Jim

Llamé a Emma antes de salir para el trabajo, una llamada breve porque la había echado de menos la noche anterior.

Contestó rápido con un «eh, ¿qué tal estás?», pero oí el tono de fatiga en su voz y el gran bostezo que se le escapó después.

—Bien. ¿Y tú? ¿Has dormido bien?

—¿Tú qué crees?

—Creo que has estado media noche despierta, como yo.

—Cierto.

—¿Te encuentras bien?

—He sobrevivido a cosas peores.

—Todos los de la investigación van a estar igual.

—Lo sé.

Su voz sonaba apagada, y eso no me gustaba porque no era propio de ella dejar que le afectaran así las cosas. Quería animarla.

—Pero es por lo que trabajamos siempre, ¿no? Un caso como este.

—Sí, tienes razón. Al menos si conseguimos algún resultado.

Bostezó otra vez, se disculpó y después recuperó algo parecido a su habitual tono eficiente, como si de repente se hubiera dado cuenta de lo desanimada que estaba sonando.

—Ayer estuve preocupada por ti —dijo.

—¿Por qué?

—¿La rueda de prensa? ¿Rachel Jenner fuera de control con todo el país mirando? No me seas obtuso.

No tenía ganas de hablar de eso.

—Estoy bien.

—¿Seguro?

—Si digo que estoy bien, será que lo estoy.

—Vale, bueno. Perdona, pero creo que no estoy totalmente despierta todavía. Me he quedado dormida y se me ha pasado la hora. No quería agobiarte. ¿Te puedo llamar dentro de unos minutos cuando haya terminado de prepararme?

—Yo ya estoy de camino, a punto de salir por la puerta literalmente, así que te veo en la reunión preparatoria.

—Vale, te veo allí. Estaré más alerta entonces, te lo prometo.

Nos despedimos de una forma razonablemente cariñosa, pero cuando colgué me sentí un poco disgustado porque la conversación no había servido para animarme como yo esperaba.

En el trabajo nuestra prioridad esa mañana era ir a hablar con el miembro del grupo de recreación fantástica que no había querido colaborar con los inspectores que habían ido a preguntarle por el caso. A primera hora de la mañana habíamos hecho unas comprobaciones que nos habían dado un resultado, un delito anterior, exhibicionismo nada menos, lo que significaba que ese hombre acababa de colocarse el primero de nuestra lista de entrevistas pendientes.

La inspectora jefe Fraser siguió en sus trece e insistió en que quería hablar con él personalmente.

—Creo que vamos a ir a ver a ese muchacho a su casa, Jim —sugirió—. Pero sin pedir cita, ¿eh? Le vamos a dar una sorpresita.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un oficial superior me había acompañado a hacer una investigación e intenté desterrar la idea de que quería tenerme controlado después del desastre de la rueda de prensa. Lo más probable era que estuviera siendo fiel a su reputación de que en sus investigaciones le gustaba estar en contacto con todo, incluso lo más básico, o al menos eso esperaba yo. Le pidió a Woodley que viniera también.

Cogimos un coche policial de incógnito, sin distintivos. Yo iba al volante mientras Fraser estudiaba la radio con las gafas apoyadas en medio de la nariz. Woodley se sentó detrás pero en el centro y se inclinaba para acercarse cada vez que Fraser decía algo.

—¿Has visto el email de la Oficina de Prensa de esta mañana? —preguntó Fraser.

—Sí. Bastante brutal.

—Cierto. Voy a reunirme con el comisario Martyn a eso de las once y seguro que no va a estar de muy buen humor.

El comisario Martyn era el oficial que supervisaba el caso en última instancia y el superior de Fraser. Nunca estaba de buen humor. Esperé que dijera algo más, pero en vez de eso encendió la radio.

—¿Qué te gusta escuchar, Jim? —quiso saber.

—Normalmente escucho Five Live, jefa —contesté—. O Radio Bristol.

—Eso son gustos muy pedestres —fue su respuesta—. ¿Qué tal un poco de cultura? ¿Ha tenido algún contacto con la cultura en su vida, inspector Woodley?

—Toqué la flauta dulce en el colegio —respondió.

Miré por el espejo retrovisor; tenía la cara inexpresiva, así que no se podía saber si pretendía tomarle el pelo. A Fraser pareció hacerle gracia. Puso una emisora de música clásica y subió el volumen.

—Yo la tenía por oyente habitual de Radio Four, jefa —comenté.

