Rachel
Mi hermana Nicky me estaba esperando en el vestíbulo de Kenneth Steele House. Tenía unas profundas ojeras y se la veía muy tensa. Me lancé a sus brazos. Su ropa olía a la humedad de la cabaña, a humo de leña y a detergente.
Se parece mucho a mí. Al vernos juntas, está claro que somos hermanas. Tiene los mismos ojos verdes, más o menos la misma cara y un tipo parecido, aunque ella está un poco más gordita. Tampoco es tan alta como yo y lleva el pelo corto, siempre con sus mechas perfectas y bien peinado, de forma que, en vez de verse rizado, forma unas ondas definidas que le caen junto a la cara, lo que la hace parecer más sensata que yo.
Nicky me dijo que venía directa de la cabaña de la tía Esther. Me abrazó con fuerza.
El abrazo me resultó raro. Seguramente no nos habíamos abrazado desde que yo era pequeña. No estaba acostumbrada a las curvas mullidas de su cuerpo ni a la suavidad de algodón de la piel de su mejilla. Me hizo ser dolorosamente consciente de mi cuerpo, de su angulosidad, como si yo estuviera hecha de un material más frágil que el suyo.
—Vamos a casa —dijo, y me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
Al llegar a casa empecé a hacerme a la idea de cómo debe de ser vivir en una pecera.
Los periodistas se habían agolpado delante de mi casita de dos plantas. Ben y yo vivíamos en una calle bastante estrecha de pequeños chalés victorianos en Bishopston, una zona con pegatinas amarillas de la Patrulla Vecinal en muchas ventanas, donde la gente recicla y en verano se hacen verbenas en la calle. Nuestros vecinos eran una mezcla de gente mayor, familias jóvenes y unos cuantos estudiantes. La nuestra era una calle muy tranquila. El mayor acontecimiento que habíamos sufrido colectivamente desde que yo vivía ahí fue levantarnos una mañana y encontrar que por la noche unos estudiantes borrachos habían colocado conos de tráfico encima de los techos de los coches.
Era imposible evitar a los periodistas. Había un grupo lo bastante grande para ocupar la acera y parte de la calle. Me llamaron por mi nombre, nos acercaron los micrófonos y nos hicieron fotos al entrar en casa, nos empujaron, nos zarandearon y tropezaron cuando echaron a correr intentando adelantar a los demás y colocarse delante de nosotras. Sus voces eran falsamente amables y urgentes, y a mí me dio la impresión de que suponían el mismo riesgo que una muchedumbre descontrolada.
Cuando entramos, veía puntitos negros bailando delante de mis ojos por el efecto de las brillantes luces de sus focos y, a pesar de que la puerta estaba cerrada, seguía oyéndoles al otro lado. Mi corazón no recuperó su ritmo normal hasta que fui a la cocina, en la parte de atrás de la casa, donde sí había silencio y pude sentarme, respirar y centrarme en el plácido tictac del reloj de la cocina.
Zhang se quedó con nosotras un rato. Los investigadores de la escena del crimen habían estado en casa mientras yo permanecía en la comisaría y Zhang quiso comprobar que lo habían dejado todo en orden arriba, en la habitación de Ben.
Cerró bien las cortinas del salón para que los periodistas no pudieran ver el interior. Nos aconsejó que no abriéramos la puerta sin preguntar y que no habláramos con la prensa.
—Pero es una ventaja que estén aquí —apuntó—. Todo esto es buena publicidad, porque significa que el mayor número de gente posible se va a enterar de lo de Ben y le estará buscando.
Se aseguró de que tuviéramos a mano su tarjeta, donde estaba su número de teléfono, y después nos dejó solas. Una parte de mí no quería que se fuera. Era mucho más accesible que Clemo. Él me ponía nerviosa, la autoridad que irradiaba, su pragmatismo y el poder que de repente tenía sobre nuestras vidas. Pero Zhang era diferente, parecía más bien una guía amable que podría ayudarnos a orientarnos en esta nueva realidad horrenda, y me sentía muy agradecida de tenerla.
