Jim
Me despertó una llamada de Emma. Fraser me había mandado a casa a dormir un poco, porque había estado toda la noche trabajando para preparar el asalto. El zumbido del móvil me arrancó de un sopor profundo en el que la decepción por haber desperdiciado tanto tiempo y presupuesto para no estar ni un milímetro más cerca de encontrar a Ben Finch me estaba provocando unos sueños muy incómodos y realistas.
Emma me dijo que quería hablar, que venía a casa, pero no quiso contarme nada más.
Cuando llegó, ya había tenido tiempo de ducharme y vestirme y estaba a punto de llamar a Fraser para asegurarme de que no me había perdido nada esa mañana.
—Te veo abajo —le dije por el portero automático—. ¿Te importa que hablemos de camino a la oficina?
Bajé rápidamente las escaleras del edificio y la abracé en cuanto la vi en la acera frente al portal, pero ella estaba algo rara y en respuesta solo recibí un casto beso en la mejilla con los labios secos. Se había traído un coche de incógnito de la comisaría, un Ford Focus verde que no habían limpiado adecuadamente después de que un par de inspectores sudorosos lo utilizaran para una vigilancia. Me dio las llaves. A veces era así de chapada a la antigua. A mi padre le habría encantado ese gesto.
Nos dirigimos hacia la ciudad y en pocos minutos estábamos atascados en el tráfico cerca de Broadmead, donde la gente que aprovechaba el sábado para hacer sus compras y unas obras en la carretera paralizaron nuestro avance.
Fue uno de esos momentos en que parece irreal que la vida cotidiana siga desarrollándose a tu alrededor, que otras personas puedan permitirse tolerar esos retrasos cuando tú no ves nada más en tu cabeza que un enorme reloj cuyos minutos avanzan inexorablemente, contando el tiempo de la vida de otra persona.
Nos desviaron por Nelson Street, la calle conocida como la galería de arte al aire libre de la ciudad, en la que unos murales de grafiti cubrían todas las fachadas de cemento deprimentes y llenas de humedades: el arte psicodélico se encontraba con la caligrafía, que se encontraba con el art déco, y a su vez todo se encontraba con los lugares más recónditos de las mentes de una docena de artistas de todo el mundo. Una imagen de lo más surrealista.
Esperaba que Emma empezara a hablar, pero todo ese rato estuvo sentada a mi lado sin moverse con el abrigo abrochado, el cuello subido y la bufanda alrededor del cuello, simplemente mirando hacia delante.
—¿Emma? —dije cuando el silencio empezó a preocuparme—. ¿De qué querías hablar?
Siguió sin decir nada. De hecho el silencio pareció instalarse en ella profundamente, como si la fuera a enterrar. Aparqué en una zona de carga y descarga.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Qué te pasa?
Dejé el motor en marcha y los limpiaparabrisas chirriaban al barrer el cristal.
Sus ojos dejaban traslucir tantas cosas que sentí que se me retorcían las entrañas.
—¿Emma? —repetí.
Fuera lo que fuera, estaba desesperado por solucionarlo, por arreglarlo. Le cubrí las manos con las mías, pero ella mantuvo los dedos recogidos y lejos de los míos, con las palmas apretadas contra sus piernas.
—No sé cómo decirlo. —Habló con una leve vocecilla, como si la otra mitad se le hubiera quedado atravesada en la garganta.
—Por Dios, inténtalo.
Me hizo esperar tanto para oír la respuesta que ya estaba a punto de explotar.
—He hecho algo malo y no sé qué hacer.
—¿Qué has hecho?
En ese momento pensaba que no podía ser tan malo, que Emma era demasiado dura consigo misma, que fuera lo que fuera lo que hubiera hecho no sería difícil arreglarlo. Estaba pensando eso cuando la vi cerrar los ojos y apretar los labios hasta que su cara se arrugó tanto que ya no parecía la chica que conocía. No se parecía ni un poco.
Sus dos palabras siguientes fueron su confesión, su caída, y las primeras chispas de un fuego devastador que arrasó todo lo que habíamos tenido a una velocidad asombrosa.
—El blog.
Estuve un poco lento, no lo entendí en un principio. Tuvo que explicármelo, soplar sobre esas chispas hasta que me di cuenta de que eran peligrosas, que se iban a dispersar de forma incontrolable.
—Le he estado pasando información al blog «¿Dónde está Benedict Finch?».
