cierto.

Tenía un aire adormilado, con los párpados caídos, las mejillas colgantes, el pelo necesitado de un buen corte y una voz pausada que conseguiría que yo no llegara nunca despierto al final de ninguna reunión. Le estreché la mano que me extendía y la encontré blanda.

—Soy nuevo en este puesto —añadió—. Y no es precisamente ideal.

Supuse que se refería a la situación, no al trabajo.

La profesora de Ben me estrechó la mano de una forma más firme; su mano parecía una verdadera pinza, y era una de esas personas que la mantienen estrechando la tuya más de lo que te esperas. Es un rasgo de ansiedad. No quieren soltarte por si desapareces justo cuando te necesitan.

Al igual que el director, mantenía el ánimo bastante bien, pero se veían señales de angustia y nerviosismo en la forma de agarrarse las manos con fuerza y en sus ojos al borde de las lágrimas. Era una mujer guapa: bien vestida, muy buen tipo, como si fuera mucho al gimnasio, el pelo suave que le caía hasta los hombros y unos bonitos ojos.

Nos dijo que durante las últimas cuarenta y ocho horas no habían parado con los niños, que estaban comprensiblemente asustados y confusos por lo que le había pasado a Ben, y además habían recibido una oleada de llamadas y correos de padres que querían información o consuelo y que se preguntaban por los protocolos de seguridad del colegio.

—Es el pánico el que sugiere que existen precedentes en los que la desaparición de un niño lleva a una espiral de secuestros —dijo tristemente el director.

Hice lo que se esperaba de mí. Les prometí que les mantendríamos informados y que enviaríamos un agente para que hablara con los padres. Comentaron la posibilidad de buscar ayuda psicológica para los niños, pero les expliqué que desde el punto de vista policial era un poco prematuro, que eso era algo que se podía considerar más adelante, dependiendo de la resolución del caso.

—Necesitamos una lista del personal del colegio —le pedí al director—. Encabezada por aquellos que tengan un contacto más directo con Ben.

—Ya pensamos que la solicitarían —respondió—, así que hemos empezado a prepararla y se la enviaré en cuanto esté completa.

—Cuanto antes la tengamos, mejor.

—Se lo agradezco, inspector. Y le daremos la máxima prioridad, por supuesto. Pero hay mucha gente que interviene en la actividad del colegio y queremos estar seguros de incluir a todos los que han podido cruzarse alguna vez con Ben.

—No es solo el personal docente —intervino la señorita May—. También están los ayudantes de los profesores, el personal de apoyo, los del catering

—El personal de limpieza, los de mantenimiento, padres que nos ayudan con los clubes… —prosiguió el director.

—Bien —les corté—. Es bueno que sean exhaustivos, pero ¿por qué no me envían lo que tienen hasta ahora para que podamos ir empezando? Después siempre pueden añadir cualquier otro nombre que se les vaya ocurriendo.

—Por supuesto —dijo el director—. Por supuesto. Le pediré a Anthea que lo haga.

Agitó una mano regordeta para señalar el panel de cristal de la puerta de su despacho. Al otro lado la secretaria se dio la vuelta rápidamente, se sentó en su mesa recolocándose las gafas con mucho cuidado e intentó parecer ocupada. Me pregunté cuántas de las conversaciones que se mantenían en ese despacho habría escuchado a hurtadillas.

Noté que empezaba a dolerme la cabeza. Tratar con el colegio iba a ser un quebradero de cabeza. Íbamos a tener que trabajar Dios sabía cuántas horas para hacer las comprobaciones necesarias de todas las personas que habían tenido contacto con Ben.

—Y a la espera de que nos remitan la lista, ¿hay alguien que trabaje aquí que les haya dado algún motivo de preocupación recientemente por su comportamiento o por alguna otra razón? —pregunté.

Negó con la cabeza. Las arrugas de su frente parecían hacerse más profundas a cada momento que pasaba.

—Me he estado devanando los sesos desde que esto pasó, obviamente —contestó—, pero tengo que decirles lo mismo que les recuerdo una y otra vez a los padres: que no ha ocurrido en la escuela, ni siquiera cerca de ella. Creo que deberían tener eso en cuenta en su búsqueda de sospechosos, inspector.

—También hay que tener en cuenta que es el único lugar donde Ben Finch pudo tener contacto con un considerable número de adultos.

—Adultos de cuyos antecedentes se han hecho las pertinentes comprobaciones.

