Jim
Esta es la lista de todo lo que antes tenía bajo control: el trabajo, mi relación de pareja, mi familia.
Y este es el problema que tengo ahora: los pensamientos que me llenan la cabeza.
Me vienen a la mente una hora tras otra, a veces minuto a minuto, recuerdos de pérdidas, de acciones que no pueden deshacerse por mucho que quiera.
Durante la semana me lanzo de cabeza al trabajo para intentar borrar esos pensamientos.
Los fines de semana son algo más complicados, pero he encontrado formas de llenarlos: hago ejercicio, trabajo un poco y después empiezo el ciclo de nuevo.
Son las noches las que me atormentan, porque entonces los pensamientos me dan vueltas sin parar en la cabeza y me impiden dormir.
En la universidad aprendí unas cuantas cosas sobre el insomnio. Cuando estudié la poesía surrealista leí que la privación de sueño podía tener un efecto psicodélico y alucinógeno en la mente: tenía el potencial de liberar reservas de creatividad que estaban en un lugar muy profundo y la capacidad de mejorar la vida y el alma.
Pero mi insomnio no es así.
Mi insomnio me convierte en un alma atormentada e impaciente. No hay creatividad, solo desesperanza y frustración.
Cada noche, cuando me acuesto, temo su inevitabilidad, porque cuando apoyo la cabeza en la almohada, por muy cansado que esté, por mucho que anhele el descanso de mi mente, parece que todas y cada una de las partes de mí conspiran para mantenerme despierto.
Me vuelvo hiperconsciente de todos los potenciales estímulos que hay alrededor y no hay ni uno solo que no me moleste.
Los movimientos para cambiar de postura que hago provocan que la sábana que tengo debajo se retuerza y forme cordilleras y canales, como si fuera barro endurecido desgarrado por las zarpas de un animal. Si intento quedarme tumbado sin moverme, con las manos unidas sobre el pecho, el martilleo de mi corazón provoca que me cueste respirar. Si me quedo en la cama destapado, el aire de la habitación hace que se me ponga la piel de gallina y me den escalofríos, sea cual sea la temperatura. Tapado, lo único que siento es una claustrofobia intensa que me produce mucho calor, me deja los pulmones vacíos y me hace sudar tanto que la cama parece una piscina de agua estancada en la que estoy condenado a bañarme.
Mientras me cuezo en mi propio jugo en la cama, escucho la ciudad afuera: los gritos de los extraños, los coches, un ciclomotor, una sirena, el rumor de las copas de los árboles agitadas por el viento, a veces nada. Un vacío sin sonido.
Hay noches en las que ese silencio me atormenta y me levanto, normalmente bastante después de medianoche, me vuelvo a vestir y salgo a caminar bajo la luz de las farolas, de un color naranja como el de los refrescos, por calles en las que la única forma de vida es una turbulencia en las sombras que aparece en la periferia de mi visión, tal vez un zorro o un hombre en malas condiciones en un umbral.
Pero ni siquiera pasear me sirve para aclarar del todo la mente, porque mientras camino, poniendo un pie delante del otro, temo cada vez más el momento de volver al piso, a mi cama, a su vacío, a mi vigilia.
Y lo que más temo de todo son los pensamientos que van a volver a darme vueltas en la cabeza.
Esos pensamientos me llevan directo a los lugares oscuros y gráficos que durante el día me he esforzado tanto por tener encerrados bajo llave. Encuentran esos lugares ocultos, fuerzan las cerraduras, abren las puertas de un empujón, arrancan las tablas de madera que he clavado para cubrir las ventanas y dejan que entre la luz en todos los rincones. Me imagino ese sitio mal iluminado, como una escena del crimen. En el centro de la escena: Benedict Finch. Sus ojos azules y cristalinos se encuentran con los míos y en ellos hay una expresión tan inocente que me parece una acusación.
Ya entrada la madrugada, a veces logró conciliar ese sueño que tanto anhelo, pero el problema es que no es una oscuridad refrescante, no me da la oportunidad de apagar la mente. Ni siquiera el sueño me permite un respiro, porque está poblado de pesadillas.
Tanto si he estado despierto como dormido, cuando me levanto por la mañana estoy maloliente y deshidratado, agotado antes incluso de que haya empezado el día. Hay lágrimas mojando mi almohada en ocasiones, muchas veces el sudor empapa las sábanas, y me enfrento al principio del día temiendo que mi insomnio no solo haya desdibujado las fronteras entre el día y la noche sino que haya hecho que pierda definitivamente mi equilibrio también.
Antes de que me pasara esto, creo que subestimaba tanto el poder restaurador del sueño como la capacidad de destrucción de una psique devastada. No me daba cuenta de que el cansancio podía dejarte consumido, como si no te quedara ni una gota de sangre. Ni de que la mente podía enfermar sin que te enterases siquiera: poco a poco, de forma oscura, irrevocable.
Siento demasiada vergüenza para contarle a nadie todo esto que me pasa, y que los efectos del insomnio permanecen conmigo cuando llega el día y se entretejen con los hilos que lo conforman. El cansancio que nace de ese insomnio hace que el café me sepa metálico y que pensar en comer cualquier cosa me resulte intolerable. Que cuando me despierto lo único que desee sea un cigarrillo. Que el camino al trabajo en bicicleta lo afronte rebosante de adrenalina; estoy nervioso, voy peligrosamente cerca de la acera, no juzgo bien la situación en un cruce y el ruido seco que hace un coche que se ve obligado a frenar violentamente detrás de mí hace que mis piernas se pongan a pedalear dolorosamente rápido.
En la oficina, en una reunión de primera hora, la inspectora jefe me pregunta: «¿Estás bien?». Asiento, pero noto la humedad en el nacimiento del pelo que indica que estoy empezando a sudar. «Estoy bien», digo. Aguanto diez minutos más hasta que alguien pregunta: «¿Qué te parece, Jim?».
Debería estar encantado con la pregunta. Es una oportunidad de destacar, de demostrar lo que valgo. Hace un año lo habría hecho. Ahora me quedo mirando una astilla de plástico del extremo de mi boli. A pesar del grueso velo de agotamiento que me envuelve, me obligo a levantar la cabeza y mirar a las tres caras que me observan expectantes. Solo puedo pensar en que el insomnio ha enturbiado la claridad de mi mente. Siento que el pánico me recorre el cuerpo como si fuera una droga que me acabaran de inyectar, fluyendo por las arterias, las venas y los capilares, extendiéndose hasta que me incapacita. Salgo de la sala sin decir nada y cuando estoy fuera estrello el puño en la pared varias veces hasta que me sangran los nudillos.
No es la primera vez que ocurre algo así, pero sí es la primera vez que hacen efectiva su amenaza de enviarme a un psicólogo.
Es la doctora Francesca Manelli. Han dejado bien claro que si no voy a todas las sesiones y participo en las conversaciones con la doctora Manelli, no podré volver al Departamento de Investigación Criminal.
Hemos concertado una reunión preliminar. Quiere que escriba un informe sobre el caso Benedict Finch. Empiezo escribiendo mis objeciones.