Jim

La mañana siguiente a la desaparición de Benedict Finch me desperté pronto, como siempre. Siempre he tenido un reloj interno muy fiable. Nunca he necesitado un despertador, aunque lo dejo puesto por si acaso. Nadie quiere quedarse dormido. Empecé el día como siempre lo hago: una taza de buen café muy negro hecho como Dios manda en mi cafetera italiana. Me lo bebí de pie en la cocina.

Mi piso está en la última planta de un alto edificio georgiano de Clifton. Es la mejor zona de Bristol y tiene unas vistas increíbles porque está en la ladera de una colina bastante empinada. Por delante da a un gran jardín, algo muy agradable, pero por detrás es aún mejor, porque se ve una buena parte de la ciudad. Enfrente está Brandon Hill, salpicada de árboles, con la Cabot Tower en la cumbre y un par de hileras de casas adosadas georgianas y victorianas debajo. Los edificios modernos y las tiendas quedan justo fuera de la vista, pero se distingue más abajo parte de la Jacob’s Wells Road, que acaba, tras una empinada cuesta abajo, en el puerto, donde se puede salir por la noche o ir a dar un buen paseo el fin de semana. Desde mi piso no se ve el agua, pero sí que se percibe, y las gaviotas a menudo vuelan en círculos, graznan y descienden en picado justo delante de mis ventanas.

Hasta que empecé a salir con Emma, no sabía que esta ciudad se construyó gracias al comercio marítimo, a los mercantes que atracaron aquí durante cientos de años cargados de azúcar, tabaco, papel o esclavos. Me contó que la riqueza que construyó Bristol provenía de un gran sufrimiento humano y que muchos hombres apostaron vidas y fortunas para lograrla. Emma era hija de un militar y estaba tan bien informada porque su padre le hacía aprenderse la historia de todos los lugares a los que se trasladaban, y como tuvieron que mudarse mucho, conocer la historia de los sitios se convirtió en una costumbre para ella.

Después de que me hablara de la esclavitud, ya no pude sacármelo de la cabeza y empecé a darme cuenta de que la dura y bulliciosa historia que ha tenido la ciudad asoma por todas partes, sobre todo donde yo vivo. Ahí está el Wills Memorial Building, el orgullo de la universidad, elevándose por encima de la parte más alta de Park Street; se construyó con los beneficios provenientes del tabaco. La Georgian House, perfectamente conservada y una propiedad realmente preciosa: el azúcar y los esclavos. Ambas están a menos de medio kilómetro de mi piso, y podría mencionar más.

A veces pienso en esto porque no creo que las ciudades cambien demasiado su carácter; incluso después de cientos de años sigue ahí, una corriente subyacente. Ahora cuando miro por la ventana cada mañana y veo cómo se despereza Bristol debajo de mí, su pasado sucio y complicado aparece ante mis ojos y me provoca un leve temblor en los huesos.

Había dormido bien, aunque era obvio que había habido tormentas durante la noche. Todavía estaba oscuro cuando me acabé el café, el piso estaba frío y notaba corriente. Fuera la lluvia caía en tromba y las copas de los árboles se movían en todas direcciones. Una bolsa de plástico que se había visto atrapada por el aire en la calle estuvo haciendo un baile loco sobre los árboles hasta que se quedó enganchada.

Antes de sacar la tabla para plancharme la camisa, le llevé a Emma una taza de té. Todavía estaba en la cama. Siempre se levantaba un poco después que yo.

Estaba tumbada en un remolino de sábanas y pelo. No era de las que dormían como un angelito. Eso contrastaba con la forma controlada y resuelta con la que se desenvolvía en el resto de aspectos de su vida y constituía una de las raras ocasiones en que podía verla con la guardia baja. Me sentía privilegiado por estar lo bastante cerca de ella para contemplar ese momento.

—Hola —me dijo cuando le puse el té en la mesilla.

—¿Has dormido bien? —pregunté.

—Mmm… ¿Y tú? —parpadeó despacio, medio dormida.

Después se desperezó y se frotó los ojos con movimientos lánguidos. Emma no hacía nada apresuradamente. Era una persona atenta, lista y además elegante, un cóctel de características que me resultaba adictivo, sobre todo teniendo en cuenta que se sumaba a su belleza. Ella era de esas que hacía que se volvieran cabezas a su paso. Y yo era un hombre con mucha suerte.

—Ocho horas del tirón —respondí.