—No hace falta que se ponga a la defensiva, señor Allen. Sabe tan bien como yo que las comprobaciones de antecedentes solo sirven para demostrar que no ha habido ninguna condena previa, pero no eliminan potenciales impulsos o intencionalidades.

—Es que preferiría que el colegio no se convirtiera en unos de los focos de la investigación.

No merecía la pena ni siquiera responder a eso; era el tipo de comentario que se pasaba tanto de la raya que me daban ganas de sacar un par de esposas y ponérselas. Me tragué mi irritación porque quería hacerle más preguntas sobre los posibles contactos que hubiera tenido Ben.

—¿Hay algún adulto en el colegio con el que Ben hubiera desarrollado algún vínculo?

—¿Señorita May? —interpeló el director—. Usted lo sabrá mejor que yo.

—Bueno, supongo que conmigo —contestó. Tenía la palma de la mano apoyada sobre el pecho y subía y bajaba con su respiración—. Ahora mismo llevo un poco más de un año siendo su profesora; fue alumno mío también el curso pasado. Y también tengo un ayudante que se llama Lucas Grantham, que trabaja a media jornada. Ha llegado nuevo este año. A los niños les gusta; a Ben le cae bien. Nosotros somos los que más contacto tenemos con él.

—Tendremos que hablar con el señor Grantham —añadí.

—Está aquí si quieren hablar con él ahora.

—Estaría bien. ¿Alguien más?

Negó con la cabeza.

—No me viene nadie a la mente, pero hay muchas otras personas con las que Ben tiene contacto a diario.

—Me gustaría preguntarle si ha notado algo inusual en el comportamiento de Ben últimamente.

—No. Lo único que puedo decir es que iba muy bien este año. El año pasado fue mucho más duro para él tras la separación de sus padres.

—¿En qué sentido?

—No sabía cómo reaccionar ante la separación. A veces hablábamos de ello aquí en el colegio. No es el único de la clase que está pasando por algo así, pero es una situación triste y confusa para un niño, y creo que los padres a veces no entienden lo duro que es para los hijos.

—Muchas veces recae en el colegio la responsabilidad de tratar con las consecuencias emocionales de esas situaciones —aportó el director.

—¿Cree que Ben estaba más afectado de lo que cabía esperar?

—No sabría decirle —confesó el director—. Le mentiría si le dijera que le conozco bien, porque solo llevo aquí unas cuantas semanas, como ya le he dicho.

Mi pregunta no iba dirigida a él, pero no me molesté en corregirle. El hombre tenía un ego importante.

—No —contestó a continuación la señorita May—. Le afectó mucho, pero es un niño muy sensible, así que era de esperar esa reacción conociéndole.

El director carraspeó.

—Hay una cosa en el expediente del niño que creemos que es necesario mencionarles. La primavera pasada, cuando Ben estaba en cuarto de primaria, tuvo una caída nada más entrar en el patio con su madre. Fue antes de las clases. Se cayó del patinete y aterrizó sobre un brazo. ¿Quiere seguir usted a partir de ahí, señorita May, dado que estaba presente?

—La verdad es que no estaba allí cuando se cayó. Fue otro de los profesores quien vio lo que ocurrió —aclaró—. Aparentemente la señora Jenner ayudó a Ben a levantarse y le limpió lo que se había ensuciado. Estaba llorando un poco porque le dolía el brazo, pero ella le consoló y él se calmó.

Se detuvo y miró nerviosa al director.

—¿Y? —la animé a continuar.

Fue el director quien retomó el relato.

—Y según el informe, la señora Bennett dejó al niño en el colegio aunque se quejaba de dolor en el brazo. Al final resultó que lo tenía roto.

—¿Esto ocurrió cuando estaba en su clase? —le pregunté a la señorita May.

Asintió.

—Tengo que decir que ya al pasar lista me di cuenta de que le pasaba algo. Estaba muy pálido. En cuanto me dijo lo que había sucedido, llamé a una ambulancia inmediatamente.

—¿Estaba muy alterado en ese momento o cuando su madre le dejó aquí?

—No demasiado alterado; fue muy valiente.

—¿Había señales claras de que pudiera tener el brazo roto?

—Fue una fractura leve, así que no había huesos astillados sobresaliendo ni hinchazón, y podía mover la mano. Su madre comprobó esos detalles, pero no se dio cuenta de cuánto le dolía.

—¿Regresó a por él la señora Jenner cuando se enteró de que necesitaba tratamiento?