Todo lo que había sobre la mesa de la cocina estaba como Ben y yo lo habíamos dejado: una instantánea de nuestros últimos minutos en la casa juntos.
Había un gorro que Ben no había querido ponerse, un paquete de galletas de chocolate que había saqueado antes de irnos, un libro de Tintín que le gustaba mucho y un coche de Lego que yo le había ayudado a montar.
Sus notas del colegio, que habían llegado por correo el día anterior, también estaban encima de la mesa. Había sido un placer leerlas, porque estaban llenas de elogios efusivos de su profesora sobre cuánto se esforzaba Ben, lo encantada que estaba de que estuviera encontrando coraje para hablar más en clase y cómo iba ganando confianza en sus trabajos.
Y no solo era la cocina. No había lugar en esa casa que no estuviera lleno de rastros de mi hijo, cómo iba a haberlo. Esa era su casa.
Incluso afuera, al fondo del pequeño jardín desnivelado, sabía que encontraría también señales de mi hijo: en el despacho que tenía en el jardín mi ordenador estaría suspendido, con la lucecita parpadeando pausadamente. Si fuera allí y anulara la suspensión, sabía que el historial de internet mostraría un juego que Ben había estado jugando online el domingo por la mañana. Se llamaba Furry Football y el objetivo era jugar partidos y ganar puntos para canjearlos por diferentes animales con los que formar un equipo de fútbol. A Ben le encantaba. Teníamos todos los días una batalla para ponerle límite al tiempo que pasaba jugando.
Lo miré todo, lo interioricé, pero solo sentí vacío. Todo aquello no tenía ningún significado sin Ben. Sin él, mi casa no tenía alma.
Nicky se puso manos a la obra rápidamente, típico de ella.
Ella siempre había sido así. Nunca se quedaba quieta. Si no había nada que hacer, organizaba una excursión o cocinaba algo elaborado. La actividad era su forma de relajarse.
Cuando era pequeña, yo podía pasarme toda una tarde tranquilamente en la cabaña de tía Esther sin hacer nada más que estar sentada en el asiento de la ventana de mi diminuto dormitorio. Seguiría los rastros que dejaba la condensación en el cristal, miraría los árboles helados que había fuera y las formas que imprimían en el cielo abierto detrás de ellos y contemplaría a los pájaros que se acercaban a los comederos que ponía mi tía y se peleaban por el alpiste. El brillante destello amarillo del ala de un jilguero era una imagen que siempre deseaba ver en el paisaje monocromático del nevado invierno rural.
Al final, por culpa del frío, bajaría al piso inferior en busca del calor del fuego. Nicky estaría allí con la tía Esther. Tendría las mejillas sonrosadas por el calor del horno y el cansancio de la actividad que hubieran estado haciendo las dos. Y yo elogiaría el bizcocho recién hecho que habían horneado o el olor del guiso que se estaba cocinando a fuego lento.
La tía Esther me cogería las manos y me diría: «Rachel, estás helada. Tómate una taza de té, cariño», y me las frotaría haciendo que notara los ásperos callos que había ido formando la práctica de la jardinería en sus palmas. Nicky diría: «¿Dónde tienes los mitones, Rachel? ¿Los que te regalé por Navidad?». Y entonces me escabulliría de ellas, de su domesticidad confortable, y me dejaría caer en una silla junto al fuego, me taparía con una manta y me perdería en un libro o me pondría a contemplar el baile de las llamas.
En aquellos primeros días tras la desaparición de Ben, cuando estaba prácticamente catatónica por el shock, resultó natural que Nicky se convirtiera en la parte funcional de mí, como siempre había hecho. Escuchó los mensajes cada vez más desesperados que Laura, mi mejor amiga, me había dejado en el contestador a lo largo del día y la llamó para decirle que viniera a casa. Habló con Peter Armstrong, que le dijo que el perro tenía la pata rota, pero que se la habían arreglado y ahora descansaba en la clínica veterinaria. Después puso su portátil en la mesa de la cocina y se pasó varias horas conectada.
