Rachel
A John y a mí nos llevaron a lugares diferentes.
A mí me interrogaron en una sala sin ventanas y con el techo bajo que resultaba opresiva. Allí me esperaba una mujer joven y alta que se presentó como la inspectora Emma Zhang. Llevaba un traje elegante entallado. Tenía una piel preciosa color caramelo, el pelo grueso y negro recogido perfectamente en una coleta, unos ojos muy bonitos, oscuros y profundos con forma almendrada y una sonrisa amable.
Me estrechó la mano, me dijo que iba a ser la oficial de enlace con la familia y se recolocó la falda al sentarse a mi lado en un sofá incómodo con los brazos cuadrados.
—Vamos a hacer todo lo que podamos para encontrar a Ben —empezó diciendo—. No tenga ninguna duda de ello. Su bienestar va a ser nuestra prioridad absoluta y mi función es mantenerles informados de lo que vaya pasando según progrese la investigación y la búsqueda de Ben. Y pueden acudir a mí con preguntas o cualquier otra cosa cuando lo necesiten, porque yo estoy aquí para ocuparme de ustedes.
La inspectora Zhang me tranquilizó con su aparente competencia y sus modales amables y cercanos. Consiguió que se encendiera una chispa de esperanza.
En la sala no había nada que mirar aparte de un par de sillones a juego, una mesita de café de haya pequeña y tres láminas con paisajes insulsos colgadas en la pared de enfrente. La alfombra era de un gris industrial. En uno de los sofás había un solo cojín morado hundido como si alguien le hubiera dado un puñetazo. Había una puerta con un letrero que decía: SALA DE RECONOCIMIENTO.
Llegó un hombre. Era alto, con buena constitución y bien afeitado, llevaba el pelo grueso marrón oscuro muy corto por la parte de atrás y por los lados y tenía los ojos castaños y las manos grandes. Llevaba una bandeja que dejó en la mesita con cierta torpeza: las tazas apiladas se deslizaron dramáticamente hacia un lado y por la boquilla de la tetera se escapó un chorrito de líquido caliente. La inspectora Zhang se inclinó para salvar la vajilla, pero no fue necesario. Las tazas se tambalearon pero no llegaron a caerse.
El hombre se sentó en el sillón que había a mi lado y me tendió la mano.
—Inspector Jim Clemo —se presentó—. Siento lo de Ben.
Su apretón de manos era firme.
—Gracias.
Clemo carraspeó.
—Necesitamos un par de cosas lo antes posible: los datos de contacto del médico de cabecera de Ben y los de su dentista. ¿Los tendría a mano?
Saqué el teléfono del bolsillo y le di los datos que me pedía.
—¿Ben tiene alguna enfermedad o dolencia que debamos conocer?
—No.
Tomaba notas en un cuaderno con tapas de un amarillo ácido suave. Era un objeto incongruentemente hermoso.
—¿Y tiene una copia de la partida de nacimiento de Ben?
Yo era muy desorganizada con los papeles, pero tenía una carpeta con los documentos importantes de Ben.
—¿Por qué?
—Es parte del procedimiento.
—¿Es que tengo que demostrar que existe de verdad o algo así?
Clemo me miró con cara de póquer y me di cuenta de que había acertado. Fue la primera señal de que estaba metida en un proceso cuyas reglas no conocía y en el que nadie confiaba en nadie, porque lo que se estaba tratando allí era demasiado serio para eso.
Las preguntas de Clemo fueron concienzudas, y me pedía constantemente detalles. Mientras hablaba con él, yo estuve todo el rato sentada envolviéndome con los brazos. Él se movió mucho, en algunos momentos inclinándose para acercarse y en otros echándose hacia atrás y cruzando las piernas. No dejó de observarme y de examinarme la cara en busca de algo. Intenté dejar a un lado mi natural reticencia y hablar abiertamente, con la esperanza de que algo de lo que dijera le ayudara a encontrar a Ben.
Empezó haciéndome preguntas sobre mí y sobre mi infancia. No sabía para qué podía ser eso relevante, pero le respondí. A causa de las inusuales circunstancias, de la tragedia de la muerte de mis padres, es una historia que he tenido que contar muchas veces, así que pude mantener la calma al decirle:
—Mis padres murieron en un accidente de tráfico cuando yo tenía un año y mi hermana nueve. Fue una colisión frontal con un camión.
Vi que Clemo experimentaba una reacción que me resultaba familiar porque la había presenciado muchas veces: shock, pena y después compasión, a veces ese Schadenfreude que es difícil de ocultar.
—Volvían a casa de una fiesta —añadí.
Siempre me ha gustado ese dato. Significaba que en mi mente mis padres estaban congelados para siempre como personas jóvenes y sociables, llenas de vida. Probablemente perfectas.
Clemo dijo que lo sentía, pero rápidamente continuó con sus preguntas y quiso saber quién me había criado, dónde viví, y después cómo conocí a John, cuándo nos casamos. Me preguntó por el nacimiento de Ben. Le di la fecha y el lugar: 10 de julio de 2001 en el St Michael’s Hospital de Bristol.