—Sí, por supuesto, y se fue con él al hospital.

—Así que es posible que simplemente no fuera consciente de la gravedad de la lesión.

—Claro, creo que no se dio cuenta. —Algo en la expresión de la señorita May mostraba que eso no le parecía bien.

—¿Cree usted que debería haberlo notado?

—Sí. La verdad es que debería. Y supongo que la pregunta que me surge cada vez que pienso en esa situación es: ¿Por qué Ben sintió que tenía que mostrarse estoico con su madre? Solo tenía siete años. ¿Y por qué su madre no se aseguró de que le hicieran todas las pruebas necesarias? ¿Por qué no vio lo que yo vi?

—Tuvimos un incidente similar en mi antiguo colegio —intervino el director—. No es raro que las fracturas leves pasen desapercibidas.

—Lo sé —respondió la señorita May—, es que en ese tiempo ella parecía siempre muy deprimida, como si no pudiera con todo. Fue justo después de la separación. Me llegué a preguntar si realmente era demasiado para ella. Ben siempre estaba muy preocupado por no disgustarla.

—¿Hubo algún otro indicio?

La señorita May inspiró hondo.

—No —afirmó—. Sinceramente no lo hubo.

—Aquí dice que un día se olvidó de venir a recogerle. —El director mostró una hoja del expediente de Ben.

—¡Oh! Cierto. Eso se me había olvidado —rectificó la señorita May—. Sí, es verdad. Fue el último día antes de las vacaciones de primavera del año pasado y tenían que venir a recoger a los niños a mediodía en vez de a la hora habitual, así que es algo comprensible.

—¿Se le olvidaban las cosas normalmente?

—No, no, solo ocurrió una vez, pero Ben se puso muy triste. Inconsolable en realidad. Era lo último que necesitaba en aquel momento. Acababa de dejar su casa familiar y se había mudado a otra con su madre. Se sentía muy inseguro con todos los cambios y en ese momento era importante que se sintiera querido y supiera que era la principal prioridad para sus padres.

—Así que, por confirmarlo, no era habitual que la madre de Ben se olvidara de él.

—No, no era normal, pero cuando ocurrió, pensé que debía de ser un síntoma de lo difícil que estaban las cosas en su casa.

—Bien. Eso fue el año pasado ¿y ahora? ¿Han mejorado las cosas desde entonces? ¿Ha habido algún otro incidente?

—No. Nada más. En general Ben ha estado mejor este año. Creo que se ha adaptado a la nueva casa y a la nueva situación con su madre y que las cosas están un poco más tranquilas. —La inflexión que le dio al final de esa frase hizo que pareciera una pregunta.

Miré al director.

—¿Qué opinión tiene usted?

—Bueno, en este aspecto tengo que derivarles a la señorita May porque, como les he dicho, no conozco bien a Ben y no he visto nunca a su madre, así que no puedo hacerles ningún comentario sobre ella. Por lo que he oído, sospecho que Ben y su madre han pasado malos momentos, de modo que ha sido una verdadera ventaja que el niño haya podido tener como profesora a la señorita May durante dos años seguidos.

Ella sonrió.

—Bien, pues se lo agradezco a ambos, y si se les ocurre algo más que crean que debemos saber, pónganse en contacto con nosotros.

Me levanté encantado de poder abandonar aquella silla.

—Lo haremos —aseguró el director.

Parecía más cansado cuando se levantó y, a pesar de la actitud que había tenido, sentí lástima por ambos, porque cuando salieran de ese despacho tendrían que tratar con la confusión y el miedo de un colegio lleno de niños traumatizados. El director se alisó la corbata y me tendió la mano para un apretón tan blando como el anterior.

—¿Podríamos antes de irnos hablar un momento con el ayudante de la profesora? —pedí—. Era el señor…

—Lucas Grantham —terminó el director—. Señorita May, ¿podría indicarles a estos señores dónde pueden encontrarle?

Ella nos acompañó por un pasillo. Las paredes de ambos lados estaban cubiertas de dibujos que habían hecho los niños.

—Lucas está en la clase —explicó—. Justo ahí.

Antes de que pudiera pedirle que le sacara discretamente, la señorita May abrió la puerta. La clase estaba llena de niños que trabajaban en grupos de cuatro en mesas bajas, sentados en esas sillas en miniatura en las que todos pudimos sentarnos una vez aunque ya no nos acordemos. Un hombre joven los estaba vigilando desde la parte delantera de la clase. Le eché unos veintipocos. Tenía un pelo pelirrojo grueso y denso y en su cara prácticamente solo se veía una gran extensión de pecas con pequeñas zonas de piel blanca que asomaban aquí y allá. Estaba encaramado en la mesa.