Aquel primer día encontró una página web estadounidense que trataba sobre desapariciones de niños, Missing Kids, y siguiendo sus consejos hizo una lista de preguntas para la policía. Iba soltando datos al aire según los iba encontrando. Eran espantosos, detalles de un mundo del que no quería ser parte. Hicieron que empezara a darme vueltas la cabeza, pero no había quien la detuviera a esas alturas.
Comentó que la página decía que los perros sabuesos eran esenciales para una búsqueda efectiva. Que podían seguir el rastro de un niño incluso aunque el secuestrador lo hubiera cogido en brazos para llevárselo. Me preguntó qué perros habían usado los policías en el bosque. Le dije que eran pastores alemanes. Siguió leyendo en silencio con la boca apretada formando una fina línea y escribiendo cosas en un cuaderno que mantenía donde yo no pudiera verlo.
Un rato después me dijo:
—¿Viste a John después del interrogatorio?
—No, a él le llevaron a otra parte.
—Deberías llamarle. Estaría bien saber qué le han preguntado.
—Me culpa a mí.
—Esto no ha sido culpa tuya.
Yo sabía que sí lo era.
—¿Qué te preguntaron a ti? ¿Puedes contármelo?
—Me preguntaron de todo, querían un montón de detalles: historia familiar, la vida de Ben desde que nació. Todo lo que se te ocurra básicamente.
No le mencioné que quisieron saber qué había comido Ben el domingo.
—¿Te preguntaron por nuestra familia?
—Me preguntaron por todo.
—¿Y qué les dijiste? —Apartó los ojos de la pantalla. Los tenía muy enrojecidos.
—Les conté lo que pasó. ¿Qué les iba a decir?
—Claro. —Volvió a fijarse en la pantalla—. Aquí dice que la familia debe ponerse de acuerdo en una táctica sobre cómo gestionar la relación con la policía, que eso es muy efectivo.
—No puedo llamar a John ahora. —No podía soportarlo. Había cometido el peor pecado que puede cometer una madre: no había cuidado de mi hijo—. Me voy arriba.
En el cuarto de Ben no vi muchas señales del paso de los investigadores de la escena del crimen. Uno de los juguetes favoritos de Ben estaba colocado sobre la cama, en la maraña de sábanas en la que le gustaba dormir. Era Osito Peludo, un osito de peluche con ojos grandes, orejas mordisqueadas, brazos blandos, pelo suave y una bufanda de lana azul que a Ben le gustaba atarle de una forma concreta. Abracé con fuerza al peluche. Pensé que ahora no podía irme de casa, por si volvía. De repente en todos los sitios el silencio y la ausencia de Ben parecieron crecer, hincharse. Eran hostiles, como un cáncer que se extiende furtivamente.
Me tumbé en la cama de Ben y me acurruqué. Algo me molestaba, así que cambié de posición y tanteé con la mano para sacarlo. Era su antigua manta de cuna. La llamaba «mantita» y la tenía desde que era un bebé. Era muy suave y solía enrollársela en los dedos y acariciarse la cara con ella para dormirse. No lo admitiría delante de nadie aparte de mí, pero no podía dormir sin ella. Intenté apartar el pensamiento de que ya había pasado una noche sin ella, que ahora esa sería la menor de sus preocupaciones.