Bajo todos esos hechos mi mente estaba llena de sensaciones y recuerdos. Recordé un parto largo y difícil que empezó en un día perfecto y abrasador en el que resplandecía hasta el aire. Me ingresaron a medianoche, cuando todavía se notaba el calor en todos los rincones de la ciudad, y mientras el parto iba avanzando durante las largas horas que siguieron, de vez en cuando se oían los gritos de los que todavía estaban de fiesta, como si a nadie se le pudiera ocurrir volver a casa en una noche como aquella.
Antes de que llegara la mañana, pasamos el susto de una hemorragia importante, pero más tarde, cuando el sol había vuelto a elevarse en el cielo, experimenté una extraordinaria felicidad cuando me dieron a mi diminuto bebé y vi cómo pasaba de grisáceo a rosado en mis brazos. Aprecié la ingravidez de su pelo, la perfecta suavidad de sus mejillas y una sensación de quietud absoluta cuando nuestros ojos se encontraron mientras yo contenía la respiración y él iniciaba la suya por primera vez.
Tuve que detallarle toda la infancia de Ben al inspector Clemo y hablar de mi relación con mi hermana y con la familia de John. Fue difícil hablar de la madre de John, Ruth, mi querida Ruth, que se convirtió en una madre adoptiva para mí después de que nos casáramos y que ahora vivía en una residencia con el cerebro sucumbiendo lentamente a la demencia.
También tuve que hablar sobre la ruptura de mi matrimonio, cómo no la vi venir en ningún momento y cómo lo habíamos llevado Ben y yo todo desde entonces. No quería contarle todas esas cosas a unos extraños, pero no tenía elección. Me armé de valor e intenté confiar en el proceso.
El ritmo de las preguntas de Clemo se ralentizó según nos íbamos acercando al presente. Me pidió detalles sobre las experiencias de Ben en el colegio. Le dije que eran todas felices; a Ben le encantaban el colegio y su profesora. Ella le había apoyado mucho cuando John y yo pasamos por la separación y el divorcio.
Clemo quería saber con qué frecuencia Ben visitaba últimamente a su padre y a otros amigos o familiares. Preguntó cuál era nuestro régimen de custodia. Necesitaba detalles de todas las actividades que Ben hacía en el colegio o a nivel extraescolar. Tuve que contarle detalladamente todo lo que hicimos la semana anterior y después hablamos del sábado, el domingo por la mañana y lo que hicimos justo antes de ir al bosque.
—¿Comieron antes de ir al bosque? —preguntó Clemo. Había una especie de disculpa en su voz.
—¿Pregunta eso por si encuentran su cuerpo?
—No significa que yo crea que vamos a encontrar un cuerpo. Es una pregunta que tengo que hacerle.
—Ben comió un sándwich de jamón, un plátano, un yogur y dos galletas de chocolate en el coche de camino al bosque.
—Gracias.
—¿Necesita saber lo que comí yo?
—No. No es necesario.
Zhang me tendió una caja de pañuelos de papel.
También hicimos una lista de la gente que vi en el bosque: las personas del aparcamiento, incluyendo a Peter, Finn y los otros niños futbolistas y sus familias, el grupo de recreación fantástica, los ciclistas y la señora que me ayudó cuando me di cuenta de que Ben se había perdido. También recordaba a un hombre que Ben y yo habíamos adelantado al principio de nuestro paseo. Llevaba una correa en la mano, aunque no vimos al perro. No pude recordar lo que llevaba puesto o su apariencia, y eso me resultó frustrante y acabé enfadada conmigo misma.
Prometí que si se me ocurría algo más o recordaba a alguien se lo diría a la policía. Me pidieron permiso para revisar mis registros telefónicos y para inspeccionar mi casa, especialmente el dormitorio de Ben. Accedí a todo. Habría permitido cualquier cosa que pudiera ser de ayuda.
—¿Tiene una foto de Ben? Una que podamos darle a la prensa y enseñarle al público.
Les di una que llevaba en la cartera. Era una fotografía escolar reciente, que no tenía siquiera dobleces en las esquinas porque se la habían sacado una semana atrás. Miré la cara de mi hijo: seria, dulce, preciosa y vulnerable. Los ojos y el pelo color arena de su padre, la piel perfecta solo con unas pocas pecas en la nariz. Me costó muchísimo dársela.
Clemo me la cogió con cuidado.
—Gracias —respondió. Y después dijo—: Señora Jenner, voy a encontrar a Ben. Haré todo lo que esté en mi mano para encontrarlo.
Lo miré. Examiné esos ojos en busca de señales de su compromiso, de una confirmación de que comprendía lo que estaba en juego, deseando que dijera muy en serio esas palabras, necesitando que estuviera de mi lado, intentado con todas mis fuerzas creer que podía encontrar a Ben.
—¿Me lo promete? —pregunté. Extendí la mano para coger la suya, lo que nos sorprendió a ambos.
—Se lo prometo —aseguró.
Sacó sus dedos de entre los míos con suavidad, como si no quisiera hacerme daño. Le creí.
Cuando se hubo ido, la inspectora Zhang dijo:
—Está en buenas manos. El inspector Clemo es muy, pero que muy bueno en su trabajo. Es uno de los mejores. Es como un perro con un hueso; cuando se compromete con un caso, nunca se rinde.
Estaba intentando transmitirme seguridad, pero yo solo pensaba en una cosa.
—Dejé que fuera solo —dije—. Todo esto es culpa mía. Si alguien le hace daño, habrá sido culpa mía.