Rachel
Había sido John el que había gritado de dolor. Lo encontré en el suelo en la esquina de la calle. Se había abierto la cabeza con el bordillo de la acera y también tenía la cara magullada y una oreja herida. La cantidad de sangre que tenía en la cara y debajo de la cabeza era escalofriante. Le había caído por el pelo, que estaba pegajoso y oscuro sobre la acera, y me empapó las rodillas y me cubrió las manos cuando me arrodillé a su lado.
Estaba inconsciente y con los ojos vidriosos. Me quité el jersey y lo apreté contra su cabeza para intentar detener la hemorragia. Grité una y otra vez pidiendo ayuda.
Cuando llegaron los sanitarios, le atendieron con rapidez y trabajaron con una urgencia silenciosa que me asustó. No hubo bromas ni sonrisas. También llegaron policías de uniforme. Me prestaron un teléfono para llamar a Katrina. Le conté lo que había pasado y después le pasé el teléfono a uno de los sanitarios, que le dijo que fuera a Urgencias del Bristol Royal Infirmary.
Cuando por fin pudieron moverlo, lo trasladaron con cuidado en una camilla con ruedas hasta la ambulancia. Uno de ellos se sentó detrás al lado del cuerpo inerte de John. Fue horrible verlo así, esa ausencia. Eso y la cantidad de sangre.
—¿Se va a poner bien? —pregunté.
—Las heridas en la cabeza son muy serias —explicaron—. Impredecibles. Hizo bien en llamarnos rápidamente. —No me dijeron nada que sirviera para tranquilizarme.
Una parte de mí no quería dejarle ir solo, pero la policía sabía que Katrina iba ya hacia el hospital y querían tomarme declaración. Cuando la ambulancia desapareció en la noche bajo su halo de luz azul parpadeante, volví a recorrer la calle. Un policía de uniforme me acompañó. Dos coches de policía seguían aparcados en ángulos imposibles bloqueando el acceso a la escena.
Me tomaron declaración en casa. Más policías llegaron e hicieron fotografías. Metieron el ladrillo en una bolsa de plástico y se lo llevaron. Me ayudaron a limpiar los cristales mientras otra persona que había venido con ellos cubría la ventana con una tabla. Y prometieron que iban a dejar a alguien fuera vigilando el resto de la noche.
Curiosamente, ningún periodista había sido testigo del incidente, algo que les llamó la atención a todos los policías e incluso les hizo gracia. Los tres periodistas y el fotógrafo que tenían la suficiente paciencia para quedarse apostados delante de la casa a pasar la noche justo en ese momento se habían ido al final de la calle a por algo de comer.
Reaparecieron con unos kebabs en las manos de los que se escapaba lechuga rallada justo cuando se cerraron las puertas de la ambulancia que iba a llevar a John al hospital.
Era lo único por lo que me sentí agradecida en ese momento.
Me acosté en el dormitorio principal esa noche, en mi cama, porque quería asegurarme de que el coche de policía que habían apostado allí seguía fuera, necesitaba la seguridad que eso me daba. Por si tenía que pedir ayuda a gritos. O dar golpes en la ventana. Por si oía a alguien que se colaba en la casa con la intención de hacerme daño.
Quité la colcha y la almohada de la cama de Ben y me las llevé conmigo. Deshice mi cama, dejé las sábanas en un montón en el suelo y puse las cosas de Ben, incluidos su mantita y Osito Peludo, cuidadosamente sobre mi cama.
Estuve toda la noche alerta por si oía otra vez los pasos. Me ponía tensa cuando resonaban voces en la oscuridad. Eran los fiesteros nocturnos del sábado que volvían a casa, pero sus gritos y sus risas alcohólicas ahora me parecían hostiles. Todos los ruidos que oí esa noche en mi mente encerraban una amenaza.