Hice una bola con ella y la abracé junto con el osito. La mantita, las sábanas y el osito olían a Ben. Era el olor perfecto que siempre había tenido. Era el olor de su pelo de bebé que parecía que no pesaba y de la piel de sus sienes, que seguía conservando una suavidad aterciopelada. Era el olor de la confianza dada con total libertad y de una curiosidad inocente y perfecta. Era el olor de nuestros paseos con el perro y los juegos que jugábamos, de las cosas que le decía y las comidas que compartíamos. Era el olor de nuestra historia juntos. Inhalé ese olor como si de alguna forma pudiera revivirme, darme respuestas o esperanzas. Y así, como estaba, me quedé esperando, nada más. No sabía qué más hacer.
Cuando llegó Laura, Nicky le abrió y yo oí voces abajo, murmullos serios. En la vida real, la vida que vivíamos antes de que alguien se llevara a Ben, ellas dos no se caían muy bien. Yo era lo único que esas dos mujeres tenían en común, y sus caminos solo se habían cruzado un par de veces. Si no fuera por mí, nunca habrían pasado ni un minuto juntas, o al menos no sin sufrir una gran irritación.
Mientras que Nicky era conservadora y su forma de ver la vida era seria y reflexiva, Laura era voluble, juguetona, incoherente, rebelde y a veces totalmente salvaje. Era como un pajarito, menuda, con el pelo corto a lo garçon, grandes ojos castaños y una enorme sonrisa. Cuando la conocí, en la época en que las dos éramos estudiantes de enfermería, me hizo reír desde el principio y me enseñó a juguetear. Era la primera persona que hacía algo así por mí. Me encantó.
Aunque no era así todo el tiempo, claro. También tenía sus momentos de oscuridad, pero se los guardaba para aí. Yo solo llegaba a vislumbrarlos cuando el alcohol hacía que se le soltara la lengua.
—Yo fui un error —me dijo una vez. En aquel momento ya la conocía hacía bastantes años. Ya no éramos estudiantes, pero seguíamos manteniendo la costumbre de salir a divertirnos al menos una noche a la semana. Arrastraba las palabras por la bebida—. Mis padres no querían tenerme. Es irónico, ¿verdad? Que dos de las mentes más brillantes del país, como les gustaba calificarse, cometieran un error tan básico, ¿no crees?
Su tono de voz pretendía ser de broma, pero las comisuras de su boca se hundían y tenía la mirada vacía y cansada.
—¿No querían tener hijos?
—No. Ese no era el plan. Yo nunca estuve en sus planes. Me lo dijeron claramente. Si te soy sincera, me sorprende incluso que tuvieran sexo. Ya eran bastante viejos cuando me tuvieron. —Rio—. Seguro que se encontraron por casualidad con un manual que les decía qué hacer y un hueco de diez minutos antes de que empezara su programa de análisis político favorito.
Yo no tenía padres, así que no era quién para juzgar la forma en que mi amiga se burlaba de los suyos, pero había algo perturbador en su tono y, aunque me reí en ese momento como ella esperaba, su confesión me puso triste.
—¿Y tú quieres tener hijos? —le pregunté, porque esa noche yo tenía un secreto. Por eso estaba sobria.
—Oh, no lo sé… —Me pareció ver un destello de tristeza en su cara—. No se puede decir «de esta agua no beberé».
Cerró los ojos, rindiéndose a lo avanzado de la hora y a los efectos soporíferos del vino. Me quedé sentada a su lado, todavía desvelada, y metí la mano debajo de la camiseta que llevaba. La apoyé en mi vientre y pensé en el bebé que crecía allí. Era Ben. Mi error. Y ya entonces lo quería.
Los pasos de Laura hicieron que las escaleras de mi casa crujieran suavemente. Se paró al llegar arriba y me llamó:
—¿Rachel?
—Aquí.
Al llegar a la puerta de la habitación de Ben, volvió a hablar:
—¿Quieres que encienda la luz?
—No.
Se tumbó a mi lado y me rodeó con los brazos para abrazarme de una forma que me resultó más familiar que la de Nicky.
—No le he mantenido a salvo —confesé—. Ha sido culpa mía.
—Calla —contestó—. No. No importa. Lo único que importa es traerle de vuelta.