Volví a meterme en la cama a su lado. Estaba todavía caliente y cómoda y no pude resistirme. La mañana del lunes podía esperar un poco. Emma se acurrucó a mi lado y apoyó la cabeza en mi hombro.

—Podría quedarme aquí todo el día —dijo.

—Yo también.

Me rodeó el pecho con un brazo y yo contemplé cómo se le enfriaba el té y cómo en la esfera de mi reloj pasaban nueve minutos antes de obligarme a abandonar el sereno movimiento de su respiración somnolienta. Cuando aparté las mantas, ella se incorporó, acercó mi cara a la suya y nos besamos.

—Tengo que levantarme —tuve que decir.

—Qué aburrido —fue su respuesta, pero sabía que si no lo hubiera dicho yo, lo habría hecho ella. Emma siempre era puntual. Sonrió como si hubiera leído mi pensamiento, se sentó, cogió su té e hizo una mueca al tomar el primer sorbo tibio.

Yo saqué la tabla de planchar, la puse delante de la ventana de la cocina y mientras me planchaba la camisa me entretuve mirando las luces rojas y blancas de los coches de la gente que iba al trabajo.

—¿Vas a ir en bici? —me preguntó Emma cuando apareció vestida con su ropa del trabajo, el pelo bien peinado y recogido en una gruesa cola de caballo.

—Sí.

—¿Estás intentando poner un poco de músculo en esas patitas de pollo? —preguntó.

Le encantaba provocar. Esa era otra faceta de ella que no le mostraba a todo el mundo. Me hizo sonreír.

—Te vuelven loca mis patitas de pollo. Admítelo —contesté—. ¿Tú vas a ir en coche?

Llevaba un traje ceñido y entallado y un par de zapatos de tacón bajo. Esa mañana sus ojos brillaban y no le costaba sonreír. Estaba preparada para afrontar el día que tenía por delante.

—Correcto, inspector Clemo. Una excelente deducción. Hasta luego.

Emma y yo íbamos al trabajo cada uno por su cuenta. Los policías pueden tener relaciones sentimentales entre sí, no está prohibido, pero la realidad es que no siempre es algo bien recibido, porque complica las cosas si ambas personas comparten caso. Yo fui quien sugirió que mantuviéramos la relación en secreto por ahora. Solo llevábamos juntos unos meses y me dije que lo que hiciéramos en nuestro tiempo libre era solo cosa nuestra. Emma no puso ninguna objeción. Dijo que no le importaba que la gente lo supiera o no. Siempre era así de fácil con ella.

La primera vez que oí el nombre de Benedict Finch fue durante mi viaje en bici. Llevaba una radio portátil para escuchar por el camino. Cuando salí del piso, el viento y la lluvia habían perdido intensidad. Al bajar por Jacob’s Wells Road hacia el paseo marítimo disfruté de la sensación de aceleración que provocaba la cuesta abajo y después fui esquivando los charcos que se habían formado alrededor de sumideros.

Cuando llegué al terreno llano que rodeaba el puerto, apenas tuve que pedalear, y al pasar junto a la catedral oí el boletín de noticias de las 7:30 de Radio Bristol. Dijeron que un niño de ocho años llamado Benedict Finch había desaparecido en el bosque Leigh Woods. Había ocurrido la tarde anterior, cuando estaba con su madre paseando al perro. La policía y los equipos de montaña le estaban buscando. La preocupación aumentaba.

El centro de la ciudad estaba empezando a congestionarse por el tráfico de primera hora de la mañana de un lunes, pero logré cruzarlo en un tiempo razonable, llegué a Feeder Road a las 7:40 y seguí junto al canal. El nivel del agua estaba alto y la tranquilidad de la superficie se veía alterada por las gotas de una fina lluvia. Había un pescador sentado en la orilla junto a la carretera, cubierto de pies a cabeza con ropa impermeable.

Por encima de mí rugía el tráfico sobre el sucio y opresivamente bajo puente de cemento, un mastodonte mugriento que me saludaba todos los días a mi llegada al trabajo. Tras él empezaba a emerger la luz del día y se veía un cielo gris pizarra con nubes bajas de movimiento rápido que por encima eran moradas y por debajo amarillentas. Un cielo venenoso: la agonía provocada por el tiempo de la noche anterior. Recuerdo que pensé que no había sido una buena noche para que un niño estuviera por ahí perdido. No había sido una buena noche en absoluto.

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