Jim
Teníamos al ayudante de la profesora en una sala de interrogatorios en Kenneth Steele House.
Su madre, pálida, había hablado con él en voz baja pero decidida en el pasillo de su casa para decirle que iba a llamar al abogado de la familia mientras su hijo le gritaba que ella siempre pensaba lo peor de él, que no había hecho nada y que no lo estaban arrestando.
—Todavía no —dijo Bennett entre dientes—. Pero no tardaremos, muchacho.
Había venido con nosotros voluntariamente, pero existía la posibilidad de que después no le dejáramos ir. Nosotros lo sabíamos, pero él todavía no. Estaba sentado en la silla con los hombros hundidos, como un niño malo. Su barbilla tenía una inclinación desafiante y sus pupilas solo eran puntitos nadando en unos iris de un azul muy pálido.
Teníamos suficiente para arrestarlo, pero estábamos debatiendo cuándo hacerlo, porque en cuanto diéramos el paso empezaría a contar el tiempo de que disponíamos antes de que se agotara el plazo y estuviéramos obligados a soltarlo a menos que hubiéramos conseguido pruebas o una confesión.
La opinión de Fraser era simple:
—Creo que deberíamos ponerlo bajo custodia ya.
—Ha venido por su propia voluntad.
—No quiero que hable cuando no esté bajo custodia y que después no podamos usarlo en un juzgado.
—El abogado le dirá que no diga ni mu.
—Es un riesgo que creo que deberíamos correr. Si no, puede salir por la puerta y desaparecer. ¿Y el refugio antiaéreo del jardín?
—Vacío, jefa. Solo un cortacésped y unas bolsas de abono.
—¿Qué te parece?
—Estaba cerca de la escena, nos ha mentido, conoce bien a Ben y tenemos el cuaderno.
—¿Motivo?
—No sabemos lo bastante de él aún.
—¿Qué me dices de la madre?
—Está furiosa con él.
—Dile a Bennett que lo arreste y que a ella la traigan para un interrogatorio mientras esperamos a su abogado. ¿Ha ido alguien a por la novia mentirosa?
—Sí, jefa.
—Buen trabajo, Jim.
Cuando volví a la sala de investigaciones, mis pasos tenían un aire distinto. Puede que lo provocara la adrenalina, pero a mí eso no me parecía mal. Quería estar bien preparado para el interrogatorio, no dejar ni la más mínima piedrecita sin levantar. Sabía que el trabajo de verdad empezaba ahora, porque solo teníamos veinticuatro horas para presentar cargos.
Me senté en mi mesa y me puse a leer todo lo que teníamos de Lucas Grantham. Recordé cuando lo conocí en el colegio, que me pareció un poco lento, un poco patético. Entonces no tuve ninguna sospecha de que nos estuviera mintiendo, aunque a Woodley le pareció que era un poco furtivo. No quería pensar que se me hubiera escapado algo que debería haber notado.
Pero no llegué a acabar mi lectura porque hubo otra sorpresa. Se presentó el marido de Nicky Forbes. Inesperadamente. Y quería verme.
Simon Forbes era tan pijo como me lo había esperado. Había buscado en Google su empresa vinícola el día anterior. Era de alto standing, la web era muy rimbombante y estaba muy bien hecha, y era obvio que tenía muy buenos contactos. Era un hombre alto y corpulento, con el pelo muy oscuro que empezaba a encanecerle en las sienes y venillas rojas en la nariz, probablemente producto de los años de catas de vinos. Llevaba pantalones de pana, una camisa de cuadros y una chaqueta de tweed, el tipo de ropa que lleva la gente a esas ferias en el campo a las que mi madre solía llevarnos cuando éramos pequeños.
—Ha sido muy amable viniendo hasta aquí —dije—. No era necesario.
Encontré un lugar al que llevarlo y nos sentamos el uno frente al otro.
—Lo que vengo a decirle es mejor tratarlo cara a cara —respondió—. Es acerca de mi mujer, pero se trata de una situación muy delicada porque tengo cuatro hijas en las que pensar.
Había un aire afectuoso en él que no me esperaba. Tenía unos modales amables y pacientes que resultaban agradables, a pesar de las circunstancias.
—Creo —continuó— que usted tiene la impresión de que mi mujer esta viviendo en nuestra casa familiar de Salisbury.
—Esa es ciertamente la impresión que tenía, porque eso fue lo que la señora Forbes nos dijo.
—Me temo que lleva fuera de ese domicilio más o menos un mes. Se mudó a finales de septiembre.
Lo dijo con voz tranquila y clara. Mi mente trabajaba frenéticamente para procesar lo que me estaba diciendo.
—¿Sabe adónde se mudó su mujer?
—Está viviendo en la cabaña en la que creció. Está en Pewsey Vale, a unos cuarenta y cinco minutos en coche al norte de Salisbury.
—¿Están sus hijas con ella?
Me pregunté si habría sido una separación con rencor de por medio, si estaría allí para sembrar la duda sobre una mujer a la que odiaba, para enturbiar las aguas pensando en una posterior disputa por la custodia.
—No. Nicky no me ha dejado solo a mí; nos ha dejado a todos.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—El motivo específico fue… —Carraspeó—. El catalizador concreto para hacer las maletas e irse fue una discusión que tuvimos.
—¿De qué discutieron?
—Es un poco complicado, pero en los últimos tiempos estábamos hablando de tener otro hijo.
—¿Un quinto?
Su respuesta me provocó una gran sorpresa.
