Jim

La noche del miércoles 24 de octubre, después de trabajar demasiadas horas, básicamente hasta estar a punto de caerme redondo, soñé con Emma y también con Benedict Finch. Lo recuerdo porque, un momento antes de despertarme, cuando el sueño era más intenso, la agarré y la apreté contra mí, esperando que ella entendiera por qué. Después de todo estaba conmigo en el sueño.

Pero en vez de eso, lo que conseguí fue asustarla. Soltó un grito y se incorporó bruscamente, confundida por lo repentino del despertar.

—¿Qué? ¿Qué ocurre? —preguntó.

Entonces me di cuenta de mi error. Su voz, la real, disipó las últimas sombras del sueño.

—Perdona —me disculpé.

Se relajó, volvió a dejarse caer sobre las almohadas y me miró con ojos somnolientos.

—Pareces agotado —dijo. Y un momento después—: ¿Qué hora es?

Durante un segundo se me había olvidado que los sueños son algo privativo.

El sueño empieza en la cafetería que hay junto a la piscina pública al aire libre de Portishead, donde he quedado con Emma para tomar un café. Me siento frente a ella. Somos los únicos clientes. Al otro lado de la sala, entre un montón de mesas vacías, hay una que tiene un cartelito de «Reservado». Fuera, el agua del Canal de Bristol está gris y turbia bajo unas nubes cada vez más oscuras, más amenazantes y más bajas. Me siento como si estuviéramos en el último lugar del mundo. Tengo unas ganas locas de fumarme un cigarrillo.

—Me gusta esto —dice Emma.

—¿De verdad? —pregunto—. Yo me siento como si estuviera en un cuadro de Edward Hopper.

Se ríe.

—¿Noctámbulos? Entiendo a qué te refieres.

—Sí, algo así —contesto.

No sé cómo se llama el cuadro, solo que en él hay un bar inhóspito con solo cuatro personas en su interior, todo con colores apagados y un ambiente francamente melancólico.

—¿No te gusta el sitio? —pregunta Emma.

—No, está bien. Es agradable.

Emma empieza a hablar rápido. Está llena de ideas que salen de ella a borbotones y rebotan hacia diferentes direcciones, como si acabaras de volcar una cesta de pelotas de tenis y de repente todas salieran a la vez, botando por todas partes con unas trayectorias individuales demasiado rápidas y aleatorias para poder seguirlas.

Sus ojos oscuros brillan y no dejan de moverse, tiene la piel morena y suave y los labios carnosos. Cuando no está en movimiento, su cara es simétrica, perfectamente proporcionada. Cuando se mueve, se la ve inteligente, intensa y cautivadora. Cuando sonríe, resulta sorprendentemente pícara.

Mientras habla, Emma desenreda la cuerda de su bolsita de té del asa de la taza y después mete la bolsita en el agua y la hace bailar, arriba y abajo. Eso libera unas espirales oscuras de sabor que me resultan hipnóticas. Estoy disfrutando del momento, encantado por su compañía, pero ese íntimo trance se ve interrumpido abruptamente por un silencio cargado de suspense, como si alguien contuviera la respiración, porque Emma ha dejado de hablar y tiene la vista fija en la mesa que hay al otro lado de la cafetería, la que estaba reservada.

—Jim —me susurra—. Está justo bajo nuestras narices. Mira.

Me vuelvo y lo veo también. Benedict Finch está sentado a unos metros de nosotros y me doy cuenta de que la mesa estaba reservada para él. Lleva el uniforme del colegio, igual que en la foto que le dimos a los medios. Es un niño muy guapo.

Me levanto, pero mis movimientos van a cámara lenta y no puedo llegar hasta él tan rápido como yo querría. El aire que me rodea es viscoso y tiene un peso casi insoportable. Donde deberían estar mis huesos solo siento debilidad, una confusa ausencia de fuerza.

Cuando solo he conseguido avanzar unos pasos, Benedict Finch se levanta y se quita la ropa del colegio: la sudadera, la camiseta y después los pantalones, los zapatos y los calcetines. Debajo lleva traje de baño. Me sonríe y dice:

—Me voy a dar un chapuzón.

Yo sigo sin poder moverme más rápido. No he conseguido avanzar ni la mitad de la distancia que hay entre los dos.

Benedict Finch se va andando hasta la puerta que separa la cafetería de la piscina de fuera y desaparece a través del cristal como si fuera un fantasma. Llego a la puerta justo detrás de él, pero estoy atrapado a este lado. Oigo que Emma dice:

—Jim, tenemos que llegar hasta él. No creo que sepa nadar.

Fuera, Benedict Finch está de pie en el extremo de un trampolín muy alto. No sé cómo ha llegado allí, porque me fijo en que está cerrado con un cordón y que no tiene escalerillas para subir. Golpeó las puertas, lo intento varias veces con los picaportes y grito hasta que me quedo afónico, pero Benedict Finch, todo valentía, salta. Y entonces es cuando me doy cuenta de lo peor de todo: que no hay agua en la piscina. Ni una gota.

No puedo mirar y solo atraigo a Emma a mis brazos.

Entonces se acabó el sueño. De repente estaba completamente despierto, había despertado a Emma y había tenido que disculparme y decirle que eran las tres de la mañana y que volviera a dormirse.

Pero no lo hizo. Un rato después habló.

—¿Jim? ¿Estás despierto?

—Sí.

—Estoy preocupada por Rachel Jenner. Algo le pasa.

—¿A qué te refieres?

—Es inestable.

—Lo sé.

—Hasta su hermana parece tratarla como si fuera de porcelana o algo así.

—¿Adónde quieres llegar?

—No confío en ella.

—¿Crees que ha podido hacerle daño a Ben?

—No lo sé. Ahora mismo es solo una sensación. Pero creo que podría haberlo hecho.

—Confía en tu instinto. Díselo a Fraser y mantén los ojos muy abiertos cuando estés con la familia. Si Rachel Jenner ha hecho algo, puede que se le escape alguna cosa.

—Ya los tengo abiertos. Y no dejaré de tenerlos así.

Estiré la mano y le acaricié el brazo, después lo dejé descansar sobre su piel, siempre tan suave. Empecé a sentir sueño, pero poco después Emma se levantó.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—No puedo dormir —contestó—. Voy a leer un rato en el cuarto de al lado. Estoy bien. Duérmete otra vez.

En cuanto se fue, me quedé dormido en segundos con la mano apoyada en el sitio que acababa de abandonar, que todavía estaba caliente.

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