Incluso en la penumbra que nos rodeaba, vi que tenía los ojos llorosos. Una lágrima escapó y rodó por su mejilla hasta quedarse junto a su nariz, dejando un rastro de lápiz de ojos negro en su estela.
Nos quedamos allí tumbadas hasta que la oscuridad se convirtió en una masa sólida, suavizada solo por el resplandor de las farolas y los retazos geométricos de luz que proyectaban las casas de los demás.
Zhang nos había dicho que viéramos las noticias de las seis de la tarde.
A las seis menos cuarto recordé que debería haber ido a la tutoría en el colegio de Ben para hablar de sus notas.
—No te preocupes por eso —dijo Laura—. Ni siquiera lo pienses. Puedes ir otro día de esta semana, cuando ya haya vuelto.
La primera noticia del programa fue un reportaje sobre unas inundaciones en Bangladesh: habían muerto miles de personas.
Ben fue la segunda noticia.
La inspectora jefe Fraser, a la que ya había conocido brevemente, estaba en los escalones de entrada a Kenneth Steele House y le pedía al público que «colaborara en su investigación».
—Estamos muy preocupados por este niño —decía— e instamos a todo el que tenga cualquier información sobre él o su paradero a que se ponga en contacto con nosotros lo antes posible.
Estaba impecable con su uniforme de policía. El pelo gris con unos rizos rebeldes, unas gafas con montura metálica que tenía apoyadas en la punta de la nariz y los ojos penetrantes que miraban por encima de ellas le daban aspecto de intelectual.
—También les rogamos encarecidamente a los ciudadanos que no organicen búsquedas por su cuenta —continuó—. Aunque queremos agradecer especialmente la ayuda que están ofreciendo los miembros de la comunidad.
Un número de teléfono y la fotografía de Ben que le había dado a la policía aparecieron y ocuparon toda la pantalla.
Darte cuenta de que la historia que estás viendo en la televisión es la tuya es lo más extraño del mundo; de repente entiendes que le has confiado a un extraño la búsqueda de tu hijo y que no te queda más que aceptar que estás tan desconectado como cualquier otra persona que se sienta delante de la televisión, básicamente impotente. Cuando la cara de Ben desapareció de la pantalla, Laura apagó la televisión. Quería aullar de dolor o de rabia, pero no lo hice porque me temblaban las manos y el estómago, revuelto, amenazaba con devolver el té que había bebido a pequeños sorbos y los pocos mordiscos de tostada que había conseguido tragar tras la insistencia de mi hermana.
La llamada acerca de la rueda de prensa llegó más tarde. La policía quería que apareciera delante de las cámaras a la mañana siguiente para leer una declaración pidiendo ayuda para encontrar a Ben. Enviarían un coche a buscarme.
—No puedo salir de casa —protesté—. ¿Y si vuelve?
—Yo me quedaré —se ofreció Laura—. Vosotras tenéis que ir. Yo me quedo aquí.
—¿Quieres que me quede yo? —preguntó Nicky—. Puedo quedarme.
Las dos me miraron, esperando que tomara una decisión.
—Nicky debería venir conmigo —concluí.
Laura era mi mejor amiga, pero Nicky era la tía de Ben, nuestra única familia.
—Tiene razón —corroboró Laura—. Tú debes estar allí. —Me miró—. Que salgas en televisión seguro que es útil. La gente se preocupará más por Ben. Lo harán, seguro. Vendré por la mañana antes de que os vayáis y no me iré de casa ni un minuto. No me moveré hasta que vuelvas. Te lo prometo.
Laura le dijo a mi hermana que debía escoger lo que me iba a poner, que tenía que estar lo más presentable posible. Insistió en que era importante aunque pareciera algo muy trivial pensar en algo así en un momento como aquel. Me miró el corte que tenía en la frente y yo hice un gesto de dolor cuando me lo tocó.