—¿Tú eras quien la filtraba?
Asintió.
Me produje un feo cardenal en el canto de la mano cuando golpeé con ella el salpicadero. El dolor se me extendió por todo el brazo. El golpe sobresaltó a Emma, que después pareció contraerse un poco más sobre sí misma.
—¿Por qué?
Dos insignificantes palabras para expresar toda la incredulidad y la ira que sentía.
—Me siento idiota.
—¡Dime por qué!
—No me grites —pidió—. Por favor.
La miré mientras intentaba recomponerse. Se colocó cuidadosamente el pelo tras las orejas con un gesto que conocía y amaba. Inspiró hondo, exhaló audiblemente y justo en ese momento, cuando estaba a punto de gritarle otra vez, dijo:
—Quería castigar a Rachel Jenner por no vigilar bien a Ben en el bosque.
No me lo esperaba.
—¿Qué? ¿Por qué? Por todos los santos, ¿por qué querrías hacer una cosa así? ¿Por qué siquiera te importaba eso?
—Me ha afectado, lo siento. Empecé a leer el blog durante la investigación y me enganchó. Primero solo puse un comentario porque la gente estaba diciendo estupideces, pero después acabé dándome cuenta de que estaba de acuerdo con algunas cosas que decía la gente y de que había desarrollado ciertos sentimientos, porque esto empezaba a ser un gran problema para mí. Sé que no es excusa, pero estaba cansada, era difícil tratar con la familia y me asustaba no estar a la altura. Sé que no debería haberlo hecho. Fui débil. Pero no pude evitar pensar que si ella hubiera sido más responsable nada habría pasado. Oh, Dios, Jim. Lo siento tanto. A veces las cosas se complican demasiado en mi cabeza. Es difícil. Es personal. Pasó algo que nunca te he contado.
—¿Qué pasó?
No respondió. Solo negó con la cabeza y se cubrió la cara con las manos.
—¡Emma! ¿Qué pasó?
Apartó las manos y su voz rozó la histeria.
—¡Deja de gritarme! ¡Te he dicho que no me grites!
Se limpió la cara con brusquedad, manchando la manga de su abrigo.
Después se volvió para mirarme con una expresión de vulnerabilidad que nunca antes le había visto y suplicó. Fue horrible verla así de humillada.
—Oh, Dios —dijo—, he sido tan tonta. Me cuesta mucho explicarlo, pero sé consciente de que estoy intentando ser sincera contigo porque te quiero. Te quiero. Sé que no nos lo hemos dicho nunca, pero creo que te quiero de verdad.
Pero en ese momento estaba demasiado furioso para eso. Tenía delante los restos calcinados de nuestra relación, de la carrera de Emma y posiblemente de la mía también.
—¿Sabes cuántos recursos ha invertido Fraser en encontrar esa filtración? —fue lo que respondí.
—Lo siento —repitió con voz aguda.
—¡Has puesto en riesgo la vida de ese niño!
—Lo siento. —Su voz se hundió hasta un tono de desesperación.
—Me debes una explicación.
—Lo sé. Pero tengo miedo de que no lo entiendas. —Ahora su voz no era nada más que un susurro.
—Ponme a prueba.
Mi tono a esas alturas era cínico. Había adoptado mi yo profesional, guardándome todas las cosas que realmente quería decir. Era una forma de autoprotección. Me odié por hacerlo, pero ¿realmente tenía elección?
Entonces empezó a hablar, un lento torrente de palabras que la estaba destrozando poco a poco.
—Vi las fotografías que hizo Rachel. Eran fotos de Ben. Lo quiere. Me di cuenta por primera vez de lo importante que es para ella, porque son unas fotos preciosas y me hicieron sentir muy culpable. —Se agarró desesperadamente a mi brazo—. Te lo digo porque no sé qué hacer y quiero que me ayudes a arreglarlo. No se lo vas a decir a nadie, ¿verdad? De todas formas ya he dejado de hacerlo. Y no lo voy a hacer más.
—No hay vuelta atrás después de eso. No es posible —afirmé, pero ella no me hizo caso. Cogió su bolso, se lo puso en el regazo y rebuscó en su interior.
—Tengo el correo personal del autor del blog. Podemos rastrearlo. Lo voy a sacar y te lo voy a dar.
Sacó su teléfono. Vi que tenía llamadas perdidas, pero no de quién eran, y ella las ignoró mientras intentaba acceder a su correo electrónico con dedos temblorosos.
