Jim

A las nueve de la mañana del domingo, siguiendo instrucciones de Fraser, Bennett y yo estábamos llamando a una pesada puerta de madera empotrada en un muro de piedra junto a una amplia acera en el extremo pijo de Sea Mills y escuchando el sonido de canto de pájaros mientras esperábamos que alguien nos abriera la puerta.

La mujer que abrió tenía el mismo pelo rojo llameante que el ayudante de la profesora de Ben. Llevaba un kimono extravagantemente colorido sobre el pijama, estaba descalza y tenía las piernas al aire. Arrugó los dedos de los pies cuando notó el frío. Fue educada, pero se la veía preocupada. Era la madre de Lucas Grantham.

—Está en casa, pero todavía está durmiendo —contestó cuando le preguntamos si podíamos hablar con él—. Anoche volvió tarde.

—¿Hay alguien más en casa? —preguntó Bennett.

—No. Solo nosotros dos. Aquí no vive nadie más.

La casa era algo inusual, una construcción de los sesenta diría yo, de una sola planta y con forma de L rodeando un gran jardín. Aunque desde el exterior parecía impenetrable, el interior estaba inundado de luz porque casi todas las paredes que daban al jardín eran de cristal.

Nos pidió que esperáramos en un salón de dimensiones modestas. No había nada ostentoso en esa casa aparte de su arquitectura. Los muebles no eran nuevos y las paredes estaban cubiertas de estanterías de madera barata barnizada en las que había cientos de libros. Al otro lado del jardín, al extremo de la casa, se veía una habitación que parecía el estudio de un artista.

En el rincón más alejado del jardín llamaba la atención un montículo muy grande cubierto de hierba que tenía en uno de sus lados una puerta metálica a la que se llegaba bajando unos cuantos escalones.

—¿Sabes qué es eso? —preguntó Bennett con un tono de voz que me dejó claro que su intención era iluminarme.

—Es un refugio antiaéreo —contesté.

No iba a darle el gusto de dejarle demostrar su habitual superioridad. Yo habría preferido ir a hacer aquella entrevista con Fraser, pero todavía estaba apagando los fuegos que había provocado la confesión de Emma en la Jefatura de Policía. Solo llevábamos juntos una media hora, pero ya me estaba costando tolerar a Bennett.

Cuando Lucas Grantham apareció, su piel pálida estaba más blanca de lo que yo recordaba y las pecas la cubrían como un feo sarpullido. Llevaba una camiseta arrugada con la que parecía haber dormido y unos pantalones de chándal.

Su madre se había vestido y Bennett dijo:

—Pónganos una taza de café, ¿vale, guapa? Mientras, tendremos una pequeña conversación con su hijo.

Hice una mueca cuando vi un destello de orgullo asomar a la cara de la madre, pero se lo pensó mejor, hizo sus cálculos y decidió aplacar su reacción porque representábamos a la autoridad. Nos dejó con su hijo.

Los tres nos sentamos alrededor de una mesita de café baja y yo saqué una fotografía de la carpeta que llevaba y se la puse delante a Grantham. En ella se veía su coche cruzando el Puente Colgante a las 14:30 del domingo 21 de octubre, la fecha y la hora impresas claramente en la fotografía.

—Joder —exclamó—. Oh, mierda. Le dije a Sal que no deberíamos haber hecho eso, se lo dije.

—¿Hacer qué, hijo? —preguntó Bennett.

—Ahora van a pensar que le hice algo a Ben Finch. ¡La verdad es que ni siquiera lo conozco bien! De verdad que no. Es un buen niño, dibuja bien, ¡pero eso es todo lo que sé!

—Rebobinemos un poco, muchacho —le frenó Bennett—. Atrás. Empecemos por el principio.

El pánico de Grantham era palpable; se frotaba los muslos con las manos, subiendo y bajando, y se agarraba las rodillas con los dedos tensos. Sus ojos pasaron de Bennett a mí, después miró la fotografía y finalmente la puerta por la que podía aparecer su madre.

—¿Quién es Sal? —pregunté.

—Es mi novia.

—¿La que le proporcionó la coartada?

—Sí.

—¿La coartada que decía que ustedes dos estuvieron en el piso de ella la tarde del domingo veintiuno de octubre?

—Sí.

—¿Es eso cierto?

—No. —Su cara se contorsionó.

Bennett recuperó la palabra.

—¿Y por qué mintió, señor Grantham?

—Porque sabía lo que iban a pensar.

—¿Qué íbamos a pensar?

—Que fui yo el que se llevó a Ben. ¡Cómo no iban a pensar eso! Yo lo pensaría, cualquiera lo haría. Por eso Sal me ayudó proporcionándome una coartada.

—¿Y lo hizo? ¿Se llevó a Ben Finch? —Retomé el interrogatorio.

—¡No! —Negó con la cabeza violentamente.

—¿Le ha hecho daño a Ben Finch?

—No.

—¿Vio a Ben Finch?

—¡No! Lo juro. Ni siquiera estaba en la misma parte del bosque que él.

—¿Y qué estaba haciendo?

—Ir en bici por los senderos de Ashton Court.

—¿Con alguien?

—Solo.

—¿A qué hora llegó a casa?

—Más o menos a las cinco. Sal podrá confirmárselo.

—¿Sal, la misma que le ayudó a inventar una coartada?

—Lo siento. Lo siento mucho.

—¿Sabe que podemos acusarles a ambos por eso?

Estaba tan enfadado que en ese momento podría haberle estrangulado.

—Señor Grantham —intervino Bennett levantándose y acercándose a la ventana—, ¿le importa que le echemos un vistazo a ese refugio?

—¿Por qué? ¿Por qué quieren hacer eso? Fui en bici por el bosque, esa es la verdad, lo es, lo juro.

Su madre apareció en el umbral como él había estado esperando. Llevaba en las manos una bandeja con unas tazas que se tambaleó al oírle.

—Oh, Dios mío, Lucas —exclamó—. ¿Qué has hecho?

—Mamá, no he hecho nada. Te lo prometo.

—Que Dios nos ayude —dijo la madre a continuación—. Siempre has sido muy reservado, sí, pero dime por favor que no tienes nada que ver con esto.

No era la demostración de lealtad que se suele esperar de una madre. Bennett y yo nos miramos.

—¿Le importaría venir a la comisaría con nosotros para continuar esta conversación? —le pregunté a Lucas.

Asintió con los ojos claros fijos en el suelo y las mejillas ardiendo.

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