—Sí. Soy consciente de que a algunas personas cinco hijos les parece un número excesivo, pero Nicky quería volver a intentarlo y yo había accedido con anterioridad a apoyarla en ese deseo, de buen grado tengo que reconocer, por algo que ella sufrió. Sentí que debía apoyarla. ¿Tengo que contarle algo de su pasado?
—Sabemos lo de su pasado.
—Así que entiende que ella desea tener un hijo varón. Para reemplazar a Charlie.
Esas palabras cayeron sobre mí como algo sólido, como metralla lanzada por una explosión, un trozo de metal retorcido que gira en el aire lanzando destellos.
—Lo comprendo —contesté—. Ha dicho que estuvieron de acuerdo anteriormente en tener otro hijo, ¿quiere decir que algo ocurrió? ¿Cambió de opinión?
De repente parecía un hombre que tenía que sacar fuerzas de lo más profundo.
—Mi esposa mantiene la apariencia de tenerlo todo bajo control, siempre, se ha forjado su carrera a partir de esa premisa, pero eso tiene su precio. Se ha vuelto muy controladora en cuanto a nuestro tiempo. Esa fue la razón de la discusión. Estaba intentando que se relajara, que nos diera espacio para respirar en casa. Los horarios que ha impuesto a las niñas las mantienen ocupadas hasta el último momento del día, y eso les está afectando a ellas y a nosotros también. Desde mi punto de vista, la vida había perdido toda su alegría. No teníamos tiempo para hacer cosas juntos como pareja ni como familia, nunca, y le dije que había empezado a pensar que tal vez otro bebé iba a ser demasiado para ambos.
—¿Cómo reaccionó?
—Mal. Muy mal. Sintió que la había traicionado.
—¿Lo dijo así?
—Sí. Se puso histérica, por decirlo suavemente. Nunca la había visto tan enfadada, tan consternada. Y me temo que perdí los nervios; estaba al límite, y le dije que me parecía que necesitábamos un poco de espacio.
—¿Y cómo reaccionó?
—Salió como una tromba de la habitación con una expresión terrible en la cara. No la seguí, la dejé ir. Grace, nuestra segunda hija, la estaba esperando en el vestíbulo, preparada para ir a su clase de equitación. Así de organizadas estaban nuestras vidas: ¡ni siquiera teníamos tiempo para discutir! Como no quisimos hacer una escena mayor delante de Grace, le dije a Nicky que yo llevaría a Grace a su clase. Me calmé un poco mientras la esperaba y me arrepentí de algunas cosas que había dicho, y esperaba que Nicky también, que pudiéramos hablar las cosas con más calma por la noche. Pero cuando Grace y yo volvimos, se había ido.
—¿Ido?
—Del todo. Hizo una maleta, cogió el coche y se fue. Le dijo a nuestra hija mayor que cuidara de las dos pequeñas hasta que yo volviera a casa, pero no le dijo por qué. Desgraciadamente, las niñas vieron a Nicky meter la maleta en el coche y se dieron cuenta de que estaba muy mal, así que cuando llegué a casa estaban muy alteradas, por decirlo suavemente. Fue un shock terrible para todos.
—¿Ha hablado con ella desde entonces?
—Hablamos mucho, pero es muy frustrante. No quiere hablar del futuro conmigo. No quiere hacer planes ni que nos veamos para hablar. Solo dice que necesita más tiempo. Yo intento ser paciente, pero me enfurece ver el efecto que está teniendo en las niñas. Todos la queremos, claro que la queremos, pero no podemos ser siempre lo que ella quiere que seamos.
Había sido un idiota al juzgar a Simon Forbes con dureza en un principio basándome en su página web, su profesión y su apariencia. Tenía delante a un hombre sensible e inteligente que aparentemente tenía unas reservas extraordinarias de paciencia y que había sufrido mucho.
Inspiré hondo.
—¿Cree que su esposa es inestable? —pregunté.
—Ha dejado a sus hijas. Esa no es la conducta de alguien que es estable.
—¿Está aquí porque cree que puede ser la responsable de lo que le ha pasado a Ben?
La pregunta le dolió; había dejado a un lado su orgullo para ir hasta allí y contarme aquello y ahora le costaba formular una respuesta a esa pregunta. Lo observé mientras intentaba dejar a un lado su amor por su mujer, pero no lo consiguió.
—Yo no diría tanto, solo he creído que debía conocer la situación. Ni siquiera se lo ha dicho a su hermana.
—Gracias, señor Forbes. No sabe cuánto se lo agradezco.
Lo acompañé a la puerta principal. Me pareció lo menos que podía hacer.
Fuera, antes de bajar las escaleras y ya con el abrigo encerado bien cerrado y unos guantes de cuero para conducir cubriéndole los dedos gruesos y fuertes, me dijo algo más.
—No sé lo que habrá hecho o no mi mujer, inspector. No puedo adivinarlo. Solo le digo lo que creo que debe saber. Y a cambio le pido que respete la dignidad de mi familia todo lo que pueda. Quiero evitarles más daño a nuestras hijas. La desaparición de Ben ya ha sido extremadamente difícil para ellas.
—¿Le ha contado algo de esto a su cuñada?
—Para ser sincero, asumí que Nicky se lo habría contado a Rachel, pero cuando me di cuenta de que no era así, pensé que sería mejor ahorrárselo. Por eso estoy aquí, contándoselo a usted. Rachel ya está pasando por un infierno.
En cuanto me dio la espalda, volví rápidamente al edificio y subí las escaleras de tres en tres hasta la sala de investigaciones.