—Has ido demasiado lejos. No puedes solucionarlo a estas alturas.
—No hace falta que se lo digamos a nadie más —repitió. Estaba pálida y llorosa y sus ojos pasaron nerviosamente del teléfono a mí y después volvieron al teléfono—. Si me ayudas, nosotros podemos hacerlo. Podemos conseguir que cierren el blog.
—Nosotros no, tú. Yo no he hecho nada de esto, no tiene nada que ver conmigo y tú no puedes evitar tener que confesarlo. ¡Mírame! Te estás engañando si crees que puedes librarte de esto. Y me estás poniendo a mí en un compromiso al contármelo, ¡eso dejando aparte que pretendes que te ayude!
—Por favor… Perderé el trabajo. —Sus ojos estaban fijos en los míos, muy abiertos y desorbitados por el pánico.
—¿De verdad necesito decirte que deberías haberlo pensado antes? Has filtrado información sesgada y malintencionada. ¡Dios! Y ahora quieres que yo me ponga en la cuerda floja por ti. ¿Tienes idea de lo que me estás pidiendo?
—Jim. —Era una súplica—. Creí que tú me ayudarías.
—Y yo creí que te conocía.
Extendió la mano para tocarme la cara, pero cuando sus dedos me rozaron la mejilla, exclamé:
—¡No!
Apartó la mano rápidamente, como si mi piel quemara.
Me masajeé las sienes y sentí una tristeza agotadora, debilitante, porque supe que ese era el fin de lo nuestro y que yo me había metido solito en esa situación. Era todo culpa mía. Punto.
Inspiró hondo de nuevo.
—Lo hice por lo que le pasó a mi hermana —confesó, y me di cuenta de que había valentía en su voz, que estaba reuniendo coraje para lo que iba a decir a continuación.
Pero para mí era demasiado tarde, porque había traicionado a la policía, la investigación, a Benedict Finch y a mí.
—No —la interrumpí—. No me interesa. No quiero oírlo.
Abrió la boca para responder, pero vio algo en mi cara que la hizo cerrarla de nuevo y toda esperanza abandonó sus facciones.
—Jim… —fue todo lo que logró decir.
—No.
No quería oírlo porque Emma no era la persona que yo creía que era y no iba a mentir por ella.
Volvió a toquetear su móvil, pulsando botones en la pantalla desesperadamente, y eso fue demasiado para mí; estaba actuando como una loca.
Le quité el teléfono, abrí la ventanilla del coche y lo tiré a la calle. Lo vi rebotar en la acera y estrellarse contra una pared manchada de orina haciéndose añicos. Los trozos volaron por todas partes y se desperdigaron entre charcos, colillas y otros restos inidentificables de basura. Un transeúnte se paró un momento para mirarme y le dije que se fuera a la mierda.
—Díselo a Fraser —le dije a Emma—. O se lo diré yo.
—Jim.
—Tienes que hacer lo correcto o esto podría acabar con todos. Y tienes que hacerlo ya.
Arranqué el coche y me incorporé de nuevo al tráfico. No podía mirarla. Por el espejo retrovisor vi un gran mural que cubría un lateral de un edificio de oficinas: una madre y un hijo. Era una imagen pura, dibujada con líneas negras sobre fondo blanco, y los labios de la madre eran sensuales como los de Emma. Le di otro golpe al salpicadero, sentí de nuevo el dolor y después tomé el camino de Kenneth Steele House. En el trayecto que quedaba hasta allí no hablamos ni una palabra.
Cuando aparcamos en Kenneth Steele House, Emma salió del coche sin decir nada, cruzó el aparcamiento y subió las escaleras de la entrada despacio con la espalda muy recta. Dejé pasar veinte minutos antes de seguir su mismo camino. Veinte minutos que pasé mirando por el parabrisas las verjas metálicas plateadas acabadas en puntas afiladas que rodeaban el aparcamiento y preguntándome si ella estaría haciendo lo correcto ahí dentro.
Cuando por fin salí del coche, mi cuerpo protestó por la fatiga y me miré la cara en el retrovisor exterior para asegurarme de que no llevaba todo ese episodio ahí escrito para que todo el mundo lo viera. Dentro saludé a Lesley, que estaba en la recepción, y ella me sonrió. Esperé que no se diera cuenta de que me sentía como si estuviera vadeando un río lleno de mierda.