Rachel
Y bien.
¿Qué es lo que puedes hacer cuando estás tú sola? ¿Cuando sabes algo pero nadie te escucha? ¿Cuando quieres hacer algo pero no sabes cuánto peligro entraña, cuánto riesgo vas a correr? ¿Cuando solo tienes unos minutos para decidir?
Yo estaba acostumbrada a tomar decisiones sobre mi vida que se basaban en mis complicadas relaciones con los demás.
¿Tengo que enumerarlas? La mayoría de nosotros las tenemos. Se trata de algo genérico. Puede incluir el resentimiento contra los padres o contra un hermano, el deseo de agradar a la familia o al marido, o el miedo a perderlo. También tu ambición o tu percepción de lo que debería ser la maternidad. Podría seguir.
Pero a las nueve de la mañana del lunes 29 de octubre todas esas cosas dejaron de importarme. Estaba sola y podía elegir. Podía creerme lo que escribían sobre mí, que era peor que inútil, incapaz de tomar una decisión sensata o moral, hacer caso a la inspectora jefa Fraser y esperar tranquilamente en casa a que llegaran noticias.
O podía actuar. Podía aprovechar esa certidumbre que sentía y hacer algo. Por mi cuenta. Otra vez. Porque estaba segura.
No creo que las dudas sobre mí no me recorrieran las venas y amenazaran con debilitarme. No creo que no considerara los posibles riesgos de actuar por mi cuenta. Los riesgos para Ben y para mí.
Pero luché con ambas cosas. Luché con ellas porque sabía que tenía que confiar, pura y simplemente, en mi instinto de madre.
«Sé fuerte. Eres madre. Tienes que ser fuerte», me había dicho Ruth.
Y eso era suficiente para mí. Lo comprendí en ese momento, esa mañana: que ser madre le había dado a Ruth un fino hilo de seda, fuerte como una telaraña, que la había unido a la vida. Era la cuerda que la había guiado, una y otra vez, para salir de las profundidades envolventes y peligrosas del laberinto de su depresión. Había evitado que resbalara con resultados fatales y se alejara totalmente hacia los seductores y oscuros pliegues de la melancolía o que se hundiera en el sueño de la ruta de escape que le habría proporcionado una sobredosis terminal de pastillas o una caída larga y caótica desde una altura hacia un fin inevitable, brutal y demoledor abajo.
Eso no había detenido a mi madre. Se vio abrumada por todo el amor que sentía, por el miedo que la hacía sentir ese amor. Sus emociones ahogaron su cordura; ese enorme poder pueden tener.
Pero yo era diferente.
Sabía que mi hijo estaba vivo y sabía dónde estaba.
Seguro que se pregunta lo que hice.
Abrí un cajón de la cocina y revisé su contenido. Elegí un cuchillo para verduras. Corto y afilado, fácil de ocultar. Lo guardé en uno de los bolsillos profundos de mi abrigo, al lado del móvil y con la hoja hacia abajo. Metí las llaves que había cogido en el otro. Y después salí de mi casa por el estudio que había detrás sin que me viera nadie y eché a correr.