Todos los niños nos miraron y se prepararon para ponerse de pie. Las sillas arrastraron por el suelo y algunos papeles se cayeron de las mesas cuando se levantaron.

—Estos son el señor Clemo y el señor Woodley —presentó la señorita May, y después me susurró—: No les voy a decir que son policías. —Y tras decirlo, se volvió de nuevo hacia ellos—. ¿Qué se dice, niños?

—Buenas tardes, señor Clemo. Buenas tardes, señor Woodley —entonaron.

—Muy bien, chicos —exclamó la señorita May y les dedicó una gran sonrisa—. Sentaos y seguid con lo que estabais haciendo.

Se sentaron con un ruido sordo colectivo; ya habían cumplido con su deber. El chico se acercó a la puerta.

—Este es Lucas —presentó la señorita May—. O el señor Grantham, como le llaman los niños. Es el ayudante en la Clase Roble.

—Un placer —saludó. No extendió la mano para estrechármela; mantuvo ambas delante de sí con los dedos entrelazados y en movimiento, como si estuviera pasando las cuentas de un rosario—. Es terrible, todavía no me lo puedo creer. —Tenía pecas en el dorso de las manos también.

—Necesitamos hablar un momento con usted —pedí.

—¡Claro! Por supuesto —contestó.

De cerca se le veía cansado, y nos miraba con la boca algo abierta. No se podía decir que tuviera barbilla, y hacía varios días que no se afeitaba.

—¿Ha notado usted algo anormal en el comportamiento de Benedict Finch últimamente? —le pregunté en voz baja para que los niños no pudieran oírme.

—No —contestó—. Nada en absoluto.

Detrás de él me llamó la atención un sitio vacío en una de las mesas, la silla en la que en un día normal se sentaría Ben Finch rodeado de sus compañeros de clase.

—¿Nada? ¿Está seguro? —insistí. Estaba empezando a ponerme de mal humor.

—No —repitió. Negó con la cabeza despacio, mordiéndose el labio. Sentí que el teléfono me vibraba en el bolsillo.

—Tenemos que irnos —expliqué—. Pero necesitaremos hacerle unas preguntas. Alguien se pondrá en contacto con usted lo antes posible.

Los niños estaban empezando a revolverse y a hablar entre sí. La señorita May les mandó callar con suavidad.

—Cuando quieran —reiteró Lucas Grantham—. Si sirve de ayuda, por supuesto.

En el coche, Woodley me dijo:

—Es una verdadera pesadilla pensar en el número de personas que han podido tener contacto con él.

—Ya lo sé, y vamos a tener que investigarlos a todos y comprobar sus coartadas. Además de ir al hospital para revisar lo del incidente del brazo.

—¿Crees que puede haber algo ahí?

—No, porque parece que está claro que Rachel Jenner no le causó la lesión. Fue un accidente. Pero tenemos que comprobarlo de todas formas, y creo que hay que barajar la opción de que la madre tuviera depresión clínica. Tenemos que decírselo a Fraser y a Zhang en cuanto lleguemos.

—¿Qué te ha parecido el ayudante de la profesora?

—Una persona sospechosa —contesté—. Sin duda.

—Sí, a mí también me ha parecido un poco sospechoso.

Woodley se quedó unos momentos en silencio y después volvió a hablar.

—Es raro, ¿eh? Volver al colegio.

En ese momento el coche estaba justo en la entrada del colegio con el intermitente puesto.

—¿Por qué dices eso?

—A veces se nos olvida que una vez fuimos pequeños, ¿no crees?

—Supongo que sí. ¿Pero cuándo dejaste tú la escuela primaria? ¿La semana pasada? Tienes una memoria muy limitada. ¿Por eso te echaron? ¿No eras capaz de acordarte de tu horario?

Meternos con Woodley porque era muy joven o porque tenía una nariz en la que se podía esquiar era el entretenimiento de toda la oficina.

—Ja, ja, jefe —contestó, pero se quedó callado y yo lo agradecí, porque estaba pensando en lo claro que yo tenía los recuerdos del colegio y empecé a sentir miedo por Benedict Finch al imaginar todas las cosas malas que se le pueden hacer a un niño de esa edad y lo fácil que es hacérselas.

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