—No, no. Escuchando Radio Four existe demasiado peligro de oír a uno de nuestros colegas de Scotland Yard crucificándose a sí mismo y a todo el cuerpo. Prefiero evitar cosas así si puedo.

Se apoyó en el reposacabezas. Cuando paramos en un semáforo, la miré; tenía los ojos cerrados.

Llegamos a la dirección a la que íbamos a las 9:00. Nuestro hombre vivía en un sótano de una calle cochambrosa de Cotham. Por su apariencia, en la calle había sobre todo pisos de estudiantes surgidos tras la reconversión de una hilera de altos edificios victorianos con la fachada plana. Las fachadas de piedra de Bath probablemente fueron agradables en algún momento, pero ahora estaban sucias y agrietadas en muchos lugares. Ni un solo edificio parecía bien conservado. Los contenedores ocupaban las aceras o se amontonaban en diminutas zonas de acceso a la calle. La mayoría de los que se veían eran cubos de plástico negro rebosantes. Delante de la propiedad de nuestro hombre un contenedor para residuos orgánicos había volcado y desperdigado todo su fétido contenido en el umbral.

—No podrá decir que se enorgullece de su hogar —apuntó Fraser, esquivando la porquería con cuidado para que no tocara sus zapatos de tacón bajo.

Tuvimos que llamar varias veces para que respondiera. Nuestro hombre por fin nos abrió la puerta del portal y esperamos en un pequeño rellano a que apareciera. Fraser revisó el correo que estaba tirado en una mesa comunitaria. Había folletos de comida a domicilio por todo el suelo; aparte de los zapatos y el pintalabios de Fraser, esos folletos eran las únicas notas de color de aquel espacio insulso. La luz tenía un temporizador y se apagó justo cuando la puerta del sótano se abrió unos centímetros.

—¿Edward Fount? —preguntó Fraser.

Asintió. Fraser nos presentó. Sacamos nuestras placas y él las fue examinando una por una. Era un hombre delgado, con la piel muy pálida y el pelo tan negro que tenía que ser producto de un tinte. Le caía en mechones grasientos sobre la cara y le daba un aire femenino.

Aparentemente vivía solo. Solo había tres estancias en el piso: su dormitorio, un pasillo que supuestamente era la cocina y otro cuarto que debía de ser el baño a juzgar por el olor que salía de él.

—Este tío no les cae bien —nos había dicho Fraser a Woodley y a mí antes de salir de la comisaría— a los organizadores del grupo de recreación fantástica con los que hemos hablado. No se fían de él. Es un miembro nuevo y no le conocen bien. Y además nadie lo vio abandonar el bosque el domingo. Algunos dicen que no juega según las reglas, lo que aparentemente es un pecado capital en lo del rol en vivo. Algunos se quejan también de que es bastante guarro.

Se le veía bastante guarro. Su olor corporal era muy fuerte incluso antes de entrar en su escuálido dormitorio, que solo tenía una ventana pequeña a través de la cual se veía un pequeño trozo del patio trasero: todo cemento y esqueletos invernales de unas plantas de budelia endémica y silvestre.

La cama era individual, y la ropa que la cubría probablemente nunca había visto una lavadora. Un escritorio construido toscamente con trozos de tableros de DM dominaba la habitación. Tenía encima un ordenador y un polvoriento altavoz para el iPad donde tenía conectado el teléfono. Sonaba una música: parecía celta, con la letra en alemán. No era algo convencional. Las paredes estaban cubiertas de pósteres e ilustraciones que representaban mundos fantásticos oscuros y sangrientos.

Edward Fount se sentó en un lado de la cama y nos estudió detenidamente desde detrás de su flequillo sin la más mínima señal de miedo. Fraser se acomodó en la silla del ordenador, ajustándola para que no se moviera antes de sentarse con las piernas cruzadas. Vi que los ojos de Fount recorrían sus pantorrillas y se detenían en sus zapatos, que eran de charol granate oscuro. Woodley y yo nos quedamos de pie apoyados en la pared. No nos separaban más que unos centímetros de los demás.

—¿Se puede abrir esa ventana? —preguntó Fraser.

Fount negó con la cabeza.

—Está sellada por la pintura. No importa, aquí abajo siempre hace frío de todas formas.

—Necesita ventilación —afirmó— o acabará enfermando.

—Tomo vitaminas —contestó él con un vago gesto para señalar un tubo de pastillas de vitamina C que había en su escritorio al lado de una bandeja de plástico negro alabeada que contenía los restos de una comida preparada para microondas.