—No creo que se pueda tapar con maquillaje, si es eso lo que estás pensando —observó Nicky—. Todavía está abierto.
Laura lo miró fijamente. Vi cómo sus ojos seguían su trayectoria por mi frente.
—A ver qué tal pinta tiene por la mañana —concluyó.
—¿Podríamos cubrirlo con un vendaje? —apuntó Nicky.
—No. Un vendaje quedaría horrible en televisión y además le taparía parte de la cara. En el peor de los casos, lo podemos dejar como está. Tampoco se nota tanto.
Las tres sabíamos que eso no era verdad.
Después de que Laura se fuera con la promesa de volver a primera hora de la mañana, en la cocina Nicky me dijo:
—¿Confías en ella? No sé si deberíamos dejarla aquí sola.
—¿Qué quieres decir?
—Es una de ellos.
Señaló a la puerta principal, donde estaba esperando fuera la manada de periodistas cuyas voces habíamos oído subir y bajar durante toda la tarde, con esporádicos estallidos de carcajadas.
—No es ese tipo de periodista —contesté—. Escribe sobre maquillaje para revistas de cotilleo. Son tonterías. No se dedica a las noticias.
—Todos pertenecen a la misma raza.
—Es mi amiga. Mi mejor amiga.
—Bien. Si confías en ella, no hay problema, ¿no?
—Confío en ella. Y no me puedo creer que hayas dicho algo así.
—Lo siento.
El hervidor de agua estaba llegando ruidosamente al punto de ebullición. Nicky se apoyó en la encimera y miró al infinito, pero la conocía y sabía que detrás de esa mirada aparentemente vacía su mente no había dejado de funcionar. Por primera vez me acordé de preguntarle por su familia.
—¿Cómo están las niñas?
Volvió a centrar su atención en mí con una mirada extraña. Culpa tal vez, aunque logró ocultarla rápido, seguramente porque ella tenía cuatro hijas sanas y salvas en casa mientras que yo había perdido a mi único hijo.
—¿Se lo vas a contar? —pregunté.
—Creo que va a ser imposible evitarlo, con la noticia en la televisión y en todos los periódicos.
—¿No necesitas estar con ellas? ¿No te hace falta ir a casa?
—No —respondió con firmeza—. Mi sitio está aquí contigo ahora. En casa estarán bien.
Y zanjó el tema dándome la espalda para preparar el té con movimientos concisos y acompasados.
Cuando nos fuimos a la cama, no pude dormir. Estuve toda la noche despierta en la habitación de Ben. Mantuve las cortinas abiertas y me tumbé en su cama, dejando que mis ojos recorrieran los contornos de sus cosas. Los libros, los juguetes y las demás cosas que él había almacenado y colocado en sus estanterías transmitían la misma quietud de los objetos expuestos en un museo. Me senté, me envolví en su colcha y miré las sombras de los rincones de su habitación. Después me puse a mirar afuera.
Vi a un zorro saltar la valla para entrar en el jardín de los vecinos y después recorrerlo a hurtadillas, con la nariz pegada al suelo, hasta encontrar algo que comer, algo que devoró, engulléndolo de una forma rápida, primitiva y desagradable. Cuando terminó, se pasó la lengua por el morro, saboreando los restos, antes de desaparecer en la noche.
Sentí las diferentes texturas de mi miedo: escalofriante, visceral, tenso, palpitante, una detrás de otra o al mismo tiempo. Solo me dormí una vez, ya muy entrada la madrugada, y me desperté con la sensación de que me ahogaba, boqueando en busca de aire, apartando las sábanas de mí como si fueran algo hostil o venenoso, y cuando levanté la vista encontré a mi hermana en la habitación, mirándome con cara de miedo y diciendo:
—Rachel, ¿estás bien? ¡Rachel!
Después de eso las dos permanecimos sentadas la una junto a la otra hasta que llegó la mañana, como si no quedara nadie más en el mundo que nosotras.