Jim
Me desperté con la cabeza a punto de estallarme, la boca seca y una necesidad urgente de vomitar que resultó improductiva. Todavía llevaba la ropa del día anterior.
Woodley me recogió a las siete y cuarto. Todavía era de noche y hacía un frío helador. Tenía la calefacción del coche puesta al máximo, bombeando aire caliente en su interior. Nada más acabar de pelearme con el cinturón, él le dio unos golpecitos al salpicadero con la palma de la mano y dijo:
—¿Listo, jefe?
—¿Vas a meter ya la dirección en el GPS? —pregunté—. ¿O vamos a tener que adivinar el camino?
Se puso en marcha. Junto a mis pies había un periódico. Lo cogí. El titular de la primera página ya no estaba dedicado a Ben Finch:
SUPERTORMENTA SANDY
El huracán se dirige a Nueva York.
Sesenta millones de estadounidenses pueden verse afectados por los fuertes vientos, las lluvias y las inundaciones, ya que se espera que la tormenta toque tierra en la Costa Este el martes.
Pasé las páginas y lo encontré en la página cuatro:
¿EN PUNTO MUERTO?
Los policías que investigan la desaparición de Benedict Finch todavía tienen abiertas diferentes líneas de investigación.
No me molesté en seguir leyendo. No era bueno, pero al menos era algo y no se habían enterado de lo del arresto todavía. El blog era algo malo, la publicidad negativa también, pero era peor que no hubiera ninguna publicidad.
Volví a dejar caer el periódico al lado de mis pies.
La carretera estaba oscura y brillante por la humedad y las luces traseras de los coches que nos precedían se volvían borrosas en el intervalo entre las pasadas de los limpiaparabrisas. Dejamos la autopista y nos internamos por carreteras secundarias tan tortuosas y llenas de curvas que los faros que venían de frente, y que parecían salir de ninguna parte, nos cegaban y nos obligaban a apartarnos a un lado del asfalto, donde las ruedas se hundían en profundos charcos produciendo salpicaduras que llegaban hasta las ventanillas.
Cuando amaneció, el paisaje que había a nuestro alrededor empezó a emerger: unas colinas bajas y redondas que eran como manchas de tinta negra contra el cielo azul ennegrecido. Cuando empezamos el empinado descenso hacia Pewsey Vale el cielo por fin se aclaró y nos dejó ver el amplio y llano valle que había más abajo, con su parte más profunda cubierta por una densa y blanca niebla que desde donde estábamos parecía un lago interior. Era una niebla heladora que cuando llegamos al valle nos rodeó sin dejar resquicio; nuestros faros quedaron amortiguados y solo nos devolvieron el reflejo de sus luces en la blancura.
Según nos acercábamos a la cabaña, las carreteras se volvieron más estrechas y la niebla más espesa aún hasta que ya no veíamos más que unos metros por delante y nos vimos obligados a reducir la velocidad hasta que prácticamente avanzábamos a paso de tortuga. Unos setos altos y densos crecían opresivamente a ambos lados y Woodley tenía que conducir con mucho cuidado para evitar los baches que había en los márgenes.
Aparcamos en un apartadero que había a menos de un kilómetro de la casa según el GPS. Era demasiado temprano para ir a llamar a la puerta de Nicky Forbes. Solo eran las 8:30 y teníamos que hacer un poco de tiempo. Fraser no quería que se quejara de que la estábamos acosando.
Salí del coche y encendí un cigarrillo. Di la vuelta y me coloqué junto a la ventanilla de Woodley. La abrió unos centímetros.
—¿Te has fijado en si hemos pasado alguna casa de camino hasta aquí? —pregunté.
—La más cercana que he visto estaba más o menos a un kilómetro por esta carretera.
—Yo tampoco he visto ninguna otra.
Me sentía incómodo. La niebla era impenetrable, ilimitada y desorientadora y transmitía un frío tan intenso que ya había empezado a dejar de sentir los dedos de los pies. El cigarrillo no me estaba haciendo ningún favor, así que lo apagué a medio fumar, recogí la colilla y volví adentro. Vi que Woodley arrugaba la nariz cuando metí la colilla en el cenicero. Sentí náuseas y me froté los ojos con fuerza.
—¿Está bien, jefe? —preguntó Woodley.
—Sí, ¿por qué lo preguntas?
No dijo nada, solo sacudió un poco la cabeza. Parecía nervioso. Tenía el teléfono en la mano y se puso a limpiar la pantalla con la manga. Sentí que debía darle algún consejo, pero no se me ocurría nada que decir.
—Este trabajo no te deja llevar una vida normal. Quedas fuera de la sociedad.
No lo estaba explicando bien. Quería que entendiera lo que quería decir, pero no me estaba mirando y tampoco interrumpió el movimiento de la mano que limpiaba el teléfono, una pasada tras otra.
—Algunos casos te hacen crecer rápido. —En cuando lo dije, pensé que sonaba condescendiente, pero a él no pareció importarle.
—¿Ha trabajado alguna vez en un caso que se haya quedado sin resolver? —preguntó.
—Este caso se va a resolver —aseguré—. Ya estamos cerca. Te lo juro.
—Lo sé —contestó—. Solo era una duda que tenía.
Lo pensé. Siempre hay casos en los que no llegas al fondo del todo y se quedan cosas en el aire. Un hombre que paseaba a su perro y al que nunca identificas, un coche blanco cualquiera que se supone que estaba en la escena y con el que nadie parece haberse cruzado en la carretera. Eso es normal, aunque a veces vuelve locos a algunos policías que no dejan de buscar respuestas que nunca consiguen. No son capaces de dejarlo estar. Era algo que había visto en un par de ocasiones, pero yo nunca había trabajado en un caso en el que no hubiéramos encontrado al delincuente y no quería que este fuera el primero de esa lista. No con la vida de un niño en la cuerda floja. No con la posibilidad de que este fuera de los peores crímenes posibles.
—Todavía no —contesté.
—¿Cree que confesará? —volvió a preguntar Woodley.
—Una mujer como Nicola Forbes no nos va a servir una confesión en bandeja de plata. Nos costará lo nuestro.
Seguimos conduciendo con cuidado entre la niebla y encontramos la casa a más o menos un kilómetro siguiendo la carretera. Por encima se podía sentir el peso de unos árboles enormes que se cernían sobre nosotros aunque solo se veían las ramas más bajas, una mera sugerencia de su envergadura total.
Aparcamos junto a un Volkswagen Golf rojo que había delante de una valla de madera combada y cubierta de verdes líquenes. Supe por la matrícula que era el coche de Nicky Forbes.
Nos acercamos a la cabaña cruzando una puerta de madera blanca y un corto camino pavimentado con piedras irregulares con jardín a ambos lados. Las hojas húmedas se amontonaban en el umbral y el camino estaba flanqueado de rosales podados de los que solo quedaban ramas desnudas. La cabaña estaba pintada de un bonito color crema, tenía un tejado de paja plateada y pequeñas ventanas abiertas en sus gruesas paredes. No era un sitio grande. Supuse que tendría tres dormitorios y un baño. Arriba algunas cortinas estaban echadas, pero por una ventana que había junto a la puerta vi un pequeño salón. Los muebles eran sencillos y de líneas limpias. Había libros cubriendo las paredes y una chimenea abierta. Los periódicos del día anterior estaban abiertos sobre la mesita del café.
Por lo que pude ver, no había ninguna otra construcción aparte de la casa, pero con la niebla reduciendo considerablemente la visibilidad no podía estar seguro.
Llamé con fuerza y oímos el sonido del timbre resonando en el interior.