—Ah, eso está bien —fue la respuesta de Fraser—. Cuidarse es importante.

Fount asintió.

—Sobre todo —continuó ella— cuando se toma parte en una batalla todos los fines de semana, supongo. ¿Me equivoco?

—No todos los fines de semana —puntualizó—. Una vez al mes. Y no siempre es una batalla. Es un episodio, una historia lo que recreamos.

—«Episodio» es una palabra muy adulta, señor Fount, y también «recrear» lo es. Estoy impresionada. Así que dígame, ¿qué personaje representa en esos «episodios»? Creo que cada uno se crea un personaje, ¿es correcto?

—Soy un Asesino —respondió.

A esas alturas ya sabía que ella estaba jugando con él y no había ni una pizca de estupidez en esos ojos furtivos, pero aun así no pudo ocultar el orgullo que le producían esas palabras.

—Ajá. ¿Y un Asesino es un papel importante en el juego?

—Mucho. Es muy muy importante. Los Asesinos se ocultan en las sombras, observan, esperan, conocen secretos.

—¿Ah, sí?

Asintió con la barbilla levantada, intentando mostrar confianza.

—¿Y un Asesino tiene mucho poder? —preguntó alargando burlonamente las eses de la palabra.

—Sí.

—¿Y un Asesino podría con un hombre grande como, por ejemplo, el inspector Clemo aquí presente?

—Los Asesinos tienen sus métodos. No tienen miedo de nadie y todo el mundo les teme.

—Muy inteligente. Me alegro por usted. Por cierto, ¿no tiene curiosidad por saber por qué estamos aquí?

—¿Es por el niño que ha desaparecido?

—Ha demostrado una notable falta de interés. ¿Por qué?

—No tiene nada que ver conmigo. No vi nada.

—¿Entonces lo que le pasó a Benedict Finch no es uno de esos secretos que conoce?

—Yo nunca cuento los secretos que conozco.

—¿Y eso por qué?

—Porque son secretos. —Soltó una risa breve y aguda; parecía un pez en busca de aire.

—¿No será tal vez porque le avergüenzan? En su pasado hay una condena por exhibicionismo, ¿no es así? Entiendo por qué quiere ocultar eso bajo la alfombra… ¿O debería decir bajo su capa de Asesino? Es bastante sensato, ciertamente.

—No lo hice.

—Eso no es lo que dicen las dos niñas que estaban jugando tranquilamente un partido de tenis. ¿Qué edad cree que tendrían? Yo se lo diré. Tenían once años y su partido tuvo que terminar cuando usted metió su ridículo miembro a través del enrejado que rodeaba la pista, ¿o no?

—No fue así. Lo prometo.

Fraser se inclinó hacia delante con la mirada fija en Fount.

—¿Vio a Benedict Finch en el bosque el domingo por la tarde?

Fount arrastró el trasero por la cama hasta que quedó sentado con la espalda apoyada en la pared. Tenía una nuez bastante prominente y pelos de la barba muy enquistados en la mandíbula. No dijo nada, pero había rebeldía en su mirada.

—¿Lo vio? —insistió Fraser—. ¿Vio a Benedict Finch en el bosque el domingo por la tarde?

No había apartado la mirada de él ni un segundo.

Fount cruzó los brazos.

—Yo solo respondo ante las autoridades de mi reino —contestó.

Fraser resopló.

—Tiene a tres autoridades aquí en la habitación con usted, ¿cuánta autoridad necesita?

—Solo respondo ante las autoridades de mi reino.

—¿Y si le pregunto cómo volvió a casa desde el bosque el domingo? Nadie lo vio después de las tres.

—No lo entiende. Yo pertenezco al reino de Isthcar. Solo reconozco a las autoridades isthcarianas. Los Asesinos solo responden ante los Caballeros de Isthcar, los Poseedores del Martillo de Hisuth.

—¿Qué? ¿Pero qué tonterías está diciendo? Nos va a responder a nosotros. Deje que le diga algo: será mejor que crezca, muchacho, y que lo haga rápido. Estamos investigando la desaparición de un niño. Hay dos cosas que no puede seguir ignorando: que usted estuvo allí y que tiene antecedentes.

Se lo quedó mirando fijamente hasta que él bajó los ojos. Se puso a toquetear un agujero deshilachado que tenía en los vaqueros a la altura de la rodilla.

—¿Puede contarnos lo que vio? —pregunté. Escogí cuidadosamente ese momento de punto muerto en la conversación para hacerle la pregunta, aunque de lo que tenía ganas en realidad era de agarrarle y retorcerle el cuello—. Nos sería de gran ayuda.

Fount se cerró en banda, pudimos verlo en su cara. No iba a hablar.

—Si descubro más adelante que sabía algo que podía haber ayudado en la investigación y que no nos lo dijo, me las pagará —amenazó Fraser, y se puso de pie—. No lo dude. Bien, hemos acabado aquí por ahora, pero no crea que hemos acabado con usted.

—Ya saben dónde está la puerta —dijo Fount cuando Fraser ya le había dado la espalda.

Había un esbozo de sonrisa en su cara. Nos detuvimos en la puerta cuando nos dimos cuenta de que Woodley no iba detrás de nosotros. Se había quedado en el umbral de la habitación.

—Isthcar —le dijo a Fount—. ¿No es una tribu de la antigüedad? ¿De la mitología nórdica?

—La mejor tribu —contestó Fount—. La más noble.

—Suena fascinante. ¿Es muy complejo el juego? —Woodley parecía impresionado.

—Para jugar bien hay que entender muchas cosas.

—Asombroso —respondió Woodley. Lo dijo con tono desenfadado, sin pretensiones—. Bueno, pues hasta otra. —Se despidió de Fount con un gesto de la cabeza, un gesto de hombre a hombre.

—Adiós —contestó Fount.

—Qué gilipollas —exclamó Fraser—. Tratar con gilipollas como ese hace que me parezca mejor la idea de volver tras mi mesa.

Sabía que eso no era cierto. Por muy alto que llegara a ascender, en el fondo era una poli de calle de la cabeza a los pies.

Estábamos en el coche. Woodley y yo nos habíamos abrochado los cinturones y estábamos listos para irnos; Fraser se estaba tomando un momento para descargar su furia.

—Estoy segura de que le encantaría estar todavía mamando de la teta de su mamá. ¿Qué te ha parecido?

—Creo que hay que tener cuidado. Es la encarnación del tópico, encaja todo demasiado bien sobre el papel. Hombre joven y soltero… todo. Pero creo que no deberíamos precipitarnos con él.

Me ignoró.

—Sabes tan bien como yo que si existe un tópico es que hay una buena razón para que exista. ¡Dios! Ese capullo me ha dado dolor de cabeza con su piso maloliente y su ideología egocéntrica e infantil. Tiene que salir de su parquecito de juegos y volver al mundo real. Los Caballeros de Isthcar… ¿De qué va todo eso en realidad?

Suspiró. Parecía cansada. Estaba haciendo muchas horas extra esa semana, como todos los demás.

—Supongo que al menos es una novedad comparada con lo de pedir un abogado, como hacen siempre. Me parece que tengo algo en el ojo, ¿lo tengo? —Fraser bajó el espejo del parasol y se abrió el párpado.

—No creo que lo hiciera él —dije.

Cerró el parasol bruscamente.

—¿Y qué te hace afirmar eso?

—Estoy de acuerdo en que sobre el papel parece que sí, pero ahí dentro no podía apartar los ojos de sus piernas y sus… —De repente me entró la timidez.

—¿Mis qué, inspector Clemo?

—Sus zapatos, sus zapatos rojos.

—Oh, genial. Vaya, durante un momento pensé que ibas a decir otra cosa.

En el asiento de atrás Woodley no pudo contener la risa, pero intentó disimularla fingiendo que tosía.

—¿Adónde quieres llegar, Jim?

—Me refiero a que normalmente alguien que tiene ese interés por los niños no lo tiene también por las mujeres, sobre todo no de una forma fetichista. No podía apartar la vista de los zapatos rojos. Lo he estado observando.

—De todas formas, quiero que lo lleven a la comisaría. No podemos descartarle solo porque me mirara los zapatos. Lo sabes tan bien como yo. Woodley, he visto lo que ha hecho ahí dentro al final. Muy inteligente. Cuando le tengamos en la sala de interrogatorios, quiero que lo interrogue y llegue al fondo de su sucia mente, salga lo que salga de ahí.

—Sí, señora. —Oí la sonrisa en la voz de Woodley.

—No me llames «señora» —respondió Fraser—. «Jefa», llámame «jefa». Bien, vamos, Jim, ¿a qué estamos esperando?

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